
Resumen
EN CLAVE METAFÓRICA, HABLA DE COMO A VECES VIVIMOS VIDAS RUTINARIAS Y CONFORMISTAS, SIN APENAS SER NI CONSCIENTES DE ELLO, RENUNCIANDO A SER FELICES, Y DE REPENTE EL AMOR NOS SACUDE Y NOS HACE SENTIRNOS "VIVOS".
Relato
LOS MUERTOS
I. Cualquier día, cualquier mes.
Nadie decide vivir en un ataúd de forma consciente. Por mi parte, tardé mucho tiempo en advertir que estaba muerta. Mi ataúd era tan confortable, que ni siquiera parecía un féretro: espacioso, de madera noble y acolchado en raso. El cementerio donde se ubicaba mi tumba era también soberbio: vistas al mar y al campo de golf, flores por doquier, aire puro y tranquilidad absoluta. ¿Cómo iba a saber que estaba muerta, con semejante panorama? Además, si algo caracteriza a los muertos es su conformismo: a los muertos todo les parece bien.
En mi caso, los acontecimientos se precipitaron -como no- en un cementerio. Concretamente en el funeral de Doña María Matilde Céspedes, mi suegra.
Recuerdo que tras pasar toda la noche en vela acompañando a mi marido en el tanatorio, regresé sola al ataúd donde habitaba. Quería asearme y disfrazarme de compungida nuera, envolviéndome en un negro profundo que trasluciera una pena que en absoluto sentía. Al regresar, advertí que no recordaba en cuál de las diez capillas del cementerio se iba a oficiar la misa, y como el panel de información se hallaba cerca, me dirigí hacia allí y leí:
“Doña María Matilde Céspedes Ávila, Tanatosala nº 4, Sala de Ceremonias nº 7, hora 10.30”
En lugar de darme por satisfecha, una morbosa curiosidad me hizo hurgar en los restantes nombres y apellidos. Supongo que, cuando uno lee cualquier lista, lo guía el inconsciente propósito de encontrar en ella a alguien que conoce, pero si se trata de un censo de muertos, esta forma de proceder no tiene mucho sentido. Aun así, no pude evitarla, y contra todo pronóstico, allí, en la novena línea (María Matilde ocupaba la cuarta) descubrí otro nombre que me resultaba familiar. Tan cercano, en realidad, que de todos los nombres de este mundo era el último que hubiera deseado encontrar.
Volví a leer:
“Don Alfonso Escolá Berni, Tanatosala nº 12, Sala de Ceremonias nº 8, hora 10.30”
El corazón me dio un vuelco. Me refiero a esa clase de vuelco impensable para un muerto. Con la visión borrosa leí aquel nombre infinidad de veces, tratando de averiguar dónde estaba el esperanzador fallo de tipografía. No sirvió de nada. Mareada, me senté en la acera, entre dos coches, y escondí mi cabeza entre las manos.
-¿Pero qué estás haciendo? -la apremiante voz de Tomás, mi marido, revoloteó como una mosca junto a mi cabeza -llevo un rato buscándote…
Me resultaba imposible dejar de llorar.
-Mamá no querría verte así- añadió.
-Claro, claro -asentí, admirándome de su alelamiento perpetuo, de su ingenuidad sin fisuras, de su simpleza inverosímil. El manso Tomás vivía sumido en la pereza antropológica más desesperante. Sin el menor interés en la observación de sus semejantes, nunca se enteraba de nada.
Llegamos a la capilla y como suponía, estaba atestada de gente. Mi suegra gozaba del aprecio de media ciudad, porque hacerme la vida imposible, carcomida por unos celos que Tomás era incapaz de apreciar, o gobernar de forma implacable la vida de su hijo, tan pusilánime como dependiente, nunca le restó un ápice de energía para volcarse en los demás.
Yo no quería estar allí y fantaseaba con la idea de traspasar la pared e infiltrarme en la capilla contigua para presenciar el funeral de mi querido Alfonso. ¿Pero qué excusa podía alegar? Devorada por la ansiedad, no se me ocurría ningún motivo acuciante para abandonar el funeral de mi suegra. Comenzó a faltarme el aire, hasta tal punto, que si hubiera estado amordazada y atada, dentro del maletero de un coche, me hubiera sentido más libre.
