LOA ABSURDOS


Autor: Diplodo

Fecha publicación: 24/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un hombre de familia ve payasos que lo siguen. Su preocupación aumenta cuando su hija también empieza a verlos. El hombre comprenderá que esos payasos representan algo que no anda bien en su interior.

Relato

Los absurdos
Diplodo

Camino de vuelta hacia su casa, luego de acabar la extenuante jornada laboral, Fernando pasó como siempre frente a su antiguo colegio. En este había vivido su infancia, la que no fue ni dulce ni agraz. Más bien, diríase que no tuvo mayor sobresalto alguno. Esa noche las estrellas podían contarse y la luz de la luna remataba las curvas de los árboles en la alameda que separaba las calles frente al colegio. Unos ruidos le detuvieron. Provenían del interior del establecimiento. Poseído por la curiosidad y la sospecha de que fuesen asaltantes, se arrimó a la puerta principal y observó a través de los huecos que había entre esta y el muro del patio. No se veía nada. Sin embargo, escuchó voces, más bien murmullos. Denotaban cansancio y pesadumbre. Podía sentir sus pasos en el cemento del colegio: calmos, tranquilos y lánguidos. Entonces, vio una silueta. Pasó rápido frente a la puerta. Era alguien corriendo. Fernando avanzó unos metros y hurgó en la muralla para ver si encontraba algún hueco donde mirar.
Por las noches, el establecimiento era un lugar frío que parecía estar abandonado. Ni siquiera dejaban algún encargado para su cuidado. Siempre reinaba el silencio. Esta vez fue distinto. Fernando encontró un hueco y miró por él. Vio algo que le enmudeció: un grupo de payasos, unos siete o diez, caminaban en el colegio, paseándose por todos sus rincones. Avanzaban y luego se detenían para observar algún punto por largo rato. Después, seguían caminando. Uno de ellos corría apenas creando alboroto. Fernando vio que lloraba. En realidad, todos los payasos estaban apesadumbrados. Uno subía las escaleras para llegar al segundo piso. Entró a una sala de clases. Se escuchó un grito terrible. El payaso plañía como un animal agonizante. Sus gorros de bufón con diversas puntas rematadas en cascabeles, de pronto eran mecidos por el viento provocando un sonido mustio que llegaba hasta Fernando como el anuncio del ocaso del día. Uno se sentó en las baldosas del pasillo contiguo al patio. Sus piernitas cortas colgaban como si bajo sus pies se cerniera el precipicio. Fernando cayó en la cuenta que ese hombrecito era más bajo que un enano. Había otro que medía al menos tres metros. Este, como si se castigase a sí mismo, se ponía de frente a la pared y ahí lloraba. Musitó algunas palabras. La pintura de su cara era arrastrada por las lágrimas que se deshacían en el suelo.
De súbito, taparon el hueco. Al principio, Fernando sólo vio negro. Luego, se echó para atrás: otro ojo respondía a su mirada. Era un ojo enorme, ataviado de angustia. Fernando tomó su maletín que había dejado en el suelo y caminó. Intentó olvidar el tema de los payasos. Debía regresar a su hogar y disfrutar a los suyos.
Cuando llegó, su familia ya estaba tomando once. Sólo faltaba el hijo. Había ido a una fiesta con unos amigos.
-Está grande José Luis- dijo María, la esposa, sobre su hijo.
-Tengo la sensación de que aún debo prepararle la mamadera.- exclamó Fernando sentándose a la mesa. Se quejó. Le dolían las piernas.
-¿Cómo eras tú cuando joven, papá?- preguntó su hija Florencia. La pequeña tenía once años.

Fernando se rascó la cabeza. Sonrió.
-¿Cuándo joven? Pero si yo soy joven todavía- reclamó en tono divertido- La juventud se lleva en el alma. El que tenga arrugas no significa nada. Mira, ¿crees que unos viejos harían esto?
Entonces, Fernando se acercó impulsivo hasta María y le dio un beso.
-¡Ay, Fernando! ¡Qué eres!- exclamó ella ruborizada.

La niña celebró dando aplausos. Luego, introspectiva, Florencia miró para los lados como si algo la preocupara.
-¿Pasa algo, hija?- le preguntó su padre.
-Es que tengo una duda- la niña detuvo sus ojos en él- ¿Cuál es la mejor época en la vida?

