Las hilanderas de esperanza


Autor: Jacinta Buendía

Fecha publicación: 05/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Este relato es un alegato contra el trabajo infantil, una infamia que todos condenamos enérgicamente, pero que solemos ignorar como consumidores despiadados e ignorantes.

Relato

LAS HILANDERAS DE ESPERANZA

Mi cruel destino está destinado a girar en el torno de la máquina de hilar con la que me gano el pan de cada día. Aquí comienza mi extinción. Soy una niña a la que han obligado a trabajar catorce horas diarias; soy un libro a punto de cerrarse, con la espalda constantemente arqueada. Mi celda vital es esta habitación oscura y mal ventilada en la que no tengo libertad de movimiento y el aire puro parece tener prohibido el acceso.
Cada mañana, comienza mi sesión de tortura. Me levanto a las cinco, todavía no se han despertado los pájaros. Desfilo encorvada, lo más rápido que alcanzan mis frágiles piernas, entre la bruma siniestra de las calles vacías para llegar a tiempo a fichar en la fábrica textil. Me voy cruzando con una multitud de niños flacos, desencajados y cubiertos de harapos, que esconden bajo su axila el pedazo de pan que ha de alimentarles hasta que regresen a sus casas, una vez la luna presida la bóveda celeste.
Siento lástima por mí, por todos ellos…
Hilamos con el quebranto de haber nacido en el tiempo y el espacio equivocados. Algunos se entretienen a jugar a rayuela por el camino antes de entrar a la fábrica. Niños jugando, ¡qué barbaridad!
Entre las madejas de hilo todos cantamos fuerte o tapamos nuestros oídos, introduciendo pelusas que cogemos del suelo, para enmudecer los aullidos de todos niños que son castigados por llegar tarde o no cumplir con la producción que nos exigen; golpeando sus cuerpos enclenques con una pesada barra de hierro. También es frecuente que alguno caiga rendido por la falta de sueño, resbale bajo la máquina y quede mutilado o agonice sus últimos suspiros en un lecho entre algodones.
En nuestros breves periodos de descanso, nos limitamos a vigilar algunas máquinas que están en funcionamiento; a recoger los deshechos de algodón arrodillados en el suelo y si el patrón no está vigilando; a comer nuestros panes enmohecidos sumergidos en esta atmósfera sofocante y cargada de moléculas de polvo.
Somos las víctimas que arrastra la Revolución Industrial con su progreso. La miseria de nuestras familias nos obliga a trabajar para ayudar en la economía de nuestros hogares. Nuestras condiciones de trabajo son deplorables y nuestro salario infantil supone una décima parte de lo que gana un varón adulto trabajando las mismas horas.
Para encontrar mano de obra barata y fácil de amaestrar, los propietarios de las fábricas solían recoger a niños de los orfanatos o simplemente se los compraban, por unas cuantas monedas, a las familias más humildes.
Estos desheredados deben trabajar duro a cambio de un colchón en el que dormir y de un plato de comida para calmar sus almas famélicas. Si intentaban huir, eran capturados en batidas y devueltos a sus «amos», que los ataban con grilletes.
Para escapar de nuestro infierno, nos contábamos cuentos que inventábamos en el mundo de los sueños, aquel territorio infinito que nadie nos podía arrebatar todavía. Nos distraíamos de la virulenta rutina realizando un recuento con las pequeñas anormalidades que encontrábamos incrustadas en la aparente normalidad: ojos de diferente color, manos con seis dedos, tréboles de cuatro hojas, voces que intentaban comunicarse con nosotros desde la oscuridad… Jugábamos a inventar otras vidas en las que viajábamos por el mundo, mientras nuestros cuerpos comenzaban a temblar y a descomponerse, presos de la inmovilidad.
Cuando el patrón nos escuchaba reír, enviaba a algún encargado a regañarnos y nos amenazaban con reducir nuestro salario a una entelequia. «¿A quién se le ocurre sonreír inmerso en esta montaña de inmundicia?».
Aquella mañana apareció a mi lado una niña de mi edad que comenzó a ayudarme con la rueca. Al principio, evitaba mirarme a los ojos y obedecía mis órdenes sin emitir sonido alguno. Imaginé que era sordomuda o padecía una timidez crónica.
Días después de interactuar con mi ayudante, habitualmente cargada de furia ante su supuesta indiferencia, fui consciente de que quizá el excesivo trabajo me estaba volviendo loca y aquella chiquilla era un producto más de mi imaginación.
Cuando hablaba con ella, mis compañeros me miraban con extrañeza. «¿Ya estás inventando uno de tus cuentos?, ¿por qué no dejas de hablar con tu amiga invisible?, ¿somos demasiado aburridos para ti?», se cuestionaban entre los sudores y la extenuación.
Comprendí entonces que debía ser más discreta al interactuar con Aurora. Este era el nombre de la muchacha incorpórea que se había convertido en mi sombra. Cargaba con un zurrón lleno de libros, que devoraba con ansia cuando los descansos permitían tomar un respiro. Su interés y su capacidad de abstracción ante aquellas páginas despertaban mi curiosidad.
Antes de que me viera obligada a trabajar en esta fábrica repugnante, conté con el privilegio de asistir unos años a la escuela. Allí tuve la fortuna de asimilar pequeños fragmentos del saber con apariencia de letras y números que repasaba en mi cabeza siempre que tenía la oportunidad.
