La fábrica de poder


Autor: John Reynhold

Fecha publicación: 25/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un joven, tras terminar la carrera, accede a trabajar en una empresa que suministra armamento al gobierno de su país. Tras conseguir el trabajo que necesitaba para independizarse, en su vida surgirá un nuevo conflicto: la ética de los propietarios de la empresa para la que trabaja.

Relato

Fábrica de poder - John Reynhold
Como ingeniero de minas en paro y ante la difícil situación económica que atravesaba mi país, decidí trabajar para Industrias Krong, la fábrica de armamento que suministraba material bélico al gobierno. Me contrataron como jefe de sección en los procesos de elaboración de material explosivo. Augusto Sánchez, el químico de la unidad, era la persona más capacitada para tomar decisiones en la materia, pero la jerarquía reinante no estaba por el saber, sino por el margen de beneficio, y mis dotes de mando, junto con mi máster en administración y dirección de empresas, me hicieron merecedor del puesto. Me encontraba preparado para dirigir un equipo, lidiar con recelos de cualquier clase y cumplir con los objetivos fijados, pero mi entusiasmo por tener un empleo, ganar dinero e independizarme, chocó con un problema inesperado.
—Estamos encantados con usted, señor Ramírez —me había dicho el consejo directivo en la primera reunión—. Con su llegada y la implantación del nuevo proceso, hemos conseguido ahorrar en costes de producción un 5% mensual, al año, es mucho dinero.
Profesionalmente me sentía realizado. Todos los conocimientos adquiridos en mi etapa académica funcionaban a la perfección en la práctica, pero el conocer a María, la auxiliar que trabajaba en exportación, me había abierto los ojos a una nueva realidad: la empresa estaba vendiendo, sin escrúpulos, armamento que terminaba en manos de niños en zonas de conflicto en países de África y Oriente Medio.
—Ganan más dinero cuanto más vendan. Yo me enteré de todo gracias al despiste del comercial que se dejó su Blackberry encima de mi mesa con el correo abierto —me había dicho aquella tarde.
A los señores de la guerra, como eran conocidos en el argot profesional, les daba igual el cómo y el porqué, lo importante era vender: una suculenta comisión extra les iba en ello. Mi moral, sin embargo, me impedía continuar con mi labor al ser consciente de la política de ventas, pero mi relación con María peligraba si mostraba cualquier descontento al respecto, ya que la información que ella me había proporcionado era secreta.  Mi corta vida profesional se enfrentaba ahora a una situación para la cual no fui preparado en la universidad: cuáles son los valores de las personas que dirigen la empresa para la que trabajas.
—No puede ser que este material esté llegando así, sin más —contesté contrariado.
—Cómo lo están haciendo, no lo sé, pero pude comprobar, además, que ese envío salió del almacén. Comprobé que correspondía al mismo pedido cerrado por el comercial en su email.
—Hay que averiguarlo.
—¿Para qué? Has estado cinco años reponiendo estanterías en el supermercado, ¿quieres vender la casa y volver a ese oficio?
Vender la casa suponía perder el 40% de su valor inicial, ya que con el boom de la burbuja inmobiliaria, lo que había pagado durante «la cresta de la ola», no era ni la mitad de lo que costaba ahora. No podía permitirme trabajar en según que cosa, la cuota del banco era implacable al paso del tiempo, y a la espera de algo mejor, tenía que seguir cumpliendo con mis responsabilidades. La publicación de una de mis investigaciones en una revista científica, corroboró que así lo estaba haciendo.
—Es un orgullo para nosotros contar con gente como usted, señor Ramírez —me dijo Cobarro, el dueño de la empresa, con la revista en la mano.
—Un honor para mí, que me reciba en su despacho.
—Déjese de tonterías. Puede venir cada vez que quiera. En el almacén hay gente de todo tipo, ¿usted sabe? Hace poco han tenido que despedir a uno, que llevaba una semana sin venir. Hemos tenido que ir a su local de ensayo para notificarle el despido. Estaba de gira con su banda de heavy metal.
—Hay que ser responsable en el trabajo.
