Resumen
A veces, la maldad derrochada en exceso, puede encontrarse con la horma de su zapato, aunque esa horma sea la del pie de una persona bondadosa.
Relato
“LA HORMA DE SU ZAPATO”
―biscuter―
Malvaraguas, serranía de Encinaseca, verano de 1902.
Las cochambrosas paredes del bar están enlucidas por una corteza de grasa. Flamea en la atmósfera del local la pestilencia de los quesos rancios con los que trapichea una grey de ladrones de tres al cuarto, y de cuyo bocado huyen incluso los ratones que colonizan la trastienda de la abacería, donde son servidas comidas que incluso a los hambrientos se les haría difícil pasarlas por el gañote sin que le sobreviniese una oleada de arcadas. La techumbre de paja y cañas del colmado está ennegrecida, como si, vaporizada, se elevase a las alturas la suciedad que acumulan los jornaleros que conforman la parroquia de la tasca, una cuadrilla de hombres que tras pasar penosas horas en el campo, y sin antes acudir a sus casas para quitarse de encima la inmundicia, acostumbran a juntarse en Ca´López, el único comercio del pueblo, donde comprar un chorizo de sarta, o un cacho de bacalao salado, para añadir algo de alegría a un potaje no es sino cometer una temeridad, pues se puede correr un serio riesgo de acabar con una diarrea de tres pares. Pero cuando el hambre aprieta, engorda la cartera de algún desaprensivo.
― ¡Muévete con más genio, Isidro! ―Grita con malas pulgas el cantinero desde detrás de la barra de madera, a su espalda un revoltijo de toneles de vino de dudosa procedencia.
Al zagal, con menos entendederas de las que le corresponden por su edad, ni se le ocurre no ya mirar a su tío, sino que ni siquiera hace el intento de alzar la cabeza. Tiene la mirada clavada en el suelo, los ojos irritados por el polvo que levanta cada vez que mueve con brío el escobón de brezo.
―¡¡Pero so inútil…!! ¡¿Cuántas veces tengo que decirte que espurrees un poco de agua antes de ponerte a barrer y trapear?! Mira el polverío que has liado… Eres un imbécil que no atiende a nada ni sirve para otra cosa que no sea para comer y zanganear. ¡Maldita sea mi estampa!
Los asiduos se desentienden de la bronca que le está cayendo a Isidro; una más entre tantas, a la que no hay que prestar oídos si uno no quiere catar el mal carácter de López, hombre huraño que parece aún impregnado de la rabia que pilló cuando chico por la mordedura de un perro asilvestrado. Los clientes se desahogan golpeando la mesa cada vez que echan las cartas, más de un jugador creyéndose quizá más hombre cuanto más fuerte golpea la tapa, hasta hacer saltar los vasos por los aires, la botella de vino o licor tambaleándose. Empero una joven, que entró en plena bronca a comprar un cuartillo de aceite y un taco de tocino, sí que le afea al cantinero las bruscas maneras que se gasta con el zagal.
―Hombre, López, tenga una pizca de corazón y no trate así al Isidro. El pobre bastante tiene ya con su desgracia.
―Desgracia la mía, niña, que sin ser hijo mío tengo que aguantarlo todos los días. Y encima tengo que echarle de comer, que menuda ruina es con ese estómago sin fondo que tiene bajo las mantecas. Además, ¿a ti quién te ha dado vela en este entierro, niña? Hala, cierra el pico y paga de una vez, y sal pitando para tu casa antes de que tu padre comience a ver bichos encima de su panza y se cague patas abajo.
―Es usted…
―Tú te callas ahora mismo, y por la cuenta que te trae te muerdes esa lengua de serpiente que te gastas. Vamos, vete con viento fresco a hacerle compañía al borracho de tu padre. Pero antes de coger la puerta, escucha una cosa que te digo, niña: ten mucho cuidado conmigo si no quieres que te demuestre lo que es un hombre de verdad, para que puedas compararlo con el pingajo que tienes por padre. ¡Y ahora, arreando, o te saco a patadas! ¡¡Fuera de aquí te he dicho, niña!!
―El día menos pensado se encontrará con la horma de su zapato. ―Le replica la joven.
― ¿Y acaso va a ser tu padre esa horma? Venga, corre a su lado con la cantinela de lo que te he dicho de él, a ver si tiene arrestos. Ese mamarracho no vale ni para horma de una alpargata deshilachada; tendrá tanto cuerpo como tú, pero no tiene agallas ni para matar a una mosca. A ti y a él se os esfuma la fuerza por la boca. Y ya se sabe: perro ladrador…
―Quien menos se espere le dará un buen escarmiento un día de estos, López. Ya que te gustan los refranes, ahí te dejo este de propina: a cada cerdo le llega su san Martin.
