LA MONTAÑA HERIDA


Autor: K-2

Fecha publicación: 16/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un hombre narra lo acontecido tras la muerte de su padre.

Relato

LA MONTAÑA HERIDA

En cuanto llegó a casa decidió despedirse de su familia y volver al hospital. Su padre estaba grave y no estaría tranquilo hasta que volviera a estar a su lado.
Ahora conduce triste, con la radio apagada, por la autovía que desciende como un tobogán infantil desde la capital hasta la costa cercana. Esta noche pasada ha acompañado a su padre e intuye que pronto tendrá que acostumbrarse a vivir sin él.
Entonces suena el teléfono y, sin hacer caso de la conocida prohibición, coge preocupado el aparato. Solo podía anunciarle malas noticias. Y efectivamente, su cuñado le anuncia la mala, pero esperada noticia: su padre había muerto unos minutos antes. Las palabras se le han helado en la garganta.
La familiar carretera gris le acompaña durante unos minutos hasta que encuentra una de las múltiples salidas y aprovecha para detenerse momentáneamente. A su izquierda, enseñando sus entrañas, lo consuela la enorme montaña herida por una gran cantera. Y sobre ella el cielo transparente, azul metálico, gélido como muchas mañanas del mes de enero en Granada.
Se encuentra vacío pero extrañamente lúcido, casi sereno. Ni un gesto escapa de su rostro. Las manos, en las que empiezan a asomar arrugas, permanecen apoyadas inútilmente en el volante. La mirada ausente, detenida en la montaña que abierta en canal está tan dolorida como él.
Su padre se ha ido con la naturalidad con la que ha vivido. Lo recuerda, ya anciano, abrazándole y despidiéndose de él con la consabida frase “quiéreme mucho”. Era una forma de decir “devuélveme un poco del cariño que siento por ti”. Jamás fue capaz de decírselo. Ahora lo grita en silencio. Cuando era niño hablaban de “sus asuntos”, a escondidas de su madre. Juntos exploraban el cortijo familiar en el que llegó a “ver” un elefante bebiendo en el río, en el que oyó a lo lejos el rugido de un poderoso león.
Ahora todo queda atrás y el recuerdo se irá difuminando con el paso de los años. Hasta que le sea imposible recordar su rostro siempre sonriente.
Tras reflexionar unos pocos minutos, decide dar la vuelta y recoger a su esposa y a sus dos hijos.
Conduce maquinalmente, con una lentitud serena, consciente y tranquilizadora. El coche se introduce en la riada de vehículos que se mueven indiferentes al dolor, como si nada hubiera ocurrido a cien kilómetros.
Cuando hace girar la llave en la cerradura de su casa, encuentra a sus dos hijos y a su mujer llorando, temiendo que una segunda desgracia pudiera haberse producido. Se abalanzan sobre él y lo abrazan entre sollozos. Permanecen unidos varios minutos, temblorosos los cuatro cuerpos, dándose calor, cariño. La voz entrecortada y atropellada de su mujer le dice entre nerviosos sollozos que temían por lo que pudiera ocurrirle. La sorprendente lucidez sigue con él y le permite percibir el amor que su familia siente por él. Jamás había sido tan consciente de ello. Desde entonces cuando le asalta cualquier duda, solo debe recordar la escena para recobrar la seguridad.
Unos minutos más tarde, huyendo del intenso frío, el coche rueda de nuevo carretera abajo. El silencio espeso llena el espacio, los ojos secos apenas parpadean. La montaña herida queda a la izquierda, el estrecho valle saturado de olivos a la derecha, delante el inmenso mar azul.
Cuando llegan a su pueblo decide pararse en él suponiendo que posiblemente el cuerpo de su padre ya se encuentre en la casa de sus tías, una casona grande en la que la familia sigue velando a los fallecidos, a la antigua usanza, lejos del moderno tanatorio, cerca de los lugares que conoció el fallecido. Allí deja a su familia y estaciona el vehículo en un aparcamiento que hay junto al cercano puerto.
Cuando llega a la casa encuentra la puerta abierta pero nadie sale a recibirlo. Vacía como su corazón. En la enorme sala, apoyado sobre cuatro sillas, encuentra el ataúd. Y en él el cuerpo de su padre. El rostro de cera, artificial, como el de cualquier cadáver. Los dos solos. Nadie a la vista. ¿Dónde estarán los demás? Sus hermanos, su madre, su mujer, sus hijos, sus primos y tías. Se sienta junto al cadáver con el rostro entre las manos, y entonces las lágrimas fluyen serenamente por fin sin impedimento.
Luego, sin previo aviso, decenas de familiares, docenas de conocidos, algunos amigos, llegan abarrotando las habitaciones de la casa. Las conversaciones llenan el aire espeso. Aprieta manos de gente que no conoce, que apenas lo miran a los ojos y le dan el pésame repetidamente. Algunos parecen estudiarle buscándole el parecido con su padre. Como por ensalmo aparecen sillas de las casas vecinas. Las mujeres en la sala velando al fallecido y los hombres en la acera o en el patio. Hasta sus oídos llegan recuerdos y alabanzas. Como en cualquier funeral que se precie se oyen risas irrespetuosas.
