Resumen
La historia de cinco hermanos que se reúnen tras la muerte de su madre y tienen que decidir qué hacer con la casa y el legado familiar.
Relato
Mamá ha muerto, por fin se pueden abrir las ventanas. Se fueron cerrando una a una como preludio de que se apagaba, de que en esta casa la luz nunca fue bienvenida, en realidad. Ahora descansa en su habitación al fondo del pasillo y vuelven mis hermanos, que escaparon de este lugar de piedra fría y muchos rincones, en los que se esconden memorias y fantasmas que no deben: «Aquí la luz no nos encontrará», pensaron, y tenían razón. Pero eso se acabó y abro de par en par y aquí llegan el sol y el aire fresco, que se llevan el polvo y el recuerdo del que están hechos esos espectros. Corren a ocultarse y me maldicen mientras.
Estoy asomada a una de las ventanas (algo que tantas veces tuve prohibido) cuando veo llegar los coches. Mis hermanos han quedado para regresar juntos y me lo dejaron bien claro, no querían volver a ver a mamá viva y sólo vienen para asegurarse de que está muerta.
Marcos, Ana, José y Silvia, los cuatro hijos pródigos que descienden de sus vehículos junto a sus vidas normales en la ciudad, sus hijos, sus carricoches, sus maridos y mujeres. Su jarana que espanta a los pájaros, sus hipotecas y sus alquileres. Uno de los niños mira hacia mi ventana y saluda, el resto detecta mi presencia gracias a eso y me observan de reojo, pero no imitan al niño. Pronto, los pasillos de esta enorme casona vieja van a llenarse de ruido y pasos que corren, conversaciones sin importancia y juegos improvisados. Ese es un exorcismo más poderoso que el de la luz y hoy es un mal día para los fantasmas.
Salgo a recibirles y mi ropa es tan distinta de las suyas... Estoy enlutada de arriba abajo, un vestido que tapa desde el cuello hasta los tobillos, bordados de negro sobre negro en tela gruesa, con un alfiler de plata en el pecho que sostiene un camafeo. Las mujeres de mis hermanos se asombran y lo tocan, dicen que ya no se hacen vestidos así, que pesan y protegen como una armadura.
Mis hermanas miran de refilón y se alegran de su ropa ligera de Zara, fácil de cambiar por otra, fácil de arrancar para que te follen contra la pared. Eso me dijo Silvia la última vez que nos visitó a mamá y a mí (sólo a mí, en realidad, aclaró, y sólo para tratar de convencerme por última vez de que abandonara estos muros de piedra que, aunque parezcan en buen estado, son ruinas que se derrumbaron y vale que atraparan a mamá, pero no era necesario que lo hicieran conmigo).
Se cumple la profecía del ruido en los pasillos, supongo que eso es la vida. Mis hermanos charlan entre ellos sobre las posibilidades de vender esta casa para que se convierta en hotel rural, en AirBnB, en yo qué sé qué cosas que no entiendo. Las mujeres de ellos son amables y quieren ayudarme todo el rato. El marido de Silvia escucha la radio en el coche, alejado del resto, el marido de Ana no deja de mirarme. Trata de averiguar qué hay debajo del vestido mientras bebe antes del mediodía. Dice que me acompaña en el sentimiento cuando paso cerca en el trasiego de la gran cocina. También susurra que huelo a jabón y luego mira de reojo por si alguien nos escucha. Las mujeres ya no huelen a jabón, al parecer, pero a él le encanta, le recuerda a su propia madre. Luego me pregunta si no he tenido hijos y se contesta que, por cómo se ajusta el vestido, se nota que no, que era una pregunta tonta. No le respondo siquiera, dejo que se ahogue en la cerveza y voy hacia mis hermanos para preguntarles si quieren verla.
Dudan, pero se arrepentirán de no hacerlo y nunca tendrán la seguridad de que se haya ido para siempre. Eso, y que en este pueblo no te puedes fiar, porque para las cosas de la muerte son muy suyos y he ahí que el cadáver de nuestra madre se conserve en su lecho hoy, en vez de en las cámaras de la funeraria. Aquí se hace a la antigua y la habitación de mamá siempre estuvo fría de todos modos, porque siempre quiso mirar al norte, que es de donde vino por una cuestión de deber y obligación, como se hizo todo en esta casa.
Entramos los cinco a su cuarto y la miramos desde lejos. Tiene los ojos cerrados y las manos sobre el pecho de un luto parecido al mío. Cuesta romper el silencio y no les extraña que papá estuviera siempre enfermo durmiendo en esta nevera, dicen. Igual que no les extraña que seamos como somos si es que fuimos engendrados (y nacimos) en este frío y estas tinieblas. Ana dice que ya está bien de machacarnos, que eso fue lo único que nos enseñó la vieja bruja, pero todas las familias tienen sus cosas. En realidad, ha llamado a mamá algo peor que bruja, pero siempre fui la hija buena y siempre me lo dijeron con retintín, así que no repito el insulto. Marcos se acerca a mamá, la mira bien, encoge la nariz, pregunta por qué no huele y si está embalsamada. No lo sé y no, no lo está, Marcos, qué preguntas haces. Los demás no se atreven a acercarse y mi hermano mayor se sienta al borde de la cama y le coge una mano a mamá y escucho un chasquido extraño, pero no sé qué hace, porque el cadáver me lo tapa.
