El amor, la familia y las clases


Autor: Moon Dream

Fecha publicación: 12/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Una breve historia de hasta qué punto pueden calar las aspiraciones de dinero y poder en una familia de clase media-baja completamente rota, y del desconocimiento de las historias del pasado de nuestros seres queridos.

Relato

El amor, la familia y las clases:

María apenas cuenta veintinueve años, pero ya puede decir que ha visitado todos los continentes, que no es poca cosa. Su trabajo la obliga a viajar cada mes, y a sitios de un gran atractivo turístico, como podrían ser países como Italia, Francia o Bélgica. Vive en un barrio de clase alta madrileño, junto a su marido y sus dos hijas, producto de un primer matrimonio, que no salió del todo bien. Si visitásemos su casa, veríamos fotos de paisajes envidiables, donde a cualquiera de nosotros nos gustaría estar, pero, debido a nuestra situación económica, pues tal vez no podríamos acometer tales inversiones, y preferimos priorizar nuestro dinero en productos de primera necesidad. O eso es lo que piensa (sin embargo, no dice en alto) su marido, Juan. Él sabe que goza de una situación económica envidiable, pero también sabe que todo lo bueno se acaba.
Al pensar en este concepto, en la idea de que todo lo bueno se acaba, se le vienen a la cabeza imágenes que ya creía haber olvidado. Piensa en la relación de sus padres, en que todo les iba genial hasta que el cáncer se metió por medio. Él tenía unos nueve o diez años cuando lo llamó su padre, mientras él se encontraba en su cuarto, y le pidió que fuese a la cocina, donde ambos lo estaban esperando. Allí le comunicaron la noticia, que le sentó como una auténtica patada en sus partes. No podía creer que eso les hubiese tocado a ellos. ¿Por qué a ellos? Nadie más que su madre se merecía seguir viviendo, después de todo lo que había luchado por sacar hacia adelante esa familia, después del accidente en la obra que tuvo su padre, y que lo dejó indispuesto de forma permanente. El Estado apenas le recompensaba con una paga de 250 euros, cuando estuvo a punto de perder las piernas. Por el contrario, ella trabajaba mucho, muchísimo. Había días en los que sus jornadas laborales se iban hasta las dieciséis o dieciocho horas. Tenía dos trabajos: era camarera de día, y por las noches se dedicaba a realizarle felaciones, o cualquier otra práctica sexual solicitada, a jefazos, peces gordos, hombres de dinero y poder. Su padre, pese a que estaba al tanto de ello, no reprimía a su esposa por dichas prácticas. Sabía que era una de las pocas opciones que les quedaba para que no los desahuciase su inquilina, que era realmente severa con ellos, y que no les pasaba ni una.
Juan no conocía el trabajo de noche de su madre. Sus padres decidieron que, hasta que no tuviese una edad razonable, más prudente y avanzada, no le contarían ni media palabra. Sabían de la crueldad y de las burlas que podría sufrir en el colegio por parte de los abusones, con los que ya tuvo algunos rifirrafes en el pasado. Fue expulsado durante dos semanas del colegio, después de propinarle un brutal puñetazo a un idiota que se metía con su familia, diciéndoles que eran pobres, unos sintecho... Y, para él, pese a ser realmente joven, había unas líneas que no se podían cruzar.
Le rompió la nariz, de la que comenzó a brotar la sangre. Fue corriendo a buscar ayuda, profesores del centro. Sin embargo, los amigos del herido, que contaban con algunos años más que Juan, le rodearon, y se fueron acercando cada vez más a él, que sabía perfectamente cómo iba a terminar aquello. Pese a que trató de defenderse, era superado en número (los muy cobardes eran cuatro, y él solamente uno), así como en musculatura. Cuando llegaron allí los profesores, tras haber escuchado unos gritos y unos llantos, vieron a seis estudiantes, y cinco de ellos se mostrarían en su contra; curiosamente, fue a los cinco que creyeron, y los cinco que se quedaron sin castigo.
Juan, desde pequeño, sabía de las injusticias presentes en el mundo. Y era muy observador, no se le escapaba ni una, aunque aún ni le había salido ni pelo en la axila. El chico sabía que los padres de Joaquín, que era como se llamaba aquel desgraciado, eran realmente importantes en una conocida empresa de construcción, y siempre le prestaban ayuda económica al instituto, que se encontraba en horas bajas. Los padres de Juan también conocían esta situación, y presentaron una denuncia contra el instituto por trato de favor, pero fue archivada, y pasaron a otra cosa.
A todos estos problemas no querían sumarle que, encima, sus compañeros dijesen que su madre era una puta. Pero él no era imbécil, y sabía que sus padres nunca se iban a la cama a la misma hora, y lo despertaba el sonido de las llaves a altas horas de la madrugada. Sabía que algo le estaban ocultando, pero no llegaba a formarse una idea en su cabeza acerca de lo que podía ser.