Desde que Aurora brotó como un apéndice de mi existencia, comencé a recordar todas las lecciones aprendidas —las que había archivado en el arcón del olvido— e intenté extraviarme de mí misma, sin dejar de pisar el pedal de la hiladora, hasta preguntarme: ¿quién soy yo?, ¿por qué estoy condenada a este martirio?, ¿esta es la única realidad que existe?, ¿nadie conserva una micra de ilusión para cambiar todo esto? No debo hacerme tantas preguntas, porque en ocasiones encuentro las respuestas.
Cambiábamos los hilos en la rueca con la misma entereza con la que las serpientes mudaban su piel. Aurora tenía la expresión de alguien que ya ha visto demasiadas cosas. Una mañana, recién descorchada, comenzó a hablar muy deprisa como si se hubiera entrenado para no respirar. Soltaba a borbotones párrafos enteros en una sola espiración inagotable. Largos y violentos flujos de verborrea sin puntuación alguna, sin necesidad de detenerse a tomar aire de vez en cuando. Parecía contar con los pulmones más grandes del mundo. Al remangarse y escupirse en las manos, su discurso sobre los derechos de los niños no había hecho más que empezar. Su tono era grave y elevado y yo no dejaba de mirar alrededor, cargada de miedo a que nos descubrieran.
Pero Aurora solo existía para mis sentidos y parecía tener mucho que contarme.
—Todos los niños y niñas que estáis aquí trabajando en condiciones infrahumanas contáis con unos derechos por los que tenéis que luchar con uñas y dientes. Estos patrones depravados se aprovechan de vuestra docilidad e inocencia para explotaros en sus fábricas y obtener pingües beneficios— indicó mientras daba un puñetazo sobre la mesa—. Vuestros derechos están redactados en estos libros que siempre llevo en mi zurrón. Te elegido a ti, por tu espíritu luchador y valiente, para ser la embajadora de la infancia. Soy consciente de que no podrás tomar notas, pero necesito que abras bien tus oídos y retengas en el archivo de tu memoria toda la información que estoy dispuesta a contarte —. Me limité a asentir con la cabeza sin dejar de dar vueltas a la rueca. —Todos los niños y niñas del mundo, con independencia de su procedencia, del dinero de su familia o del color de su piel, deben contar con los mismos derechos: asistir a la escuela para formarse y alcanzar el máximo potencial en sus vidas; manifestar sus deseos y tenerles en cuenta a la hora de elaborar una legislación; a no pasar hambre; a contar con un techo sobre sus cabezas y una familia que les proporcione ternura y cuidados; a que se proteja su salud y su bienestar; y tienen el derecho a jugar, a desarrollar su imaginación para poder componer un mundo más justo y fraternal.
Al terminar esta arenga ilusionante, inspiró profundamente y se quedó arrodillada en el suelo con el rostro oculto entre las manos, llorando de rabia.
Acaricié sus cabellos a modo de consuelo, sacudida por el impacto de aquellas revelaciones trascendentales.
—Agradezco de corazón la confianza que depositas en mí, pero creo que no podré transmitir tu mensaje sin ser apaleada o despedida —lamenté con una mueca de desconsuelo.
—No te preocupes, no tendrás que pronunciar ni una palabra. Tan solo debes seguir mis indicaciones en tu trabajo rutinario de hilandera. Será mucho más sencillo de lo que imaginas. Fingiendo que son cándidos telares, vamos a tejer juntas palabras poderosas que lanzaremos por las calles para hacer llegar nuestras súplicas al resto de la humanidad.
Los retales viajaron veloces a través del tiempo y del espacio, como palabras ensordecedoras y punzantes.
Nuestros alegatos fueron transportados por el viento hasta llegar al Parlamento, aquel edificio gris repleto de hombres grises que se encargaban de elaborar todas las leyes que incumbían al porcentaje de población que no eran ellos mismos.
Con el trabajo incansable de nuestras manos infantiles conseguimos llamar la atención de la terrible explotación infantil en el mundo. En muchos países europeos, al poco tiempo, comenzaron a imponerse legislaciones que regulaban las condiciones y el horario de trabajo los niños y niñas. Después llegó la ansiada prohibición del trabajo infantil en todas sus formas. Sus únicas obligaciones consistían en acudir a la escuela, ser respetuosos y educados con todos los seres vivos de la Tierra y jugar hasta caer extenuados en sus camas.
La contaminación y los devastadores efectos del cambio climático provocaron que nuestros retales no se esparcieran por igual en todos los rincones del mundo.
Pero Aurora no conoce la rendición ni el fracaso y continúa apareciendo en todas las fábricas que se siguen valiendo de la infancia para conseguir mano de obra barata y manejable. Su labor didáctica no termina induciendo sabiduría en los obreros en miniatura…
Los consumidores de las sociedades capitalistas son los principales colaboradores y encubridores con esta explotación de los niños y niñas más pobres.
«Enseña y cuida a los niños y no será necesario castigar a los hombres».
—Con esta compra, estás privando a una criatura inocente de su derecho a una vida digna. Espero que en otras vidas, llegues a convertirte en uno de ellos —rotulaba en todas las etiquetas de las prendas elaboradas por niños, con la indiferencia de las autoridades competentes.
¡No al trabajo infantil! Si nuestros cuerpos denotan cansancio, que solo sea por jugar incesantes.