Me acerco por el otro lado de la cama y veo que sostiene un mechero encendido contra los dedos muertos que sujeta, viene un olor a quemado y mamá no se inmuta, Marcos apaga la llama y se levanta encogiéndose de hombros. Me dice que tenía que hacerlo, que para eso es el hermano mayor. Los demás ya respiran con alivio, mamá está muerta de verdad, nunca soportó el calor.
—Lo va a pasar mal en el infierno —dice José. Alguien chista para que calle, pero no porque esté en desacuerdo, sino porque teme que quede en el aire algo de ella y nos escuche.
—Además, ¿no sabéis que el infierno está helado? Lo dijo Dante.
—Lo dijo Dante —imita otro hermano burlándose, ya no sé quién es quién—. Cállate ya, listilla, a nadie le interesa Dante.
Salen todos de la habitación y vuelven a hablar de cosas tontas y cotidianas, de dinero, de fútbol, de política. Yo me quedo un rato con nuestra madre y ellos cierran la puerta sin mirarme cuando se marchan, otra vez lo mismo de siempre.
No se quieren quedar a cenar, temen que la noche les sorprenda aquí y quieren permanecer lo mínimo en esta casa. Tampoco quieren comer nada dentro de ella: «Podemos hacer una merienda en el jardín, que los niños corran un rato y seguimos nuestro camino».
Debe ser bueno tener un sitio al que volver. El mío es este, pero ya han decidido entre todos, y es mayoría, que la casa se vende, se exorciza primero (bromean sólo a medias) y luego se vende. Yo no puedo pagar todas sus partes, pero el sitio es antiguo y enorme, tiene tierras suficientes como para que una mujer llegara obligada desde el norte hace mucho. Con lo que me toque y lo que mamá guardara bajo el colchón sobre el que está muerta, a lo mejor puedo empezar una nueva vida en algún sitio. Que sea bien lejos de estos muros y este pueblo maldito, que tiene tanta culpa de todo como mamá, dicen.
De papá no se habla, porque papá siempre fue invisible, se perdió en uno de los rincones oscuros de este sitio y no nos dimos cuenta de su ausencia hasta que pasaron varios días. La mitad de mis hermanos cree que se marchó lejos y la otra que aún vaga perdido por los laberintos y sótanos de esta casa Usher. Yo no sé qué pensar cuando me preguntan, no lo he escuchado nunca por las noches durante estos años, pero eso ya pasaba cuando estaba vivo.
Silvia dice, persiguiendo a uno de sus niños, que lo que ocurrió con papá no es nada de todo eso. Que nos contaron que nos abandonó, pero está segura de que lo estamos pisando ahora mismo al pasear por el jardín.
—No digas eso delante de los críos —murmura alguien.
No se enteran de todos modos, están pegados a los móviles sin pestañear. Me insisten en que coja el dinero y corra lejos (lejos también de ellos, no quieren nada que les recuerde a mamá). Todas ellas me insisten en que aún no soy demasiado mayor para empezar una nueva vida, conocer a alguien, trabajar de algo que me guste. Les digo que soy historiadora del arte, que hice la carrera a distancia por la UNED y que, aparte de hablar de cosas muertas que ya no tienen remedio, sólo sé pintar un poco. Se miran entre ellas, susurran que lo sienten, pero no importa, están seguras de que, si he podido soportar todos estos años a mamá, podré soportar cualquier cosa y, sobre todo, a cualquiera. Siempre es mejor que estar sola, ¿no?
El marido de Ana no dice nada, tiene la mirada borrosa cada vez que me examina de arriba abajo y he perdido la cuenta de las rondas que lleva.
Por fin podrás volar libre de una vez, dice alguien que ya no sé quién es, porque se me están mezclando las voces y las tonterías y esta noche la pasaré sola, porque ellos vuelven a casa y sólo estaremos mamá y yo hasta que los de la funeraria se la lleven mañana. Que nadie vendrá al velatorio de «La Loca», que nadie es amigo de «La hija de La Loca», que los pocos que lo intentaron huyeron espantados y, pobrecita de mí, siempre dentro de las murallas de la casa de Bernarda Alba. Aún recuerdan a aquel muchacho al que yo le gustaba hace tanto tiempo y lo que le ocurrió. Chasquean la lengua y dicen: «Pobre, a quién se le ocurre». Pero repiten en serio que puedo empezar de nuevo y nunca es tarde si te vas lo bastante lejos de las cosas que ocurrieron.
Claro que es tarde, porque puedes hacer lo correcto en el momento equivocado y eso marca toda la diferencia.
No quiero, ni puedo creerme ya, las mentiras piadosas, para eso también me he hecho demasiado mayor. Hay canas de sobra que esconder en mi pelo y los sueños son territorio de jóvenes. Yo ya no lo soy, que perdí la regla y no he cumplido aún los cuarenta. Hay gente que muere al nacer, otra que conquista imperios y otra que vino para ser triste y ya está, no pasa nada si eres uno de esos. El único logro en la vida es luto y culpa, que vosotros os marcháis enseguida con vuestro ruido y yo me quedo aquí, en la cárcel que decís. Que no es tan fácil cambiar todo esto y os despedís diciendo que sea feliz de una vez (¿vosotros lo sois?), que vuele al fin, porque la puerta de la jaula está abierta. Siempre lo estuvo en realidad, pero yo no me atreví como mis hermanos.
Pero es que ya sabéis lo que les pasa a los pájaros que siempre vivieron así y de pronto son libres, y si no lo sabéis os lo digo. Mueren enseguida ahí fuera, porque no saben hacer otra cosa que cantar a veces tras los barrotes y ver la vida pasar y al resto de los pájaros en el cielo.