Las horas pasan una tras otra. Y siente que entre la multitud se siente cada vez más solo. Quizá sea verdad que un hombre no madura hasta que pierde a su padre. Y piensa que ha tenido suerte por madurar tan tarde.
Cuando ya de madrugada se van los conocidos y vecinos, y solo quedan los familiares más cercanos, rompiendo una estúpida tradición centenaria, deciden irse a dormir a casa. Su madre y sus hermanos están más enteros de lo que esperaba. Quizá sea la avanzada edad de su padre. Quizá que no lo han visto sufrir. Como toda su vida se ha ido sin molestar, sin hacer demasiado ruido. Un repentino dolor de barriga. Una operación de urgencia. Cáncer de colon. Infección. Muerte. Todo en apenas un par de días. Qué extrañamente fácil es morirse, ¿no? Hace menos de una semana seguía riendo alegre en el bar de la plaza. Ahora se ha ido y los ha abandonado para siempre.
Y al día siguiente, poco después de un nuevo amanecer, con los ojos enrojecidos por el dolor y el cansancio, más gente aún que acude a la casona para dar el último adiós. Más familiares, más conocidos. Qué buena persona era, recuerdan todos. Algunos lo saludan dándole la bienvenida al club de los que han perdido a algún progenitor. Ya es todo un hombre.
A la hora convenida llega puntual el coche fúnebre. Dos hijos, tres nietos, un yerno. Seis hombros que levantan en vilo el ataúd. A pesar de su edad y de sus creencias religiosas decidió ser incinerado. Así que les ha evitado la triste subida al cementerio, la macabra bajada, la tétrica excursión cada año a primeros de noviembre.
Una pequeña caravana de coches llega hasta el crematorio del pueblo más populoso de la comarca. El mismo pueblo en el que su padre murió en una habitación del hospital hace miles de lágrimas. Ver como penetra la caja en el horno es uno de los momentos más difíciles. Como si fuera en ese instante cuando el alma escapa del cuerpo convertido en una cárcel inanimada. Le recuerda al desasosiego que se siente cuando tapian los nichos en el cementerio.
Poco después les entregan una pequeña urna con las cenizas. Biodegradable según les dicen. Es lo único que queda de su padre: un puñado de ceniza.
Afortunadamente, en el viaje de vuelta, la noche se les echa encima. Con sus dos hermanos y el mayor de sus primos van hasta la playa en la que su padre se bañó miles de veces. Allí, envueltos por el frío y la humedad, esparcen torpemente las cenizas de su padre entre las olas negras que desde hace milenios repiten una y otra vez su eterno camino. Se mezclan de inmediato con la arena, con el agua, con la sal. Con las lágrimas.
Luego van hasta el muelle de levante, por donde cada día sale el sol, y arrojan la urna a las olas que en pocos segundos la estrellarán contra las rocas por las que tantas veces jugó en su remota niñez.
Los plazos se van cumpliendo sin tregua: enfermedad, muerte, velatorio, incineración, sepultura. Ahora solo queda la despedida, lo que más teme.
Cuando salen de la casa de su madre, ella permanece bajo el dintel, minúscula, desvalida, envejecida, con la mano levantada en un torpe gesto de despedida.
Al cerrarse la puerta del ascensor y ponerse la máquina en marcha, dos lágrimas escapan de sus ojos.
Y luego el silencio una vez más. Jamás creyó que fuera el silencio lo que más le sorprendería. El dolor, la tristeza, la inmensa pena los esperaba. Incluso la soledad en medio de la multitud. Pero el profundo silencio lo satura todo. No es capaz de despegar los labios para decir cualquier tontería a las que es tan aficionado. Ni su familia logra iniciar ninguna conversación. Todos callan.
Y al día siguiente al trabajo, como si no hubiera pasado nada. La vida sigue. Abandonado por primera vez por un ser realmente querido. El primero de los suyos que se va. Y no le gusta. Ojalá solo le quede una vez más pasar por este trago. No soportaría tener que despedir a nadie más que no fuera su madre.
Desde entonces llama cada día. Su madre lo ha superado mejor de lo que esperaba. Quizá las mujeres estén mejor preparadas para aguantar la pena, el dolor, la soledad
Ahora, transcurridos varios años, el camino de su madre también se acerca al final. Y entonces el último vínculo que lo une con su pueblo desaparecerá y dejará de recorrer la familiar carretera que desciende hacia la costa. Y pasarán los años antes de que, a la izquierda de la carretera, vuelva a ver la enorme montaña herida que lo consoló por la muerte de su padre.

K-2