Cócteles de Nubes


Autor: Van Cleef

Fecha publicación: 18/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

En muchas ocasiones, ese rato entre los tuyos, ya sean familiares o amigos, en el que disfrutas de lo agradable, de lo bello de la vida, queda en un limbo de generalidades, en un saco donde se introducen las irrelevancias; probablemente ese saco, ese cofre, sea el que contiene la verdadera razón de la existencia. Al final nos conforman tantas cosas, que sólo deberían permanecer los buenos momentos.

Relato

En el coche estaba el cofre, dentro del cofre los Sestercios. La cena en la estación no les había dejado las mismas sensaciones que otras veces. Era un día de diario, un 13 de octubre del 2023. Era el cumpleaños de ella, todo estaba tranquilo, incluso abatido, oscuro, con las hojas tiradas con total impunidad sobre el paseo central del pueblo, el cual, acostumbrado a estar siempre atestado de gente, afeaba al otoño su conducta atestada de hojas. La cena, por esta causa, les había dejado fríos, ni siquiera la celebración había conseguido desactivar esa impresión. Los camareros estaban con las lógicas ganas de irse. En fin, al menos la cena, sin ser gran cosa, sí había tenido en los entrantes un saliente, unas anchoas en aceite de oliva deliciosas. Estas anchoas, imaginaban, habían sido las culpables de una noche con la boca pastosa.
Ella era filiforme, de piel serena y clara como su pelo, de sonrisa franca, de ojos claros, claro. Él no tenía definida su trayectoria; empezaba una nueva vida en la edad cercana a la jubilación, su aspecto era el típico de un hombre maduro que niega la mayor. Estaban casados, pero vivían una separación de consenso, tan lejana entre sí como atractiva, una separación encaminada a echar de menos al otro con la intención de sopesar, en la carencia, la relación de fuerzas entre el hastío y la añoranza. Él vivía en la montaña y ella en la costa. Cuando ella juntaba unos cuantos días de vacaciones le venía a ver. En esta ocasión, a los días de vacaciones, se sumaban el cumpleaños y la misteriosa inhumación de los Sestercios.
A la mañana, tras el desayuno y comprobar que no nevaba, cogieron al perro y salieron hacia Aigüestortes. El Parque estaba cerca, al norte. Tras dejar el coche en el aparcamiento del lago, él cogió el cofre y la pala, ella su mochila y soltó al perro. Estaba nublado, pero la temperatura era tan agradable como la nieve en polvo. Sobre la línea del horizonte se podían contar hasta tres grandes reactores rumbo al colmo. Las últimas ventiscas habían creado neveros junto a los que se podía ver el boquear de la hierba. Los caminos eran los propios del Parque Nacional, como la hierba propicia para echar a correr. Mientras ellos corrían ella tiraba fotos. Al oeste un peñasco bostezaba un cortado, al tiempo soltaban sus impresiones las rapaces, latigueaban los pájaros pintos, ponderaban las ardillas —asertos—. Berilión era rápido, su velocidad daba el contrapunto a la cadencia. En la hierba quedaban el cofre y la impresión, todo era tan normal que únicamente el cofre, metálico, alteraba la paleta. Sin demasiado esfuerzo fueron rodeando el San Mauricio, recorriendo el camino, componiendo la típica escena placentera, con Berilión desempeñando con creces su cometido dulcificante y jovial. El Parque estaba vacío, sólo, yéndose, se podían ver, por donde era posible, dos longevos ciclistas con maillots verdes. Había pasarelas de madera, tablas que interpretaban, al pasar, la sinfonía de lo bello. La vista, cuando se zafaba del cortejo de la naturaleza, se alejaba a una velocidad vertiginosa inventando yetis. Alejados del estacionamiento del lago se sentaron en las orillas grises. Berilión, cansado, se detuvo. El cofre, depositado, destellaba. Ella, ahora acalorada, creaba posturas agradables. Él estaba sobre una roca, una roca con forma de ademán, mitad perseverancia, mitad abatimiento, tanto seca como mojada. El ruido no era diferente al de antes de Cristo, incluso la escasa nieve seguía con la obstinada reminiscencia de lo efímero. Ambos buscaban el lugar adecuado, ese lugar estaba cerca, pero dónde. No podía ser un terreno expuesto —aquí las distintas épocas llenan el Parque de fieles—, había que pensar en las condiciones atmosféricas, en las grandes borrascas, por supuesto en el típico viento, incluso en la traslación de los neveros, en posibles nuevos equipamientos o accesos. Si estaban aquí era, lógicamente, por la belleza y porque en un Parque Nacional se supone que las cosas se mantienen inalterables, que los cambios artificiales no llegarán a producirse. Tras una larga hora, hora de búsqueda, de intercambio de opiniones, de discusión, no acalorada, pero sí intensa, llegaron a la conclusión de que lo mejor era alejar el futuro yacimiento de las orillas y el trasiego. No era prudente situarlo cerca de las pasarelas ya que, naturalmente, algún día esas pasarelas tendrían que ser rehabilitadas o incluso remodeladas, con el consiguiente trabajo que podría sacar a la luz el cofre. La inhumación debía sustanciarse en tierra de nadie, a una distancia suficiente de los cauces como para soslayar una posible crecida de las aguas, en un espacio en el que la Exhumación procediera de una forma sencilla, privada, cómoda, sin la necesidad de tener que agenciarse una excavadora o una lumbalgia. Al final se decidieron por un cinturón de piornos agasajado por un viejo abedul, árbol que defendería el lugar de las perturbaciones. Anotaron las coordenadas exactas con el GPS, hicieron vídeos referenciales, incluso él se subió a la perseverancia de la roca y tomó una vista cenital; el yacimiento quedó así completamente ubicado.

