
Resumen
Un hombre se levanta temprano como cada día para acudir a su puesto de trabajo... pero ese día iba a ser distinto a todos los demás.
Relato
EL ESCLAVO RUTINARIO
“Rutina: Costumbre inveterada o
hábito de hacer las cosas
por mera práctica y
sin detenerse a razonarlas.”
Cuando abrió los ojos todavía tenía sueño. Aquella noche había sido muy corta y muy larga al mismo tiempo. Como siempre tenía un buen lío en su cabeza. La tele con ese crepitar de moscas infinitas le aturdía aún más. Una vez más se había quedado dormido viendo esos programas tan malos a los que se había aficionado años atrás. Era una buena manera de pasar el rato y olvidar lo que afuera todos los días le esperaba. Todos.
Ese día no iba a ser diferente. Afuera encontraría la misma aridez de cada día, pero tenía que salir. No podía evitarlo... su vida se había convertido en un perfecto reloj sincronizado con la sociedad que le rodeaba y le sometía a sus reglas infinitas atrás en el tiempo. Y él se dejaba dominar. O no.
Saldría, con la cabeza muy alta, más alta que esa posición que ahora ofrecía a los únicos que le contemplaban en ese momento, los pobres y escasos componentes del mobiliario de su habitación, de su solitario dormitorio. Él valía más que todos esos que se vanagloriaban cada día de sus virtudes mal medidas. Sí, eran otros relojes como él, pero más felices. Sonrisas vacías.
Jaime era todo menos feliz. Había descubierto lo malvado de su existencia, lo irónico de su posición, lo absurdo que era seguir respirando ese aire que se ofrecía gratuito y que no era más que un cúmulo de moléculas insanas dispuestas a llevarle a un hospital en el que la factura dejaría muy alejada esa idea de la gratuicidad del aire. Nada era gratis en esa sociedad creada paso a paso por todas esas personas que habían dejado un infinitesimal grano de arena. Sin cal.
Se desperezó suavemente con un suave frotar de ojos y decidió que era el momento de separar sus nalgas del colchón que le alojaba cada noche sin ninguna reivindicación salarial por el trabajo realizado. Al menos eso creía Jaime, porque pronto muy pronto algún muelle saltaría de su sitio habitual y decidiría hacer huelga de celo oprimiendo la espalda derruida de su propietario. Las reivindicaciones de jubilación anticipada comenzarían en ese momento. Siempre en el peor momento los objetos cotidianos reivindican el dejar el paso a los más jóvenes y no queda otra que asumir ese imprevisto que es pensar que las cosas duran sempiternamente. Eso no es así. Jaime como un reloj más, creía que sí. Hala.
Obviando estas disquisiciones más propias de la ociosidad que del puro y duro trabajo de una larga jornada laboral en la que pronto estaría Jaime sumergido, se dirigió con paso cansino y sin opción de protesta hacia el televisor colgado de una pared, porque más sitio no había. Apretando el dichoso botón lo silenció hasta una próxima vez que estarían con él todos esos personajes y presentadores que te obligan a seguir con ellos sin poder cambiar de canal. Una más de libertades. Puño.
Sin solución de continuidad se fue desplazando cual ángel sin alas hacia el cuarto de baño donde una ducha de fresquita a caliente le despertaría de ese ensueño en el que aún se creía vivir. Soñaba.
El agua empezó a discurrir sobre su cuerpo inerte desnudo y cada poro de su piel comenzó a sentirse tan despierto como él. Mentira.
Cada palmo de piel que frotaba con esa ya sucia toalla tras varias semanas de uso, se resentía del frío ambiente que presentaba ese cuarto de baño de apenas tres metros cuadrados donde la presencia de un lavabo, un inodoro y un plato de ducha era la única compañía. Bravo.
Mientras las suaves cuchillas de su maquinilla de afeitar le advertían lastimosamente que pronto serían substituidas, el propietario de un vehículo hacía lo propio con el claxon comunicando a todo el barrio que otro vecino, solidario él, había decidido incrementar el espacio destinado al aparcamiento dejando el suyo donde mejor le vino en gana. Estupendo.
