Resumen
Unos bomberos del sur de Italia encontraron a Marinella, una mujer de setenta y algo de años, muerta en su casa, momificada en una mecedora, con un libro en su regazo. Murió de soledad y de desamor.
Relato
MARINELLA
El cuerpo de Marinella estaba inerte en una mecedora, pantalón oscuro de algodón y jersey de lana, un moño mal peinado con dos horquillas y un ejemplar de “Rayuela” debajo de sus manos cruzadas, sobre su vientre, abierto por aquella página que decía algo así como que no se puede elegir en el amor, sino que es un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Nadie la echó de menos, nadie la necesitó durante años, ni una sola visita, ni un regalo.
Ni una llamada, ni un abrazo, ni un café compartido, durante demasiados años. Allí quedaba su cuerpo, podrido y ajado por la soledad. Su alma seguía en una cantina del puerto de Nápoles, en una calurosa noche de San Juan, en la que un barco español atracó, y por unos días saboreó el amor en todas sus vertientes.
Marinella era una madre soltera repudiada por la sociedad napolitana machista y cruel. El padre de su hijo le dio unos años de torturas, incentivados por las drogas y la pertenencia a la mafia y sus negocios escabrosos. A pesar de todo el daño, ella siempre le perdonaba y le necesitaba como un adicto a su dosis, hasta que un día desapareció para siempre. Ella nunca supo si fue asesinado y tirado al mar, si escapó huyendo a América, como a veces le oyó comentar, o sí se largó con otra mujer, lo cual tampoco descartaba. Pasó un síndrome de abstinencia largo y cruel, con un niño de tres años, con los compañeros de fechorías de su verdugo acechando cada semana, revolviendo la casa y amenazando de las atrocidades más imaginables. El paso del tiempo no consiguió curar la herida emocional y profunda que tenía, pero consiguió mitigarla en parte, y se fue acostumbrando a la inercia de los días. Intentaba llevar una vida de calma y rutinas, encontrando en la ausencia de altercados la tranquilidad que nunca tuvo, disfrutando de ver como su pequeño aprendía en la escuela, de enseñarle a preparar las recetas de pasta más sabrosas, o de poder ir a la playa un día de verano y bañarse juntos en el Mediterráneo hasta que la piel se les arrugaba. Pero a veces, a ella, también se le arrugaba el alma, y perdía esa calma con el niño, llevándole a estados de culpabilidad que trastocaban su existencia. Cuando a veces la vida se ponía cuesta arriba, necesitaba una mano adulta para tomarse un vino y charlar de canciones, de planes y de emociones. A veces no era un vino, sino botellas. Pasaron algunos hombres fugazmente por esa casa, hubo alcohol, canciones y otras cosas más carnales, pero ninguno quiso quedarse. Seguramente no estaban bien elegidos, algunos incluso tenían que ver con el padre de Mateo, otros estaban casados, otros no la querían, pero ella a veces necesitaba sentirse mujer. Cuando comenzó a trabajar en la cantina, tuvo pretendientes, pero la mayoría iban en la misma línea del disfrute sin consistencia, hubo algún hombre bueno que puede ser que la hubiera cuidado por primera vez en su vida, pero por unas cosas u otras, ella no lo sentía o no pudo ser. Y así pasó una década, sin apenas darse cuenta.
