El grifo


Autor: Jo March

Fecha publicación: 09/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Una mujer, al llegar a casa cansada del trabajo, se encuentra a su marido sentado en el sofá viendo la televisión y decide que no le gusta su vida.

Relato

Hoy ha fallecido una paciente en mi turno. Ningún familiar la acompañaba. Era una señora mayor y su tiempo se había agotado. Cuando la máquina a la que estaba conectada ha comenzado a pitar, yo no podía apartar la vista de aquella anciana que yacía en su cama. Me preguntaba cómo habría sido su vida, si habría sido feliz.
Unas horas más tarde, al llegar a casa tras la dura jornada de trabajo en el hospital, lo primero que veo al abrir la puerta es a mi marido sentado en el sofá frente a la televisión con el volumen demasiado alto. Le saludo y no contesta. Me dirijo a la barra de la cocina y saco de la nevera los canelones que dejé preparados de madrugada antes de salir de casa. Había ocho en la bandeja. Ahora solo quedan tres. Busco la espátula para ponerlos en el plato y la encuentro sucia en la pila del fregadero. El grifo no está bien cerrado y pequeñas gotas caen sobre ella.
Con un tenedor traspaso los tres canelones de la bandeja a un plato y lo meto en el microondas. Mientras espero a que se calienten, observo a mi marido: tiene los pies sobre la mesita y una bolsa de patatas fritas sobre el regazo. Introduce las patatas en su boca como un autómata sin apartar la vista de la televisión. Las migajas campan a sus anchas por su protuberante barriga y una muy pequeña ha quedado adherida a su barba de tres o cuatro días.
El pitido del microondas me recuerda que mi comida ya está lista. Me giro y veo de nuevo las gotas caer sobre la pala sucia. Clic, clic, clic. Abro el microondas y cojo mi plato. Rodeo la barra de la cocina con el tenedor y el plato en la mano y me siento a comer.
—¡Ah, hola! No me había dado cuenta de que habías llegado.
Ahora soy yo la que no contesta. A él no parece importarle porque sigue pendiente de la televisión. Sin embargo, yo ya no la oigo. Solo el incesante e insistente goteo sobre la pala sucia llega hasta mis oídos: clic, clic, clic. Y ese sonido, corto e intermitente pero constante, se alarga para transformarse en el bip largo y continuo de la máquina de la señora fallecida esta mañana; solo que ahora ya no es la anciana la que yace sobre la cama. Ahora, la que permanece allí tumbada soy yo. Mis ojos se mantienen abiertos mientras las décimas de segundo se convierten en años y provocan que las canas pueblen mi pelo y las arrugas retuerzan mi piel. Envejezco a una velocidad de vértigo al tiempo que el continuo y constante pitido alcanza el lugar más recóndito de mi mente.
—Nena, ¿me traes una cerveza?
Vuelvo a ser yo sentada a la mesa mientras observo mi plato ya frío, todavía con sus tres canelones intactos. Me levanto en dirección a la cocina y, desde detrás de la barra, examino a mi marido que continúa con los pies sobre la mesita y se carcajea por algo que escucha en la televisión. Se acomoda en el sofá mientras coloca una mano grasienta en el reposabrazos. Y de nuevo escucho las gotas caer sobre la espumadera.
—¿Qué pasa con esa cerveza?
Mi mirada se traslada del plato sobre la mesa con los canelones fríos a mi marido, clic; de mi marido al plato de canelones, clic; de la mano grasienta en el reposabrazos a la televisión, clic; de la patata frita instalada en su barba a sus pies sobre la mesita que limpié ayer, clic. Y ese sonido se acrecienta en mi cerebro como una gran ola que me persigue y me atrapa. Cic, clic, clic, clic, clic, clic. De repente, la televisión ha perdido todo su volumen y los labios de mi marido parecen querer decirme algo, aunque yo soy incapaz de escuchar nada. El único sonido que desgarra el silencio es el de las gotas caer sobre la espátula con la que mi marido se ha servido su comida y ha dejado después sucia sobre la pila. Y ese sonido lo envuelve todo, lo rellena todo, lo acapara todo sin dejar espacio para nada más.
Las gotas continúan cayendo: clic, clic, clic. Una tras otra, una tras otra, una tras otra. Todas salen del mismo sitio y llegan al mismo lugar una y otra vez, una y otra vez, en un ejercicio sin fin.
Ya he tenido bastante.
Cierro el grifo.
—Tenemos que hablar.
Las gotas cesan.
No volveré a dejarlas caer.