Un suave masaje facial sin loción le resucitó definitivamente. Un frotado enérgico de sus dientes y muelas con ese cepillo de decaídas cerdas le arrancó esa sensación pastosa de su boca. Ya era él... ya estaba sincronizado perfectamente. Faltaba el café rápido. Ya.
El suave ronronear del deslizamiento del cable alrededor de la polea sujeta en lo más alto de ese estrecho hueco en lo alto del edificio le recordó que aún no habían venido los técnicos del ayuntamiento a clausurar el ascensor por defectuoso y peligroso para todo el que osara a usarlo. Los tacones de sus zapatos le alertaron de que había comenzado a bajar los escalones que le separaban del portal. Ochenta.
Una bofetada de aire frío le desincronizó. El aire caliente de la tobera del lado derecho del volante de su utilitario de dos plazas le sincronizó. Una vuelta.
El ruido del motor de su coche se mezcló con la música que la emisora de radio de turno emitía en ese momento. La misma que el día anterior. Desde luego la emisora no se gastaba mucho en personal. Una buena grabación continua del programa era el acompañamiento de Jaime cada mañana. Noticias.
Poco a poco se fue aproximando a los demás conductores hasta conformar ese nada estusiasmador puzzle denominado atasco de por la mañana. Se acopló perfectamente detrás de un coche rojo y delante de uno azul. Comenzaba el baile diario de acelerar y frenar. No era el ejercicio que el médico le había pedido que hiciera, pero desde luego las piernas eran un clamor de agujetas después de abandonar su vehículo en algún lugar de la capital cercano a su oficina. Era un bonito juego de azar ese de aparcar. Suerte.
Abandonar la carretera, la autovía, la calle... abandonar.
Otra canción antigua... y otra.
Monotonía de reloj... ahora perfectamente sincronizado.
Se podía dormir al volante, pero no... no estaba permitido a esas horas. Lo único permitido era dirigirse al puesto de trabajo y llegar a la hora, la estipulada de antemano. No había más obligaciones. Fácil.
Jaime seguía erre que erre... acelerando, frenando, escuchando su emisora favorita que le transportaba al pasado más inmediato. Tarareando, subiendo el volumen con la emoción de esa canción favorita de rememoramiento de tiempos mejores... los pasados. Claro.
Tras recorrer rápidamente esos 16 kilómetros en 1 hora, se dedicó a saludar a los vecinos de su barrio laboral dando vueltas y vueltas hasta que saludó al último y salió su bolita. El afortunado Jaime ahora puede estacionar su vehículo adecuadamente... otras no tan adecuadamente, no tan afortunadamente. Igualdad de oportunidades.
Tras apagar tanto el rudio del motor de su coche como el sonido de esa grabación continua de emisora de radio, otra bofetada fría le recordó que abandonaba cuatro paredes para sumergirse en esa ola de frío que azotaba, no al país, sino a sus ocupantes. Pelao.
Tras una comprobación de rutina de puertas y ventanillas se encaminó con paso firme con su maletín en la mano derecha bien asido para evitar esos tirones inoportunos, siempre son inoportunos, hacia el edificio que le alojaría contra su voluntad durante más de 10 ilegales horas... ¡Será por dinero!
Con esa estúpida sensación repentina de que olvidaba algo atravesó las puertas de cristal automáticas que le permitieron el paso tranquilamente. Se echó la mano a la chaqueta y se acabó la tranquilidad... no encontró la chapa que con su foto aseguraba que trabajaba allí. El sudor comenzó a ocupar inmisericorde todo su rostro y su caminar se detuvo en el umbral de aquella casa. Todos los bolsillos fueron registrados inquisitoriamente. Vano.
Pensó... por primera vez ese día.
Recordó... en consecuencia.
Claro... abandonó la penumbra mental.
Dio media vuelta. Desanduvo el camino hacia su coche. Se introdujo en él. Se sumergió en la vorágine de una ciudad ya despierta. Soledad. Pavor.
El día anterior había sido desincronizado... había sido liberado... ya no trabajaba... se había jubilado...
¡Para eso había madrugado!
Yayu