Todo cambió una noche de San Juan, cuando Antonio cruzó la puerta de esa cantina para tomar unas cervezas con los demás marineros. Antonio parecía ser el típico hombre que nunca se había enamorado, se había aprendido demasiado el papel de nómada y nunca echaba raíces. Ese junio no tenía pensado que fuera distinto. En cuanto sus miradas se cruzaron, Marinella supo lo que era aquel rayo del que habló Cortázar. Y las tres horas siguientes solo fueron un preludio de miradas y acercamientos para llegar hasta la noche que marcaría sus vidas. A veces es difícil discernir que momento es más brutal, si en el que sabes que la pasión te va a fulminar, o cuando ya te ha aniquilado, y a Marinella le temblaba el pulso, le palpitaba rápido el corazón y otras partes de su cuerpo también le palpitaban. Al cerrar el bar, ambos sabían donde tenían que encontrarse, es increíble como la fuerza de la naturaleza a veces omite las palabras y ahorra las conversaciones a dos seres destinados a encontrarse. Pero si hubo palabras, muchas, se contaron sus vidas como si el uno del otro fueran el hogar más seguro donde encontrarse. Y hubo muchos besos, y caricias, abrazos nuevos para ambos, sudor, lágrimas, secretos. Se mostraron las heridas del alma, y se las lamieron mutuamente. Hablaban y se amaban incansablemente, apenas comían y no salían de esa habitación. El pasado lo pusieron uno a disposición del otro de forma minuciosa, pero del futuro no querían hablar. El barco de Antonio partiría en tres días, ambos lo sabían, y había un acuerdo implícito de aprovechar esos tres días como si no hubiera un mañana. Probablemente ambos sabían que no había un futuro compartido, entonces para que iban a perder el tiempo en lamentarlo. No había espacio para pensar, para dormir, y casi ni para comer, solo eran dos cuerpos ansiosos devorándose con la piel y con las ganas de vivir. Sólo hubo un paréntesis en aquella fiesta de amor y de fluidos, y fue porque Marianella tuvo que ir a ver a su pequeño, necesitaba unas medicinas y se iba a ausentar apenas dos horas en lo que iba a comer con su hermana y su hijo, pero esas dos horas, igual que puede hacerlo dos minutos, diez segundos, y un instante, cambiaron su vida para siempre. Todo estaba en orden en casa de su hermana, todos parecían entenderle, y por primera vez le veían rebosante y viviendo sin problemas. Sin embargo, cuando regresó a la guarida de su amante, la que no estaba en orden, era su casa. Según se iba acercando, vio la puerta abierta y forzada, cristales rotos por el suelo, las sillas patas arriba, cortinas arrancadas, comida tirada por el suelo, y lo peor de todo, es que no había ni un rastro de Antonio, ni una pertenencia, ni una nota. Entonces, Marinella volvió a darse cuenta que hay mujeres invisibles a las que la vida solo les ofrece el tráiler de la película, pero que jamás van a ser las protagonistas, que la suerte nunca se iba a quedar en aquella casa desvalijada, y que lo que había vivido esas 40 horas, solo fueron un espejismo macabro. Con esa certeza anudada en la boca de su estómago, se sentó en el sofá con el trozo de tarta que había llevado para compartirlo entre juegos de pasión, y aunque quería, no le salían ni las lágrimas. Enseguida recordó todas las frases que el padre de Mateo le repetía sobre que no valía nada, que era una mujer asquerosa, que no iba a encontrar a nadie que la quisiera, y mil atrocidades más, y seguidamente recordó a cada uno de los hombres que habían pasado por esa cama para tratarla como a un trozo de carne. Se gritó a si misma, que por qué iba a ser Antonio distinto a ellos y sin molestarse en ver si le había robado, durmió con el corazón partido en añicos, todo lo que no había dormido los casi dos días anteriores. Cuando despertó estaba desbastada, ya ni tenía fuerzas para recoger el solar en el que se había convertido su hogar, y ahora sí, las lágrimas comenzaron a brotar, de forma brutal, descontrolada, incesante. Lloraba a cuajo, al borde de la apnea, y cuando ya empezaba a agredirse a sí misma, por no haber sabido retener a nadie, por no ser digna de amor, de cuidados, encontró unos brazos redentores que le sujetaron por las muñecas, le sacudieron la cara y le cortaron el llanto por minutos. Era su amiga y vecina Sofia, que le narró como había visto desde su ventana, como unos cinco policías entraron en casa y se llevaron a Antonio engrilletado. Marinella era un compendio de emociones, por instantes sintió alivio a lo que le contó Sofia, después regresaba el sabor amargo y sintió miedo por lo que pudo estar viviendo Antonio, por si le salpicaría a ella o su pequeño, por si tendría que ver con la Camorra, y necesitó una ducha que arrastrara todas esas penas, como si fuera el Sarno a punto de desembocar en el Tirreno. La ducha no le evitó el dolor punzante, ni tampoco la incertidumbre que marcaría su existencia posterior, y como si se tratara de una anciana, se blindó el alma a cal y canto. Cambió de trabajo y se dedicó a coser durante dieciséis horas diarias, crio a su hijo y no volvió a frecuentar una cantina, ni acercarse a menos de diez metros de un hombre, ni mucho menos a cuestionarse si esa era la vida que merecía. La incertidumbre rondaba su cabeza cada noche, haciéndole dudar si Antonio fue arrestado y metido preso, si la abandonó como todos los demás, si estaba con otra mujer, o si todo fue demasiado cierto para ser real. Así se abandonó en su mecedora, tres décadas escondidas por la más desoladora depresión, hasta que casualmente la encontraron los bomberos, entre blísteres vacíos de Diazepam y toneladas de soledad.