Los padres rieron entre sí. Se sentían orgullosos por tener una hija tan despierta e inteligente. Esta niña llegará lejos, se repetían siempre.
-Todas las épocas pueden ser las mejores- contestó María.
-Sí. Por eso debes ser una buena persona. Porque la gente buena disfruta su vida- agregó Fernando.
-Pero si tuvieras que elegir entre tu época del colegio y la del trabajo, ¿cuál elegirías?

La pregunta de la niña dejó atónito a Fernando. Miró hacia los lados. En la pared de su casa una leve grieta se abría paso subiendo como una serpiente o un rayo hasta el anaquel.
-Ninguna- dijo él causando sorpresa tanto en María como en Florencia- Porque fue en el instituto técnico donde me divertí más.

Entonces rió. María le dio un manotazo en un hombro.
-Pero, papá. ¿Qué pasa si…
-Hija, no preguntes más. Come. ¿Quieres disfrutar las distintas épocas de la vida? Entonces debes saber que hacerse muchas preguntas puede impedir disfrutar de lo que te rodea.

La niña calló.

Al día siguiente, Fernando se levantó. Observó a su esposa durmiendo. Le besó la frente. Se duchó. Tomó desayuno y partió. Pasó frente a su colegio de la infancia. Una auxiliar abría las puertas para que entraran los alumnos de la jornada en la mañana. Quiso acercarse a la mujer para decirle lo que había visto. Sin embargo, desistió. Sonrió para sí. Sólo era una tontería, un absurdo.
El trabajo en la empresa le demandó más de su voluntad y paciencia. Él era encargado de los planos y dibujos técnicos con los que los ingenieros se guiaban en la construcción de los departamentos. Gracias a ese trabajo aseguraba una educación de calidad para sus hijos y un nivel de vida cómodo. Uno de sus jefes le puso una mano sobre el hombro. Observó su trabajo con los planos. Le felicitó.
Al acabar la jornada, Fernando se fue a pie y pasó por un sector eriazo en donde había una fábrica sin funcionar. Se decía que la empresa había cedido sus derechos y las patentes a otras firmas lo que generó un colapso y la hizo quebrar. Los trabajadores hicieron una protesta, desesperados, porque se les reembolsase un finiquito. Sin embargo, según sabía él, hasta la hora nadie se había enterado en qué fue a terminar el asunto. Una piedrecilla golpeó su espalda. Se volteó asustado. Estaba anocheciendo. Se acercó a la entrada de la fábrica. Otra piedrecilla, esta vez en su cabeza. Se llevó una mano hasta ella y se la sobó.
-¿Quién es?- preguntó- ¿Quiénes son?
Detrás de unas máquinas oxidadas y en desuso, vio a dos payasos jugando con piedras. Las aventaban sobre unos tarros que habían puesto a la distancia. Lanzaban los proyectiles con desánimo. Parecían pensar en algo muy lejano. Fernando se acercó hasta ellos. Cuando estuvo a pocos metros, los payasos le observaron con desconfianza. Fernando siguió avanzando. Entonces los payasos se alejaron corriendo. Vio con cierta incomodidad que otro payaso, ubicado tras un poste de fierro, le observaba escondido asomando de vez en cuando la cabeza. Sus ojos eran de color rojo y flotaban sobre un rostro ovalado de color blanco con líneas azules. Fernando se llevó una mano al estómago. Sintió asco: la cabeza del payaso terminaba en un huso alargado a modo de cono. En él, la piel era grasienta y tenía marcas verrugosas. Se escuchó un llanto. Luego, una serie de sonidos metálicos, de pasos presurosos entremedio de los armazones y las máquinas.
-¡Ayuda!

Escuchó muy bien ese grito. Era una voz gutural. Quiso llamar a la policía. Su celular no tenía señal. Luego reflexionó: en realidad esos payasos no estaban haciendo nada malo. El lugar estaba abandonado. Decidió irse. Cuando lo hacía, vio que en el sector eriazo en donde sólo quedaba pasto seco y las ratas hurgaban en la basura que la gente iba ahí a arrojar, un payaso miraba el cielo. Se notaba tranquilo, con los brazos cruzados tras la espalda. Buscaba algo, y al no poder encontrarlo hacía una morisqueta llena de desprecio, odio y dolor. De inmediato, su rostro volvía a la calma.
Otro payaso apareció de pronto, al lado del que miraba las estrellas. Tenía piernas delgadísimas como un ave zancuda. Al ver a Fernando, se acercó corriendo hacia él, en unos movimientos chocantes. El payaso lloraba. Fernando también corrió y se alejó sin mirar ni una sola vez hacia atrás.
Cuando llegó a su hogar obvió toda referencia a lo que le había acontecido.
-Hola, papá. ¿Cómo te fue en el trabajo?- preguntó su hija.