Casi a punto de acabar la misa, tuve una idea. Y empecé a toser. Una tos forzada, escandalosa y sobrenatural que ahogaba las palabras del sacerdote y concentraba en mí, aún más, decenas de miradas relamidas.
-Salgo un segundo-susurré al oído de Tomás.
Y así, como una enferma de tuberculosis en fase terminal, dejé aquella mazmorra de convencionalismos y me adentré, sigilosa, en la Capilla contigua, la número 8.
II. Tres años atrás
En aquel tiempo yo pasaba muchas horas dentro de la caja de madera. Sentía una terca pereza a todas horas, un abandono indolente de mí misma que me empujaba, curiosamente, a no moverme. Relajada como un cisne en un estanque, si me animaba a salir era por airear a Toby, mi perro. Se trataba de un caniche travieso, que sin embargo hizo buenas migas con Thor, el perro de Alfonso, enorme y de andar pausado.
Nos presentó Sonsoles Ferré, una amiga común, que paseaba a menudo sin necesidad de un perro que la acompañara. Sonsoles era la madre perpetua de una niña de trece años que había sido incapaz de sobrevivir a una repentina y fulminante leucemia. Estaba, por tanto, mucho más muerta que nosotros, y aunque hablaba poco, conocía a todo el mundo.
Después de haber sido presentados, Alfonso y yo empezamos a coincidir a menudo, y poco a poco, mientras los animales correteaban por aquí y por allá, nos fuimos conociendo. Alfonso era economista, y había obtenido, por oposición, una plaza en Correos. “Un puesto de mucha responsabilidad”, me aclaró, empecinado en dejar claro su estatus. Por lo demás, era viudo, se sentía solo, y en cierto modo, se consideraba un “adicto al trabajo”. Su única hija, Maribel, vivía en Madrid. La añoraba, echaba en falta unos nietos que no llegaban, y, en resumidas cuentas, no se consideraba un hombre feliz.
Por mi parte, yo no fui tan honesta, y silencié todo aquello que enturbiaba la nitidez de la postal en que se había convertido mi vida. Como los políticos, maquillé datos y cifras, retorcí la realidad, abusé de la propaganda, y me encaramé a la cima del más absoluto populismo, refiriéndome a Tomás, sin mentir, como “el más apuesto y leal de los maridos”. Omití, sin embargo, que era “un señor que vivía en su mundo y con el que jamás había tenido complicidad de ninguna clase”. Lo que nos mantenía unidos, me jacté, era el “sentimiento profundo y reconfortante de un compromiso total”. Nada dije, en cambio, de nuestra punzante obsesión "por el bien de los hijos"; En nuestro entorno, proyectar una imagen idílica de “familia feliz” era casi tan importante como serlo, pero Alfonso, al ser viudo, podía permitirse el lujo de estar triste. Yo no. El hecho inconfesable de que Tomás y yo lleváramos cinco años durmiendo en habitaciones separadas, como si un virus letal nos impidiera tocarnos, lo omití también.
Pero Alfonso, a diferencia de Tomás, no vivía sumido en la pereza antropológica más desesperante, y la observación de sus semejantes se le daba de fábula. De modo que acabó por descubrir la impostura. Yo tenía, dijo, “una tristeza abismal en la mirada”, irreconciliable con la fabulosa historia que me contaba cada día a mi misma y a todo aquel que la quisiera escuchar. Era el momento del ocaso, y mientras él me apartaba el pelo de la cara con un gesto decidido -y a la vez cargado de una ternura insoportable- yo comencé a llorar. Hacía demasiado tiempo que nadie me acariciaba. “Creo que sé porque estas muerta”, afirmó, secándome las lágrimas con toda la delicadeza del mundo recubriendo su mano poderosa.
Desde ese día, nos citamos cada mañana para desayunar en la cafetería del cementerio. Además, comenzó a reglarme flores con frecuencia. Mezclaba con exquisita audacia texturas y colores. Gladiolos, orquídeas, lirios, zinnias, rosas, crisantemos, pensamientos o dalias…cada ramo resultaba siempre más hermoso que el anterior. Observé que bajo el barniz del severo funcionario, latía un verdadero artista. Su vocación fallida, la pintura, hallaba un reflejo innegable en mi pasión por la escritura. Le confesé que tenía cientos de folios, como palomas muertas, dormitando en cajones-jaula. Y al final, sucedió lo inevitable: nos reconocimos como iguales.