Meses después de aquel fatal diagnóstico, su madre se fue a un lugar mejor. Su padre y él lloraron hasta quedarse secos, pero, aun así, sacaron lágrimas de partes del cuerpo donde jamás pensaron que habría. Lloraron y lloraron durante meses. ¿Qué más podían hacer? Después de la muerte de su madre, todo fueron malas noticias: no pudieron seguir pagando el alquiler, así que, por mucho que lucharon para evitarlo, los echaron de casa. El único sitio donde él se encontraba bien, tranquilo, reconfortado, lo había perdido. No tuvieron otra opción: fueron a vivir a la calle. Para el joven, fue peor de lo que pensaba: el frío que pasaba en las gélidas noches, las incomodidades a la hora de dormir o el pasotismo de la gente, que pasaban de largo, sin prestarle apenas atención, o sin tan siquiera pararse a leer el cartón donde, de forma muy resumida, se contaba brevemente las penurias por las que habían pasado. A Juan, por supuesto, hubo que sacarlo del colegio. Pese a que era gratuito, para su padre era imposible llevarlo y traerlo a diario de allí, ya que ahora mismo tampoco contaban con coche. Y, para las comidas, tenían que ir a un comedor social, que quedaba a un par de calles de distancia. Y la ropa, por supuesto, era siempre de 2ª mano o de Cáritas.
En esas estaban, hasta que recibieron una esperanzadora llamada. Rosario, que era como se llamaba la tía de Juan, hermana de su padre, se enteró de la precaria situación en la que actualmente vivían, y pese a que la relación entre los hermanos era prácticamente inexistente por una vieja disputa por la herencia de su padre, de la que ninguno de los dos recordaba apenas nada, él decidió tragarse su orgullo e ir a vivir con ellos.
Rosario tuvo suerte en la vida: desde muy joven encontró a su media naranja, que la doblaba en edad y se encontraba forrado de billetes. Era el embajador argentino en España, nada menos. Y ella, cuando se enteró de esto, se apresuró a organizar la boda y consumar el matrimonio. Él estuvo de acuerdo: Rosario era realmente atractiva, y muy hábil sexualmente. Y, por otro lado, dinero no les faltaría.
Juan ni tan siquiera conocía a su tío, y a su tía Rosario apenas la había visto un par de veces a lo largo de toda su vida. Le habían dicho desde bien pequeño que sus padres se llevaban mal con ellos, por “cosas de familia”. Era un eufemismo muy bien empleado, para evitar usar la expresión “buscona”, que era exactamente lo que ella era. Pero, ¿acaso Rosario no lo sabía? ¿Creía que su marido estaba realmente enamorado de ella, o que daría la vida por ella? La respuesta a esa pregunta era evidente, pero ella pensaba que había sido inteligente siendo tan pragmática en su relación. Y era una forma de verlo, por supuesto; mas no era así como lo veía su hermano, que desaprobaba esa relación.
Sin embargo, decidieron pactar una tregua y dejar de lado sus diferencias, al menos durante un tiempo. Habían decidido anteponer a la familia, y lo demás dejarlo apartado, de forma temporal, hasta que ellos levantasen cabeza.