—Por eso me agrada recibirle, porque usted es un perfecto ejemplo de lo que queremos. Una vez he conocido tus recientes logros profesionales y científicos, tengo el gusto de comunicarle un aumento salarial de 15%.
—No puedo estar menos que agradecido.
—Me alegra que así sea. Como sabe, todavía no ha cumplido su primer trienio, pero aquí también podemos ser un poco hippies, si me permites la expresión. —Cobarro mostró una sonrisa sádica buscando mi complicidad.
Salí de su despacho, con la revista abierta por la página dónde estaba mi artículo, tal y como me la había dado. Entendía la satisfacción de Cobarro, además de los costes en producción, mis recientes investigaciones habían conseguido mejorar uno de los procesos químicos del laboratorio. Para mí solo era una cuestión de números y letras, las mismas que había utilizado en mi proyecto fin de carrera, pero ahora, esos cálculos se traducían en unas bombas que tenían mayor potencial destructivo.
—Conseguir una publicación científica da mucho prestigio —dijo María al verla.
—¿Crees que tengo ganas de celebrar algo?
—¿Cómo no? ¿Tú sabes las posibilidades que te brinda el hecho de conseguir una publicación en una revista especializada?
—Sí, lo sé. Es la finalidad de mi aporte lo que me preocupa.
—No eres tú quien fabrica, compra o vende esa munición. Tu sólo has conseguido un logro científico, que es para lo que has estudiado.
—Yo quería estudiar ingeniería industrial, porque era la única carrera de mi comunidad en la que se podía seguir con el dibujo técnico, que era lo que me gustaba. La nota no me daba, por eso me cogieron en Ingeniería de Minas… —Intenté justificarme.
—Tienes capacidad, lo que otros hagan con tus logros, no te desmerece. Tienes motivo para celebrarlos.
María me motivaba para seguir allí de la mejor manera. En parte, ella sabía que era difícil conseguir otro trabajo con mejor sueldo, y las posibilidades de promoción que me brindaba este. Cuando los domingos salíamos de misa, parecía que todo volvía a empezar. Ella se sentía radiante, yo sin embargo no conseguía ese borrón y cuenta nueva, que si parecían experimentar el resto de mis compañeros de empresa y militares amigos, al escuchar: «Podéis ir en paz», y el posterior al unísono: «Demos gracias al Señor».
Conseguir esos logros en tan poco tiempo, junto al conflicto interior que sufría, provocaron que la ansiedad creciera en mi interior. Aunque todo lo aportado ya había hecho que la empresa consiguiera grandes resultados, yo no veía la forma de introducir nuevas mejoras y las dudas sobre la ética empresarial perduraban. Una mañana, en un extremo de ansiedad, me levanté con un picor insoportable en el ojo derecho.
—¡Es un herpes! En el ojo es considerado como grave —dijo el médico alarmado tras observarme.
En la cima de popularidad que yo había conseguido en una empresa de miles de trabajadores, y aunque Cobarro había sido nombrado nuevo Ministro de Defensa y ya no la frecuentaba, despedirme era impensable, por lo que no tuvieron más remedio que aceptar mi baja médica hasta recuperarme.
—Te vendrá bien descansar, ya lo verás —me dijo el nuevo presidente del consejo directivo con desconfianza.
—Es lo que necesito.
Durante varios meses frecuenté los baños de Yeste, me apunté a yoga y comencé a ir a un psicólogo. Cada sesión me proporcionaba una dosis de conciencia. A diferencia del cura, cuando hablaba, sentía recibir una información que habría deseado recibir muchos años antes, pero que hacían brillar algo apagado en mi interior. Pero María, no lo vio de la misma forma, y en la medida que yo avanzaba en la dirección correcta, ella decidió terminar la relación. Supliqué que no lo hiciera, pero no tuve más remedio que aceptar que de nuevo me encontraba solo.
—A veces sucede —me dijo el psicólogo—, que la otra persona no está preparada para seguir con alguien cada vez más sano.