Hasta ese día, extramuros del camposanto no había habido nada que hubiera reclamado nuestro interés, pero de repente el cementerio apareció ante nuestros ojos como lo que era en realidad: un lugar mortalmente aburrido. Y nos atrevimos a saltar las tapias.
Al principio volvíamos enseguida, como si un guardián encaramado a una torre nos amenazara con un fusil. Pero con el tiempo aprendimos a ignorar a aquel centinela que solo vivía en nuestra imaginación. La gente, por supuesto, empezó a murmurar: los muertos no hacen amigos. No se divierten. Y sobre todo, no sienten curiosidad. Viejos esclavos del "qué dirán" nos sorprendió una recién estrenada indiferencia. “Me da igual lo que digan”, sentenciaba Alfonso, alejándose cada vez más. “Y a mí también”, replicaba yo, siguiéndolo.
Y volvió a ocurrir lo inevitable: nos perdimos.
-El mundo es muy grande. ¡Olvidémonos del cementerio! Dormiremos al raso, en los parques, bajo las estrellas… -propuso Alfonso.
Oírlo hablar de esa forma me aterró. Era como volver a ser joven, inexperta… suicida. Mi ataúd era tan amplio, tan confortable, tan lujoso…
-Nos cansaríamos de vagar por las calles-repliqué, nerviosa- y de improvisar un futuro... Volveríamos a echar el ancla…en cualquier parte… y de nuevo nos aplastaría la rutina. Sería como estar en otro ataúd, y esta vez más modesto…
Me sorprendió mi propia voz, fría y dura como una lápida.
Sin dejarlo responder, paré un taxi y me subí a él.
-Al cementerio…-musité, esquivando los ojos de Alfonso, cristalinos como aquella ventana tras la cual empezaba a menguar.
Después de aquel día no volvimos a desayunar juntos. No hubo más ramos de flores. A veces pregunté por él a los jardineros del cementerio, pretextando que Toby echaba de menos a Thor. Al parecer, ya no salía de su ataúd para nada. Y aunque durante meses batallé con el deseo de ir a visitarlo, logré siempre que se impusiera el sentido común.
Y es que los muertos desconocemos la vehemencia y controlamos los impulsos.
La locura es patrimonio exclusivo de los vivos.
III. Tres años después, otra vez cualquier día, cualquier mes.
Salvo cuatro o cinco personas, nadie volvió el rostro hacia la puerta cuando la abrí y me coloqué, de pie, junto a la pared del fondo, desde donde divisaba, íntegro, el féretro de Alfonso, enterrado bajo un monte de coronas de flores. En ese instante, el sacerdote, tras asegurar que ya había cruzado el umbral de un lugar mucho más placentero que éste, decía:
-Si alguien quiere dedicarle unas últimas palabras, es el momento.
Todas las miradas se concentraron en Maribel, su hija, pero ésta permaneció tan inmóvil como el crucificado que pendía sobre el altar.
Entonces di un paso al frente y con decisión me dirigí al púlpito.
-En primer lugar-comencé, aclarando mi congoja- gracias a todos por estar aquí. Y en segundo lugar…
Guardé silencio. ¿Cómo iba a anunciar algo así? Además, ¿y si estaba equivocada?
El sacerdote carraspeó, animándome a continuar.
-…En segundo lugar -continué, temblando de la cabeza a los pies- creo que Alfonso no ha fallecido todavía. O no del todo. Sólo está muerto en vida, como yo… pero si alguien se atreviese a abrir ese ataúd, yo le diría a mi querido Alfonso…
El murmullo se volvió atronador de repente. El sacerdote, con gesto preocupado, vino hacia mí, pero yo abandoné rauda el púlpito, me acerqué al ataúd y retiré la tapa sin que nadie pudiera impedírmelo. Entonces dos hombres me sujetaron con fuerza, sacándome a rastras de allí.
Justo cuando Alfonso esbozaba una sonrisa y empezaba a incorporarse.
Él mismo me liberó de ellos, en el umbral de la capilla.
Ajenos al tumulto-gritos, lágrimas, desmayos- nos fundimos en un beso infinito.
-¿Pero qué haces? -la voz de Tomás, que había salido a buscarme, volvió a revolotear como una mosca junto a mi cabeza
Vivir-me limité a contestar.