Resumen
Un hotel turístico organiza visitas y actividades para sus clientes. En esta ocasión se visitan unas cuevas prehistóricas. Un viaje corto y trivial en apariencia, que sin embargo se convertirá en eterno para los protagonistas por un giro definitivo con el que no contaban.
Relato
Luz en la caverna
A César le gustaba viajar como a pocos. Viajaba siempre con todo, con todas las consecuencias. Daba igual el medio, ya podía ir en un vuelo transatlántico, en tren o subido a un autobús para un trayecto corto como este, que su alineación con el viaje era, en esencia, la misma.
César se acomodó en el asiento y arrancó su sistema límbico con el motor. El autocar turístico estaba poco concurrido; tampoco cabía esperar otra cosa, dado lo poco comercial de la fecha y del tiempo. Aquel invierno se había alargado de más, postergando la siempre celebrada primavera. Junto a César, pero del otro lado del pasillo, se había sentado una mujer con un niño. Era rubia del tipo nórdico, y el niño, achinado e inquieto, parecía feliz bajo su tutela. La mujer le hablaba en un inglés no nativo, emparentado con el que podría hablar César. El niño no tendría más de siete u ocho años, pero ya apuntaba hechuras de viajero. Iba muy pendiente de todo lo que veía por la ventanilla, señalando interrogativamente esto y aquello con lo agitación propia de su edad. La mujer no daba abasto a responder cosas que ni sabía, pero improvisaba con paciencia y sosiego. Una madre, a todos los efectos.
Al cabo de un rato y algunas sonrisas, César se animó a aportar respuestas y explicaciones sencillas en el abreviativo inglés que manejaba. Él ya había visitado la comarca antes y conocía los pueblos y lugares de interés. También había estado cerca del asentamiento prehistórico que propiciaba la excursión de hoy pero sin llegar a entrar. De aquella vez recordaba las cuevas cerradas al público por algún mantenimiento, y también los accesos estrechados por las obras. En cambio, hoy lo visitaría seguro por ser agua pasada aquellos inconvenientes. La actividad ofertada en el hotel era una excursión apta y adaptable para todos los públicos y edades, con la visita a las cuevas opcional hasta el mismo momento de volver. Podía elegirse o no la visita guiada, y hacer la última parte del camino a pie o en autocar; o bien contratar solo el traslado, dejando todo el tiempo libre para emplearlo cada cual a su gusto. Como buen amante de la libertad y de la naturaleza, César había elegido paseo libre y visitar las cuevas también por libre. Lo mismo que la mujer con el niño. Fueron los únicos que eligieron caminar, y era lógico. Los otros ocupantes del autocar, un grupo de franceses o belgas de la tercera edad en viaje de recreo termal, llevaban ya mucha andadura en sus vidas.
El autocar dejó a César, a la mujer y al niño al inicio del sendero. Luego prosiguió hasta el enclave arqueológico con el resto del pasaje. Los jubilados francoparlantes habían nacido antes y llegarían antes también. Se tomarían la jornada con calma, visitando las cuevas primero y aguardando luego el regreso tranquilamente en la cafetería del recinto. César supuso que él haría otro tanto en su lugar, que lo hará en su momento, de darse ese incierto futuro de edad avanzada y posibilidades viajeras. Pero lo que haría o dejaría de hacer era, en todo caso, algo imposible de saber ahora, así que mejor vivir el viaje presente.
