El último vuelo


Autor: Iribar

Fecha publicación: 04/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Tras estrellarse con su aeroplano, Greta Earhart tendrá que intentar sobrevivir en unas condiciones deplorables.

Relato

El último vuelo

Lo único que veía era una mancha blanca, una nada continua que le recordaba a un lienzo vacío. “Este debe de ser el lugar primigenio, el sitio donde Dios confeccionó el origen del mundo”, pensó mientras caminaba. Lo hacía mecánicamente, casi tambaleándose, como un muñeco al que se le ha dado cuerda y no puede detenerse. Los ojos empezaron a escocerle. Se restregó la mano por ellos, sintiendo una especie de pegamento adherido a sus párpados. ¿Legañas? No, demasiado pegadas. ¿La grasa de algún engranaje del aeroplano? Antes de descartar esta posibilidad, un intenso pinchazo en el costado la hizo caer al suelo. Se puso de espaldas sobre esa superficie blanca, fría y dura. ¿Una placa de hielo? Puede ser. ¿Y qué era aquello del fondo? ¿Los restos de una hélice?
El cerebro de Greta empezó a carburar. Sí, se llamaba Greta. Aviadora. Primera mujer dispuesta a cruzar el Atlántico en solitario. Mañana llegaría al aeropuerto de Le Barguet. Quizás en menos tiempo que Lindbergh. Si había calculado bien, claro, porque… ¿pero qué estaba diciendo? Greta miró atemorizada a su alrededor. Una multitud de fragmentos de metal y madera sobresalían por encima de la nieve. Los restos de su monoplaza. Evidentemente se había estrellado, una certeza que aún consideraba improbable. Intentó visualizar el accidente, pero sólo recordaba una ventisca, su esfuerzo por mantener el aeroplano estable, una intensa mancha blanca…. y sus titubeantes pasos por ella. Nada más. Era obvio que seguía viva de milagro. O, pensándolo mejor, por mala suerte. No había sobrevivido, sólo había pospuesto su muerte.
Greta apoyó la espalda contra una caja de madera y se hizo un ovillo, protegiéndose el pecho con las piernas. Terminó de envolverse con los brazos y se agarró los codos con fuerza. Se preguntaba cuánto tardaría en morir congelada. ¿Una hora? Quizás menos. El dolor del costado era tolerable, pero apenas podía soportar la intensidad del viento, cada vez más constante y más frío. Lo peor era cuando le empujaba la ropa contra el cuerpo, convirtiendo a su teórica protección en una inmensa lengua gélida. Con el paso de los minutos perdió la sensibilidad de las manos y de los músculos de la cara. También dejó de respirar bien, sintiendo el aire escaso y envenenado. Si sus pulmones hubiesen podido hablar, le habrían suplicado que detuviese esa tortura. La que no pudo más fue su vejiga. Pero cuando se orinó encima, Greta sintió un infinito placer. Las piernas se le revitalizaron con el calor, con ese maravilloso ardor de la carne, hasta que la baja temperatura del exterior le congeló la orina, que terminó pegándosele a los muslos y a los gemelos como la más tenaz de las garrapatas.
Entre sollozos, Greta le suplicó al cielo que le concediese la vida o la muerte. Que le diese una o le quitase la otra, pero que no la mantuviese por más tiempo en un lugar intermedio. Las lágrimas, más abundantes que nunca, cayeron por sus mejillas como un río que, después de una tormenta, se desborda de su cauce. Casi se atragantaba con sus propios mocos. “¿Esto es realmente llorar? ¿Cómo es que en treinta años no lo había hecho nunca?”. El cerebro, habitualmente imprevisible, le trajo el recuerdo de las que habían sido sus peores lágrimas. Fue en una época de incertidumbre, en la que decidió tomar el control de su vida y cortarse el pelo al estilo de los chicos. Si podía y quería, ¿por qué no hacerlo? Se pasó semanas considerándose la mujer más estúpida del planeta. ¡Su pelo! ¡Había perdido su preciosa melena pelirroja por voluntad propia! Greta cerró los ojos, intentando imaginarse los errores que aún le quedaban por cometer. ¡Qué aburrido iba a ser el mundo sin ella! Ahora estaba segura. Sí, iba a morir. Su conciencia desaparecería y su voluntad se quebraría. Dentro de unos minutos no quedaría absolutamente nada de Greta Earhart. Ya sólo tenía que esperar a la Muerte. Eso era algo que, al menos, nunca había hecho en vida.
Poco a poco se fue adormeciendo, hasta que la negra oscuridad se tornó rojiza. ¿Era eso? ¿Ya estaba muriendo? Greta abrió los ojos angustiada. Delante no tenía a la Parca, sino al sol. El fiel amigo de los aviadores parecía asomar entre las nubes para darle su último adiós. La pálida nieve actuaba como un inmenso espejo, reflejando hacia todos lados su blanca y fulgurante luz. El cielo y la tierra se iluminaron, y también las nubes y las montañas. La vida parecía desperezarse y recobrar de nuevo sus colores, desplazando por fin al tedioso gris. La belleza, fiel a su juramento de nunca desaparecer, se recuperaba tras un periodo de debilidad. Y Greta aún podía verlo. Sus ojos esmeralda se encharcaron. “¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir!”. Con una alegría infantil, se dio cuenta de que aún podía, de que la existencia estaba al alcance de su mano. Se giró con un esfuerzo titánico y quitó la tapa de la caja en la que estaba apoyada. Sacó una cámara fotográfica de ella. Su pequeña Afga. Aquél peso superfluo, como le habían dicho otros aviadores, iba a salvarla. Sin apenas movilidad en los dedos, le costó horrores prepararla. Una vez lo hizo, la apoyó en sus rodilla y apuntó hacia sí misma. No podía mirar por el objetivo, pero tampoco era esencial. Sonrió con más vida de la que había tenido nunca y con más felicidad de la que podía soportar. “Aquí, aquí viviré eternamente”.
Click.
Tras el débil chasquido, su cuerpo se desplomó inerte en el suelo. Sus pulmones rechazaron el oxígeno, y sus venas la sangre. Pero sus ojos seguían brillando. Quizás no en la realidad, pero sí en el celuloide, que acababa de atrapar su esencia. Y mientras lentamente le iba dando forma a sus rasgos, a su sonrisa y a su vitalidad, las cercanas montañas aún repetían en murmullos sus últimas palabras. “Eternamente viva… Eternamente viva…”.