En este momento de mi vida, decidí volver al teatro, con el feliz recuerdo de la obra en el colegio que toda la clase disfrutó. Busqué en internet, y encontré un taller de teatro social, gratuito, en la página de la coordinadora de ONGD de mi comunidad. Me apunté in extremis, y me aceptaron. Pude conocer a gente muy diferente a la que trataba.
—Hoy trabajaremos la improvisación —dijo la monitora—. No todo lo que veis hacer en los actores está escrito de antemano.
Disfruté mucho la clase. Nos dividimos en grupos y salíamos a un pequeño escenario con una historia planteada de antemano, pero sin un claro final. Recuerdo que en mi grupo, pusimos cuatro sillas en el escenario, simulando los asientos de un taxi. Yo era el conductor del taxi, y recibí el aviso de un cliente en la calle.
—Buenos días, ¿hacia dónde vamos?
—Hacia dónde usted quiera.
—Tendrá que decirme el sitio.
—Tome cincuenta euros y deme un paseo hasta que se acaben.
Así que arranqué, y empezamos a pasear. Por el camino dos mujeres me llamaron desde la acera, y justo cuando iba a indicarles que el taxi estaba ocupado, mi cliente me dijo que las subiera sin problema.
—¿Has leído esta noticia? —dijo una de las mujeres que se sentó detrás, con su compañera.
—Sí, un asesino anda suelto por la ciudad. — Se hizo un silencio cuando una de ellas, tras hacer como que miraba el periódico que le enseñaba su amiga, se quedó mirando asustada al cliente que tenía a mi derecha.
La interpretación, con final improvisado, acabó en un drama, pero gustó al resto de la clase que aplaudió agradecida.
—Me ha encantado —dijo Laura, una compañera con la que había congeniado.
—A mí también la tuya.
—Reflejas todo con tu cara, y tienes una voz fantástica para el teatro. —Jamás lo había pensado.
Para sorpresa de final de taller, la coordinadora de ONGD me regaló la posibilidad de ir a un poblado de Tombuctú, en el desierto de Malí, al conseguir una de las becas que sortearon entre todos los participantes. Mi formación adicional en empresas, la vieron útil para aportar todo lo que pudiera en el tema administrativo, llevaríamos además material sanitario y educativo. No dudé en aceptarla.
Tras unas semanas de formación preparatoria en la coordinadora, volamos hacia Malí al mes siguiente. Llegamos por la noche al campamento de jaimas donde nos hospedamos, y los lugareños nos recibieron con unos bailes al son de tambores africanos y coros de la banda de música del lugar. Los músicos, seis en total, vestían con largos trajes de color blanco que contrastaba con su oscura piel, y sus caras se hacían visibles con el resplandor del fuego de las antorchas que los iluminaban.
—¿Qué tal el viaje? —me preguntó Victor, compañero de la coordinadora que dirigía el proyecto en el lugar.
—Bien, aunque no esperaba este frio.
—Pues las jaimas no tienen estufa, abrígate, las noches están siendo muy frias. Tienes mantas de sobra en el interior.
Durante los primeros días pudimos visitar el colegio y hacer entrega del material escolar. Al entrar en el aula me sorprendió comprobar la edad media de los alumnos, en torno a los cuarenta años. Nos saludaron risueños y nos despedimos cantando con ellos en la pizarra.
Una mañana, Víctor, con el que había estrechado una buena relación, me dijo:
—Hemos sabido que ha llegado un envío de armamento desde España. Incumple la normativa, porque este país está en conflicto.
—¿Y cómo ha entrado? —Victor empezó a liar un cigarrillo.
—En aduanas no hemos encontrado la partida como armamento, pero han indagado, y hemos sabido que viene de Industrias Krong. Ha entrado como material deportivo de tiro.
No podía creer lo que estaba escuchando, pero todas las dudas sobre lo que un día me dijo María, acababan de resolverse de la forma menos esperada.
—Te agradezco lo que acabas de contarme.
—¿Como va a funcionar nuestro país si este es el tipo de gente que lo dirige? —dijo y se llevó el cigarro que acababa de liar a la boca.
Saberlo supuso el punto y final en esa empresa, pero el destino me deparó la posibilidad de iniciar, junto a Laura, un proyecto educativo en la escuela del poblado.