Ahora mismo tenía un camino por delante. Un paseo hasta el mismo génesis de la historia humana en aquel punto del orbe. No era una senda baladí, por tanto. César se puso en marcha, seguido a poca distancia por la mujer y el niño. El camino estaba bien acondicionado y exento de dificultad, poco más de tres kilómetros en llano por una pista de tierra marcada con troncos a modo de baranda. El aire de la mañana era tan limpio que transparentaba un paisaje prístino y reluciente, como recién estrenado con el mundo. Todo alrededor desprendía naturaleza elemental. Había roquedales calizos y vetas verdes entre laderas de piedra, sinuosos cinturones de esquisto y espinela, regueros de tierra almagrada con despuntes de brezos y lentiscos. En algunos tramos umbríos la senda aparecía glaseada de escarcha por los márgenes, motivando palabras alusivas al frío en los tres caminantes. Al niño su madre adoptiva lo había abrigado con bufanda, guantes y gorro que le daban un aspecto de muñeco de nieve bronceada. Una buena prevención porque frío hacía bastante todavía, por la hora temprana y por el invierno tardío. César buscó en su mochila una gorra que llevaba y se la puso. El niño le sonrió. Ya tenían ambos las cabezas abrigadas. César lo miró con un guiño de aprobación. Ambos parecían más niños ahora, con aquella complicidad espontánea que solo se da entre viajeros, tengan la edad que tengan. Caminaron sin apresurarse, recreándose en la naturaleza viva del entorno, todo un extra para su excursión. Las vistas eran de lujo alrededor de la pista. Campo adentro florecían los almendros como una nieve rosada y tibia que suavizaba las agruras pedregosas del paraje. También había cerezos que ya no tardarían en retoñar, y un arroyuelo melodioso con barbos y ranas a los que el niño se empeñó en ver de cerca, abriendo mucho sus vivaces ojos rasgados; y también su mente, aunque tardaría en saberlo. Aquel alto en el camino fue una pincelada de vida en la mañana de invierno. Incluso pudieron ver a una ardilla trepando por los pinares alfombrados de barrujo. Tomaron algunas fotos, si bien César hubiera preferido tomar algún fruto para dárselo al niño; o recoger una flor silvestre que regalarle a la mujer en un galanteo comedido y trivial. Pero no le fue posible; lástima de primavera aplazada por aquel invierno excesivo.
En un recodo de la senda escucharon el canto dulce de un manantial. Se desviaron momentáneamente para ubicarlo. Quedaba accesible, contorneado de vegetación y de neblina. Se acercaron más. El manantial estaba encañado y marcado como potable por una señal. El agua manaba desde la sierra y corría tan fresca que invitaba a beber hasta sin sed. Un agua irrechazable y deleitosa para los tres. El niño señaló otra marca en uno de los peñascos bajo el caño. Esta, a diferencia del letrero de potabilidad, parecía extraoficial. Un grabado irregular en la piedra, como realizado a punzón por la mano de un artista espontáneo. Bull, nombró la mujer, quizá porque estaban en España, en la España de tópicos y souvenirs para turistas. Y estaba bien la definición para simplificarle al niño la imagen. A César, sin embargo, el grabado le recordó más a un bisonte que a un toro. Retornaron a la senda y un trecho adelante, visible ya la atracción de las cuevas entre los pinos, volvieron a encontrarse con agua. Un grifo de botón incrustado en cemento para enjuagar enseres de comidas campestres. Porque detrás se habían colocado algunas mesas y bancos de madera sin desbastar. Había también dos parrillas acotadas con mampostería. Agua, madera, hierro, piedra y fuego donde asar la comida; distintas edades, la vida primordial a partir del líquido elemento.
Cuando llegaron a la explanada turística vieron su autocar aparcado en solitario frente a la tienda de recuerdos y la cafetería donde ya estaría descansando el grupo de jubilados. No había nadie a la vista ni tampoco otros vehículos. Todo se veía en calma, una calma modélica, casi reverencial. Era como si la modernidad se hubiese retirado a un segundo plano para sublimar la antigüedad venerable del lugar. Los recién llegados se dirigieron a las taquillas y compraron las entradas. Les dieron también folletos explicativos en distintos idiomas sobre las cuevas y las pinturas rupestres descubiertas en su interior.