—Ha llegado el día Rebeca, según las instrucciones la Exhumación debe ser el 13 de octubre del 2073, es decir, hoy, cuando se cumplen los cien años del nacimiento de la abuela. El notario ha sido taxativo, se mantendrá a una distancia prudencial, pero debe levantar acta, certificando que todo se desarrolla como está establecido. «Es preceptivo que —y leo literalmente las instrucciones— sea a la hora del piscolabis, en un día agradable. Si nieva o es un día intempestivo, debéis posponer la Exhumación».
—Tus abuelos fueron muy escrupulosos con la Exhumación de los Sestercios. Qué intriga cariño, de qué se tratará. ¿Estás nervioso, emocionado?
—Más bien intrigado, los abuelos eran muy especiales, vete a saber qué nos encontramos. Qué pena que no hayan podido venir los chicos.
—Ni tu madre..., pero no te preocupes, lo voy a transmitir todo en directo, de una forma u otra estaremos juntos.
Cincuenta años después el Parque seguía a lo suyo. Él cogió la mesa plegable, la nevera portátil y la pala, ella su mochila, las dos sillas plegables y soltó al perro. El vídeo referencial no se diferenciaba de lo que podían ver. Mostraba el lugar sin grandes diferencias, únicamente los árboles eran más frondosos y, algunos longevos visitantes iban en vainas, artefactos que no tenían ruedas y disponían de un sistema antigravedad que permitía desplazarse con solo la intención. Sobre la línea del horizonte tres grandes reactores inteligentes se preguntaban por su estela, por cima planeaban las rapaces, los pájaros pintos cruzaban en zigzag, un urogallo, encaramado al abedul, redoblaba molesto —abucheos—.
—No entiendo la hostilidad del pavo —dijo César.
—No se lo tengas en cuenta, será pose o arraigo —dijo Rebeca.
El GPS les situó en la vertical del yacimiento, las nubes estaban acumuladas por allá, hacía un fresco agradable, el día era bonito y azul, claro. Berilión VIII se tumbó a la sombra del abedul. No había nadie, sólo, por donde era posible, pasaban dos vainas con sus longevos pasajeros enfundados en maillots verdes. El notario, con prismáticos, levantaba acta desde un mirador cercano, el sonido era el mismo que después de Cristo.
—Espero que no lo enterraran demasiado —dijo César— La ubicación es buena, por aquí no transitan los fieles, y este árbol nos da ánimos.
Rebeca avisó a la familia y lanzó el directo, dejando el dispositivo en el aire con una configuración de movimiento autónomo. A través del dispositivo aéreo llegaba el aliento, tanto de los hijos de ambos como de la madre de él. Al cabo de veintiocho minutos César alcanzó el cofre, estaba a un metro de profundidad. Al exhumarlo, limpió con la mano la arena de la tapa: el cofre era metálico, de aluminio, estaba intacto, sin ningún oxido, era estanco. Berilión VIII se acercó a oler el artilugio y, con las mismas, regresó a un suspiro. César, con una llave que le había entregado el notario, abrió el cofre. En el interior se levantaban, en posición vertical, seis tercios, seis dosis del afamado Cóctel de Nubes del abuelo, inmaculadas, seis cápsulas divinas que al salir a la luz fueron obsequiadas por el dedo cordial de un rayo que recuperó su verde contenido. César manipulaba, pulcro, Rebeca acompañaba, respetuosa, los asistentes al directo aguantaban la respiración. De repente hizo acto de presencia el notario, entregó un sobre a César y volvió a alejarse. Eran las últimas voluntades:
«La Exhumación de los Sestercios trata de recrear un buen momento. Relajaos. Son mis Cócteles de Nubes, en este caso con solera, una exquisitez que a estas alturas será un incunable. Estarán intactas sus propiedades, coronada la madurez. Se encontrarán a doce grados, perfectos para consumir. Tomadlos de a poquitos, saboreando, sintiendo, pasando la esencia de un lado a otro de la boca, paladeando, alargando lo ingerido, la injerencia. Sed cuidosos. Este placer privilegiado —al que ni yo ni nadie hemos podido asistir por razones de tiempo, porque ni yo ni nadie ha tenido en su boca un Cóctel de Nubes tan reposado, tan extraordinario—, macerado en altura, escondido en un seno durante cincuenta años, ha de ser recibido sin impaciencia, con recogimiento. Debéis ser conscientes de, repito, el privilegio y, añado, la singularidad, lo irrepetible del acontecimiento, la perfección de la añada de las uvas que componen el elixir, uvas del valle del Panshir, en Afganistán. Se trata de recrear un buen momento, hablamos de placer: abríos, comprended el entorno, la delectación que vuestros abuelos os legan. Si sois más de seis, sacrificad a los sobrantes, habrá guerras por causas más bastardas. Seguid la línea sucesoria y el que venga detrás que arree. De la nevera sacad el piscolabis que habéis traído, las tapitas, a saber: aceitunas machacadas —de nuestro olivo, el olivo familiar—, patatas con alioli, gambas rojas que, como ya indiqué, deben llevar en su carne la congoja del hielo, anchoas y berberechos. Colocad la mesa y las sillas cerca de la orilla, las mínimas olas intentarán tocaros, no las rehuséis, son nuestras caricias. Relajaos, tomadlos, saboreadlos, sentidlos, abríos, disfrutadlos, sed felices».
Según César terminaba de leer, Berilión VIII salió corriendo, al fondo, por donde era posible, aparecieron los tres hijos, abrazados a la madre de César para, entre los seis, brindar por los abuelos y los buenos momentos.