Gracias a la intervención de Gustavo, el marido de Rosario, a Juan consiguieron volver a escolarizarlo, pero no en un pobre colegio de barrio bajo, como estaba anteriormente; sino en uno de los mejores colegios de toda la comunidad. Para él, el cambio fue duro al principio, pero no tardó en adaptarse a las nuevas instalaciones, a los nuevos docentes y a sus nuevos compañeros, los cuales ya conocían que era sobrino de un jefazo de la Embajada de Argentina en Madrid, y lo trataban realmente bien. A él no le terminó de gustar el trato que recibía por parte de sus compañeros, ni tampoco de sus profesores, pero, después de lo mal que lo había estado pasando esas últimas semanas, no pensaba ponerle ni una pega a todo aquello.
Por otro lado, Manuel, que era como se llamaba el padre de Juan, comenzó a pintar cuadros, su verdadera pasión, y para la cual tenía formación. Sin embargo, es del todo conocido que no todos nos podemos dedicar a lo que realmente nos gusta, o para lo que hemos estudiado; sin embargo, Gustavo movió unos hilos aquí, otros hilos allá, para conseguir que estuviese presente en una exposición, consiguió que algunos de sus cuadros fuesen a parar a galerías… Todo ello le proporcionó algo de sustento económico, y, pese a que no le llegaba aún como para mudarse junto a su hijo, empezó a depender menos de su hermana y su marido, a los que les agradecía su hospitalidad.
Todo parecía perfecto, pero era evidente que aquí había gato encerrado. Las personas no actuamos de buena voluntad porque sí, sino porque estamos buscando ganar algo a cambio; o, también podría ser, porque estamos tratando de arreglar una situación, algo donde alguna vez metimos la pata. Eso era lo que Manuel pensaba, y estaba decidido a llegar hasta el final en ese asunto. Así que decidió hablar con su hermana, convencido de que le sonsacaría qué había bajo tanta hospitalidad y buenas formas:
––¿Qué estáis tramando, Rosario? ––dijo él. Ella no se esperaba esas formas, ni sabía muy bien a qué venía todo aquello.
––¿De qué coño estás hablando?
––No te hagas la loca conmigo, Rosario, que te conozco de sobra. ¿A qué viene tanta hospitalidad, así de repente? Antes de lo de mi mujer llevábamos años sin vernos, apenas hablábamos.
––¿Me estás culpando a mí de sacarte de la calle, donde estabas matando a tu hijo de hambre y frío? Eres un jodido desagradecido, cabrón.
––¿Lo ves? Ya empieza a salir tu verdadero yo. No lo reprimas, querida hermana, y dime qué coño os traéis entre manos tu marido y tú. ¿Queréis que Juan y yo seamos monos de feria, otra historia más para venderle a la prensa?
––No queremos venderle nada a nadie, imbécil. Lo hicimos porque somos familia, y porque sería lo que habría querido papá.
––¿Qué sabrás tú lo que quería? ––dijo, subiendo de manera considerable el tono––. ¿Acaso él querría que yo tuviese que vivir de vuestra caridad, de la tuya y de la de tu marido ricachón? ¿Acaso él habría querido que te quedases con toda su herencia, sin dejarme ni siquiera las migajas? Mientras tú te hacías aún más rica, mi mujer trabajaba día y noche; y yo lo pasaba canutas en el hospital. ¿Me vas a decir ahora qué coño os traéis entre manos?
––¡Gustavo folló con tu mujer! ––a Manuel se le iba a caer el corazón––. ¿Estás ahora contento de saber la verdad, desgraciado? Él no sabía la chica a la que le habían traído aquella noche, y no lo supo hasta que los fotógrafos, que ella misma había contratado, le enseñaron las fotos. La zorra de tu mujer estaba decidida a usarlas en nuestra contra, a menos que os prestásemos nuestra ayuda después de su muerte.

María está casada con el hijo de un asesino.