Resumen
Al acostarse se encuentra con el Ángel de la Guarda, pero no se comporta como él imaginaba.
Relato
Cuatro esquinitas Pseudónimo: Pato
Jodido, sin fuerzas y sin méritos para conseguirlas, porque no había cenado y me había ido a la cama, buscaba amparo a las penas de mi corazón, que andaba funcionando allá por algún rincón del pecho, a su aire, dolido y amenazando con una parada discrecional que me seducía con aliviar mi pena. Ella se había ido con el pescadero, que manejaba las tijeras con soltura para quitar las escamas de los escurridizos peces. ¿Qué tiene él que no tenga yo?, le pregunté a Merceditas con dos lagrimones en los ojos y agüilla nasal que se escurría al final de mi apéndice respiratorio. Pruebo oportunidades, contestó, y luego añadió eso de darnos un tiempo, de analizar la relación, y mientras tanto, libertad para lucir sus escamas en las mejores pescaderías mientras yo iba al pudridero hasta que me llevasen los demonios. Y busqué aliados para mi causa, excusas anodinas para hallar normalidad en su comportamiento, y entonces pensé en las circunstancias que a cada cual le hacen dirigir los pasos en uno u otro sentido. En Merceditas, seguro, habría influido mi simpleza, o mis tijeras de poco filo para sus grandes escamas, o tal vez mi poco mundo frente a sus deseos de ir al mercado. ¿Y quién me defendía a mí de sus estragos, de esa noche de calvario en la que había sido abandonado a mi suerte, una cama grande como un desierto para cruzar la primera noche de todas las demás sin Merceditas? Y entonces pensé en mi niñez y las ventajas de no depender de los lazos de ninguna mujer. Y de ahí me llegaron las imágenes del instituto, de las clases de Religión y aquel angelito de la guarda que velaba mis sueños. “Cuatro esquinitas tiene mi cama, y un angelito que me las guarda”. Y empecé a buscarlo, una a una las cuatro esquinitas de ese solar impío que acogía mi cuerpo desterrado por Merceditas, pero solo veía su cuerpo tentador, sus escamas vigorosas que ahora vendimiaba el pescadero, y vuelta a los lagrimones y al gimoteo productor de acuosidades nasales, y el angelito de la guarda de vacaciones, que le importaba una higa mi sufrimiento.
Y entonces apareció, un rayito en la ventana, una esquinita iluminada. Me acerqué al cristal y no había luna, ni eran las luces de los vehículos policiales que patrullaban el extrarradio: ¡era… Dios? ¡¡Qué coño!!, que era mi angelito de la guarda, allí sentado en la esquinita inferior derecha de mi cama, con sus alitas, arrodilladito y mirándome, yo tapado hasta las orejas y sufriendo el impacto de la visión que venía a rescatarme del suplicio propiciado por Merceditas, y le conté lo del pescadero y la habilidad de sus tijeras para con las escamas, mi orfandad y el ruido de mis tripas por no haber cenado como consecuencia de tamaña destreza. El angelito me miraba con ojos tristes al principio, pero empezó a envalentonarse cuando amplié la información y le relaté cómo eran mis noches con Merceditas, cómo se revolvía en la cama, porque, le dije, era un pez escurridizo que se me escapaba poniendo los ojos en blanco. Y el angelito tornó su mirada en algo inexacto que al principio no supe leer, pero fue al ver cómo agitaba sus alas cuando pensé que escaparía por la ventana dejándome sumido en mis angustias. Pero no, mi Ángel de la Guarda no quería dejarme abandonado, que le gustaba mi relato, que se había puesto valiente, que el muy cabrón se estaba masturbando mientras yo, buscando amparo en mi remota infancia, recitaba aquello de “cuatro esquinitas tiene mi cama y un angelito que me las guarda. Cuatro esquinitas llenas de escamas, y un pescadero que las reclama”.
A la 1.22 de la madrugada, juro que miré la hora y era esa, el angelito atravesó el cristal de mi ventana con su mandil de pescadero y sus tijeras buscando escamas. Ruego a Dios se apiade de mi martirio y me envíe otro angelito menos bravucón, uno de esos… de los que no tienen sexo…, en fin, algo.