―No me hagas reír, niña. Y ni se te ocurra tutearme otra vez o te corto esa lengua. ¡¡Largo, o me vas a soñar todos los días de tu vida, niña!! ¡¡Por estas!! ―Juramenta el abacero, los ojos inyectados en sangre.
A Isidro se le han caído dos lágrimas tan grandes como las piñas que recolecta cada vez que se cuela en el pinar de los Uría. Sorbe los mocos, y continúa barriendo. En su mente, colmada de inocencia, borborita el coraje. No le gusta nada la forma tan desalmada que se ha gastado López para despachar a la única persona del pueblo que le ha mostrado algo de afecto desde que su madre ―hermana del cantinero― falleciera años atrás, aquejada por unas fiebres tercianas que un médico bisoño, de haber llegado a tiempo para atenderla, habría curado con algunos ungüentos de botica y unas grageas de quina. Entre dientes, Isidro masculla palabras ininteligibles, que no son sino una velada amenaza contra quien se hizo cargo de él desde que quedase huérfano, siendo Isidro “una verdadera carga”, según se lamenta el tabernero con quien le preste oídos, a todas horas despotricando y maldiciendo contra el muchacho. Al muchacho se le encoge el estómago con tan solo pensar que alguien con tan malas intenciones como tiene López tratase de poner un solo dedo sobre los cabellos de ella, y le arden las tripas con tan solo imaginar que ese dedo asqueroso fuese el de su tío. La muchacha es su única amiga, y la defendería con su propia vida si la ocasión se terciase. Es su compañera de paseos por el monte durante las tardes que hace buen tiempo, aprovechando que el padre de la joven y el tabernero duermen sus correspondientes melopeas. Solo entonces, Isidro y la chica logran echar a olvido por unas horas el infortunio en el que ambos malviven, náufragos de la desgraciada existencia que comparten.
*
Unos días después.
Al entrar, comprueba que en la abacería no hay ni un alma. Unos gritos asfixiados llaman su atención. Dirige sus pasos hacia el lugar de donde parecen provenir los resuellos. Empuja con suavidad la puerta de la trastienda. Al fondo del cuartucho, descubre a López. Tiene el tabernero los calzones bajados y las nalgas al aire. Cual perro de presa, ha volcado todo su peso sobre su víctima, a quien ha arrancado la ropa y trata de forzar. Se le infectan de ira las vísceras al descubrirlo en semejante actitud. Sin pensarlo dos veces, agarra un gancho de arrastrar fardos oxidado que avizora sobre un caballete, junto a otras herramientas enjalbegadas de orín. Sacando fuerzas de las entrañas, asesta un golpe certero a López. La punta del gancho ahonda con limpieza en la paletilla izquierda. López lanza un alarido de fiera herida. Quien le ha propinado el golpe hala con todas sus ganas, hasta que quita al tabernero de encima de la persona a la que está manoseando y regando de babas.
Malherido, López se revuelve como una bestia rabiosa. Mira sorprendido, sus ojos brillando como caparazones de escarabajos sanguinolentos. Va a echar mano a su navaja, pero esta cayó al suelo al aflojarse la faja. La busca con la mirada, frenética. La descubre al alcance de su mano. Trata de hacerse con ella, para asestar una puñalada a quien acababa de agredirlo por la espalda. Pero la mano de la persona a la que intentaba forzar es más rápida.
**
La Guardia Civil acudió a “Ca López” alertada por unos vecinos que oyeron los gritos desgarradores del abacero. La imagen que encontraron en la trastienda era dantesca: el tabernero estaba yacente en el suelo, bocarriba, semidesnudo, con los calzones bajados a la altura de los tobillos y la camisa ensangrentada. El gancho, ahondado por su propio peso, lo tenía clavado casi hasta la empuñadura. La navaja estaba clavada en la panza, las cachas enterradas en sus apestosas mantecas.
En una esquina del almacén, sentados en el suelo y ateridos, Isidro y la muchacha permanecían abrazados, Isidro aún desnudo y salpicado de sangre, y la joven, su blanco vestido rociado por un sarampión sanguinolento, repitiendo una especie de letanía mientras miraba de soslayo el cadáver de López: “Te has encontrado con la horma de tu zapato. Te has encontrado con la horma de tu zapato. Te has encontrado…”