Resumen
Tres hermanas reciben la herencia de su padre sin equidad. Se separan, pero prometen reunirse dentro de una década. Llegado el día se reencuentran, visitan la tumba del padre y se comentan sus vidas. Comprenden que la felicidad está más allá de la riqueza.
Relato
LA TERCERA PROMESA
Un octogenario viudo. Tres hijas lozanas y adorables. Flor, la mayor. Brisa, la segunda. Serena, la menor. El hombre había trabajado duro desde muy chico. Saboreaba la familia, la casa, el campo, el automóvil…
Tomó conciencia de que solo le restaban pocos años de vida. Escribió el testamento para cada una de las herederas. Lo ubicó en un sobre. Lo encerró en una bolsa compacta. La ocultó en una baldosa floja. Debajo de la cama.
La salud, ya dañada, se quebrantó. Con una voz endeble, las reunió. Les confesó que había distribuido los bienes entre ellas. Y dónde había preservado el legado. Les hizo prometer tres cosas. En primer lugar, solo podrían abrir el envoltorio cuando él no estuviera en este mundo. En segundo término, no podrían manifestar discrepancia ante la disposición. Por último, a los diez años del fallecimiento, juntas deberían visitar la tumba.
El viejo expiró. Las muchachas lo lloraron, agobiadas. A los pocos días abrieron el sobre, expectantes.
Flor se deleitaba con la naturaleza. Se benefició con el campo, inmenso y de gran fertilidad. Brisa veneraba la libertad. Heredó el auto. Amplio. Casi nuevo. Serena, sosegada, sedentaria… Recibió la casa.
Las tres se miraron, turbadas. El reparto no había sido ecuánime. Tuvieron presente el juramento de no reclamar nada.
Flor abandonó la casa familiar. Fue al campo. Levantó una choza. Frágil y pequeña. Bajo unos árboles. Visitó a los campesinos vecinos. Le brindaron ayuda y consejos para el trabajo rural. Pronto aprendió las tareas más rudas. Trabajaba, incansable, de sol a sol. Fue contratando empleados. Obtenía cosechas cada vez más copiosas. Mandó a construir una vivienda pequeña. Con el tiempo, la optimizó y expandió.
Transitaban los años. Las riquezas iban en aumento. Compraba parcelas a los vecinos. La avidez de más tierras y dinero, inagotable. La única compañía, los empleados. Nunca conoció el amor de un hombre.
Por su parte, Brisa, acongojada. Había obtenido la parte menos provechosa. Dispuso las pocas pertenencias en el automóvil. Marchó en busca de ignoradas experiencias.
Exploró interesantes lugares. Conoció incontables personas. Unas, virtuosas. Otras, maliciosas. En ocasiones, padeció enormes carencias. Materiales y afectivas. Ejecutó trabajos de todo tipo para sobrevivir. Jamás renegó del destino.
Se enamoró tres veces. Individuos que no supieron estimarla. Desaparecieron. En total, le regalaron siete hijos. Espléndidos, fuertes. La amaban y la apoyaban.
Serena, satisfecha al convertirse en la dueña de la casa paterna. Confortable. Espaciosa. No tenía que preocuparse en dónde iba a vivir. Sí debía pensar cómo sobreviviría.
Ofreció en alquiler una parte de la vivienda. Se arreglaría con poco espacio. Con el dinero que colectaba, emplazó un reducido almacén de alimentos. El único por la zona. Apiñó una pequeña fortuna. Reformó y expandió el local comercial. Las ganancias, cada vez más significativas.
Pesado proceso de coraje y crecimiento. Frecuentó a un muchacho. Guapo, íntegro, emprendedor. Se enamoraron. Contrajeron matrimonio. Tuvieron tres hijos. Ventura compartida. En parte, opacada por el incremento territorial de la hermana mayor. Esta había adquirido las tierras ubicadas alrededor de la propiedad de Serena. Le quitaba toda posibilidad de ingresar, salir y comerciar con los vecinos.
Serena intentó persuadir a Flor de esta deslealtad. Solo logró que le vendiera una delgada franja de tierra. Esta otorgaba una salida por un importe excesivo. Lo pagó con importantes privaciones a lo largo de varios años.
Brisa nunca había relegado la tercera promesa. Regresó al hogar paterno. Unos días antes de cumplirse una década del deceso. En el mismo auto. Desvencijado por los años de uso. Henchido de humildes regalos. Recuerdos de viajes. La algarabía de los hijos.
Gimió de emoción al evocar la casa natal. Se impresionó ante la transformación. Las hermanas tampoco habían dejado atrás dicho juramento. Las estrechó con sentido afecto. Les presentó, eufórica, a la nutrida descendencia.
Flor llevó a los parientes a recorrer las propiedades. Relucía el orden, el tesón, el lujo, el buen gusto. Brisa le preguntó si había formado la propia familia. La primogénita, mustia, le respondió que las actividades rurales ocupaban todo el tiempo. No le habían permitido pensar en el amor de pareja.
Volvieron a la casa de Serena. Ella les presentó al esposo y los hijos. Las hermanas se complacían por la encantadora familia que la menor había edificado.
Ensalzaron el reencuentro con manjares y bebidas. Brisa narraba inagotables anécdotas. Logros y tropiezos. Aseguró que no se arrepentía de lo que había vivido. Abrigaba satisfacción. Sobre todo, por el amor incondicional de los hijos.
Las tres hermanas se acercaron a la tumba del padre. Se estrecharon y lagrimearon. Emocionadas y unidas. Como cuando eran niñas. Se preguntaron, intrigadas, por qué él les había hecho prometer la reunión.
Flor expresó que no dudaba de la sabiduría del anciano. Enunció su hipótesis. Él había querido que evaluaran, por sí mismas, si el reparto de la herencia había sido equitativo. Según los atributos de cada una. Y si habían sabido aprovecharla.
Reconoció que ella había recibido, por lejos, la mejor parte. La había multiplicado en forma cuantiosa. Se sentía sola, vacía, mezquina. Había llegado el momento de subsanar el daño. Invitó a Brisa y a los hijos a compartir la mansión. Para siempre. Fraccionó la tercera parte de las tierras en diez lotes. Obsequió uno a cada uno de los diez sobrinos. Con el fin de que los trabajaran. Y gozaran de una vida independiente y confortable.
Las hermanas, aturdidas por el gesto. No se decidían a aceptar el regalo. Las convencieron los rostros expectantes y encandilados de los chicos. Y la obstinación de Flor.
Dialogaron largo rato. Solo las tres mujeres. Reflexionaron acerca de la auténtica herencia paterna. La enseñanza que les había proporcionado:
la felicidad es más valiosa que la mayor de las riquezas;
la felicidad está al alcance de la mano;
la felicidad y el amor son la misma cosa.
Karen