Sólo se encontraba ella. El hijo aún no llegaba de la universidad y María estaba visitando a una vecina.
-Muy bien, hija. Gracias. Veo que tú pusiste la mesa. Muy bien. ¡Mira qué rico esto!
-¿No viste nada extraño hoy?

Miró a su hija con preocupación. Afuera, en el patio, un grillo emitía su melodía hipnotizando la noche. A lo lejos se escuchaban gritos plañideros.
-No. ¿Por qué preguntas eso?
-Porque de vuelta del colegio vi a unos payasos.

La niña untó la mermelada en el pan. Tomó un sorbo de té. Observaba entretenida la televisión. Fernando sintió miedo.
-¿Payasos? ¿Qué pueden tener de extraño unos payasos? ¿Los viste cerca de algún circo?
-No, papá. Los vi en los juegos de la plaza.

Fernando dejó de tomar té. También hizo a un lado su pan con mantequilla. En la televisión se estaba hablando de una guerra: heridos, muertos, intereses políticos, etc. Enseguida, se mostró una nota hecha en un centro comercial en donde cientos de personas pernoctaron para a primera hora comprar cosas con precios rebajados.
-Eran extraños porque estaban tristes. Y los payasos siempre ríen- contó Florencia- Uno estaba en el columpio sentado, los pies le colgaban. Miraba al suelo con una cara rara. Otro estaba solo en el balancín. Y uno más jugaba en la torre. O sea, no hacía nada. Estaba sujeto a los fierros.
-¿Estaban tristes?
-O a lo mejor a mí me parecieron tristes- contestó la niña.

Fernando la observó con un rostro agitado.
-Me acerqué a los payasos- dijo Florencia.
-¿Que qué hiciste?
-Les pregunté si podía jugar con ellos.
-¿Qué te dijeron?- Fernando se llevó una mano al pecho.
-No dijeron nada. Así que me fui.
-No debes hablar con extraños.

Florencia le contestó levantando sus brazos y dando una sonrisa ingenua.

Durante la semana, Fernando recibió una muy mala noticia. Uno de sus mejores amigos había fallecido por un paro cardiorrespiratorio. Fue algo fulminante. Fernando sintió mucha tristeza. Lloró bastante. Lo que más sentía era haber perdido el contacto con él, debido a que su tiempo lo absorbía el trabajo y la vida familiar. Le hubiera gustado hablar más seguido con su amigo. Pero no fue así.
En el cementerio se relegó al grupo de los últimos acompañantes de la procesión, formado generalmente por gente anónima que conocía al difunto pero no era parte de su círculo cercano. Cuando los hijos de su amigo dieron el discurso de despedida y se produjo el descenso del féretro, Fernando escuchó unas risas. Miró hacia los lados para ver quiénes eran los sin respeto. Sin embargo, las risas provenían de otro lugar. Se apartó del grupo. Fue a dar a las galerías de nichos. Entonces los vio: unos cinco o siete payasos jugaban corriendo de un lado a otro. Pateaban entre sí un pedazo de cráneo. De pronto, llegó a los pies de Fernando. Él temblaba. Los payasos, esta vez, sonreían. Le miraban curiosos. Al notar el miedo que le embargaba, lo apuntaron con su dedo y se mofaron de él. Fernando se dio la vuelta y corrió.
Al llegar a la salida del cementerio, se sentó en una banca en donde otras personas esperaban la siguiente procesión de un entierro. Una mujer que estaba a su lado le notó agitado y le pasó una botella con agua. Bebió con gusto.
-Muchas gracias, señora.
-De nada. Jorgito también siempre andaba corriendo para todas partes…

Fernando la observó con un gesto inquisitivo.
-¿Sabe cómo murió?- preguntó ella.
-No.
-Con una sonrisa.

Fernando se abrazó a sí mismo. Miró hacia el suelo. La procesión comenzó.

***