Un halo de luz velada y recogimiento aguardaba tras el pórtico de aquel museo natural. La mujer tomó al niño de la mano y siguieron a César por una estrecha escalinata con los peldaños balizados de luces. Bajar al siguiente nivel era como adentrarse en una oculta dimensión de piedra y de sombras. Tardaron un poco en aclimatarse a la penumbra y al silencio resonante de la gruta. Parecían estar los tres solos en el subsuelo, unidos por el azar, la caminata y la renuncia a ver guiada su visita. Ante ellos se abría un amplio corredor flanqueado de luz tenue. Una iluminación que más parecía de antorchas que de electricidad. A ellos tres aquella atmósfera les activó el instinto gregario y agruparon sus pasos. El trazado y los recovecos de la cueva recordaban una mina gigantesca. Se veían colmillos minerales abiertos como fauces en la negrura, estalactitas y estalagmitas afiladas dentando las paredes con precipitados de piedra prehistórica. Letreros iluminados informaban sobre las sucesivas salas, denominadas por analogía con las formaciones calcáreas de fantasía que albergaban. En su conjunto las cuevas remitían a una osamenta pétrea en letargo. La mole de piedra horadada fosforecía a la luz ambarina de focos y paneles informativos. Era como transitar el interior fosilizado de la Prehistoria. Seguía sin verse a nadie por ninguna de las grutas. Tampoco se oía nada, salvo la propia respiración y la mesura de los pasos sobre el suelo cavernoso afirmado por milenios. Atravesaron las galerías un poco sobrecogidos, sin hablar. Hasta el niño había dejado de preguntar. Ninguno de los paneles lo advertía, pero su ser humano percibía de algún modo los sustratos de la Historia y la luz primigenia del mundo. Y eso más que asustar, fascinaba.
Y en algún punto de aquel planeta subterráneo, a una inmemorial escala telúrica, sobrevino un vibrante fulgor de relámpago. Fue como si un mastodóntico flash de magnesio se disparase para tomar por sorpresa una fotografía de familia. César se estremeció hasta los mismos genes de los orígenes. Casi podía sentir reproducidos dentro de sí los remotos seísmos que abrieron en la tierra camino y abrigo para la humanidad. Por un instante llegó a sentirse viajero en una vorágine de eternidad, a retroceder hasta la vida cavernaria de los primeros caminantes sobre dos pies. La cueva, así, recordaría a una nave que transportase a un difuso punto de partida universal. El alumbramiento de aquella mujer y aquel niño de otros rasgos y raíz compartida partía de lo mismo también. El agua, fuente de todas las vidas, volvía a filtrarse, a correr, a excavar y modelar piedras, pasadizos y refugios habitables de santuarios prehistóricos. Y allí, en un espejo de agua remansada sobre lecho calizo, se vio César reflejado tal cual fue en los albores de la especie. Ante sus propios ojos incrédulos se contempló de muy lejos, antes de las razas y de los cultivos. Cubierto tan solo con su pelambre, precursor del homo sapiens, tiznado con el atavismo de la hoguera y la caverna. Petrificado al reconocerse también en el espejo de las paredes de piedra, en su más antiguo retrato de familia pintado con el arte de los ancestros…
César comprendió que aquel había sido el viaje más largo y más veloz de su vida, a pesar de viajar muy pocos kilómetros. Más que por el espacio fue un viaje por el tiempo, y en dirección contraria, en una marcha atrás inusitada. Podía decirse que había vuelto a casa antes de lo previsto, aunque nunca hubiera imaginado la naturaleza del viaje de vuelta. Como tampoco había imaginado encontrar su casa así, caldeada por el primer fuego y más hogar que nunca en la noche de los tiempos humanos. Mareaba los sentidos y el juicio volver tan deprisa, volver antes incluso de la palabra volver, mucho antes: antes de que naciesen el lenguaje, la rueda o los mapas.
Al volverse para mirar tras de sí, el hombre que un día será César vio que le hablaban los ojos glaciales de la mujer. Estaba con el niño en brazos, junto a la hoguera, diciendo que ahora que tocaba a su fin el invierno podría conseguirse más comida afuera. Cazar en las praderas, pescar en el río o recolectar de los árboles cercanos al agua de las montañas. Como humanos que eran, tenían por delante un camino arduo y milenario y había que coger fuerzas para recorrerlo.