Resumen
Mi abuela nos dejó hace un par de años, pero la cantidad de cosas que nos enseñó permanecen dentro de todos los que la tuvimos cerca. En este relato hablo de todos esos consejos y enseñanzas que nos regaló mientras estaba entre nosotros, y los represento en forma de pulseras delicadas que lucir sobre nuestra piel, o incluso dentro de ella. Las pulseras nos hablan cuando estamos perdidos, y nos recuerdan que, aunque no tengamos a la abuela físicamente, siempre vamos a tenerla cerca.
Relato
Ajustar sus pulseras
La primera vez que Ayú me regaló un brazalete no supe muy bien qué hacer con él. Nunca me explicó de qué material estaba hecho, ni cómo ajustar su larga cadena a mi pequeña muñeca, ni cuándo tenía que lucirlo. De alguna manera pude intuir que tenía bastante valor: mamá guardaba los que ella recibía con muchísimo cuidado, como si se tratara de un cristal valioso y frágil. A medida que fui coleccionando más y más, decidí que lo mejor sería comprar una cajita donde tenerlos todos juntos, protegidos del viento y el desorden de mi cabeza. Me hice con una caja pequeña color crema, como la que ella traía llena de pastelitos cuando venía a comer a casa, y dibujé su nombre con distintos colores sobre la tapa.
Ayú era la mujer más valiente que he conocido nunca; la abuela nunca tenía dudas a la hora de luchar por conseguir lo que se le metía entre ceja y ceja, ni de expresar demasiado alto sus ideas, ni de amar a demasiadas personas. Sin embargo, a pesar del muro de coraje que construyeron todos los años que arrugaron su piel, Ayú tenía mucho miedo a morir.
Recuerdo el color de su mirada esos días en los que sentía que el monstruo que habitaba en su cuerpo había crecido un poco más, había descubierto una nueva esquina en la que vivir. El verde de sus ojos se volvía algo grisáceo pero, de alguna manera, no más frío: con su mirada quería decirme tantas cosas, pedirme tantas cosas, llorarme tantas cosas, preguntarme tantas cosas… Muchas veces yo me sentía perdida en ese mar un poco más gris que verde. Las olas nostálgicas y feroces borraban de mí cualquier mota de inocencia; con su cuerpo infinito, me gritaban acerca de nuestra efimeridad. No me advertían, no. Las olas me gritaban, berreaban, se desgañitaban y me rugían que no somos para siempre. Que Ayú no era para siempre. La sal del mar tiene, según dicen, propiedades curativas. El océano que dibujaba el monstruo de mi abuela, en cambio, tenía una sal demasiado áspera para ser medicinal. Esos días en los que Ayú notaba las pezuñas de la criatura un poco más largas, el mar y sus aguas comenzaron a mojar mis dedos de los pies. Cautelosamente, sin prisa, con seguridad. Las aguas arrastraron la sal por toda mi piel y, al bajar la marea, los granitos se quedaron pegados a mi cuerpo. Me dijeron que frotando se irían, que el viento se los llevaría volando, que el tiempo siempre resulta en la erosión de las sales. Pero su sal no se ha ido. Y me escuece mucho.
Ayú nunca fue una persona parca en palabras; a veces tenía tantas desfilando entre sus labios que era difícil prestar atención a todas. La política y los camareros eran sus temas de conversación preferidos, y la expresión “es una vergüenza” era la primera de su diccionario. La boca de la abuela solo se olvidaba del gobierno cuando el monstruo de su cuerpo le susurraba algo al oído. Desconozco lo que le decía; aunque muchos ya han escuchado al mismo monstruo, los demás no sabemos ni en qué octava está su voz. El murmullo del monstruo tenía un efecto asombroso en ella; de repente, las prisas se tropezaban entre sus dientes, dejando claro que tenía más cosas que decir que tiempo. Entonces la abuela, como si los susurros dieran cuerda a sus manos, trenzaba sus palabras. Primero las cepillaba, luego las enlazaba, y después juntaba sus extremos con un broche resistente. Como es normal, perdió la cuenta de cuántos brazaletes hizo, pero no desperdició ni uno de ellos: Ayú sabía exactamente en qué momento y a quién obsequiar con una de sus creaciones, aunque los beneficiarios nos quedáramos un poco desconcertados con el regalo.
Imagino que una de las cosas que la abuela quería contarme cuando los ojos se le volvían grises era cómo lucir su pulsera, o por lo menos, cómo ajustarla bien al tamaño de mi muñeca. Ella sabía que me resultaba muy incómodo llevarla colgando, pero el problema era que la cadena no tenía ningún eslabón al que enganchar el broche y conseguir un diámetro más pequeño: estaba hecha para mayores.
Todos los domingos antes de comer y de que Ayú hiciera su última pulsera y se quedara sin palabras, solíamos dar juntas una vuelta a la manzana. Ella sacaba fuerzas para dar cada paso, y yo para conseguir que el ritmo al que andábamos no matara a mi nerviosismo. Esquinas y pasos de cebras eran el punto en el que Ayú se paraba, respiraba hondo un par de veces, y volvía a su pequeño pero enorme objetivo: la siguiente esquina o el siguiente paso de cebra. Ahí, una vez recobrada la respiración, solía decirme con la voz quebrada algo así como: “con la abuelita hay que tener cada día un poco más de paciencia”. Y, con su brazo enlazado al mío y mi mano sintiendo su pulso acelerado, me daba cuenta de mi fortuna por ser yo quien tenía que ser paciente con ella.
Gracias a eso, conseguir ajustar la pulsera se volvió tarea fácil, aunque ella no pudiera darme instrucciones literales. Ya me las había dado, pero no como yo esperaba. Descubrí, después de analizarlo mucho, que el brazalete tenía en el centro una anilla delgada. Al abrir la anilla y sacarla de la cadena, contaba en mis manos con dos pulseras distintas, ahora sí ideales para mí muñeca. La abuela me había pedido paciencia, pero no solo se refería a tener calma cuando ella se convertía en un reto para mis nervios: la paciencia era también un ingrediente necesario para abrir las anillas centrales de las pulseras, que estaban cerradas con mucho empeño, y para encontrar un broche que cerrara correctamente la nueva joya.
Cuando la abuela ya no tenía nada más que contarnos, se fue. O eso es lo que diría alguien al observar nuestros joyeros llenos. Todas las personas que la conocíamos de cerca, en cambio, sabemos que todavía se quedó con ganas de decirnos tantas cosas, pedirnos tantas cosas, llorarnos tantas cosas, preguntarnos tantas cosas. Pero se fue. Así, lo único que me quedó de la abuela fueron las pulseras, muchas pulseras.
Unos meses después de que el monstruo ganara a Ayú, decidí inspeccionar con cuidado la caja color crema de mi habitación. Limpié el polvo de la tapa, y deslicé mis yemas sobre el delicado relieve de las letras de su nombre. Se me habían olvidado sus colores. Abrí el cierre metálico y entorné los ojos ante el repentino resplandor que surgió del interior. Una vez se me acostumbró la vista al brillo, me probé, uno a uno, todos los brazaletes que había ido coleccionando tantos años. Por fin tuve tiempo de contemplarlos con calma, de toquetear las trenzas e incluso de oler su perfume, el perfume de la abuela. Cada uno tenía un entrelazado distinto, e incluso las cuerdas estaban hechas de distinto material; pero todos tenían la anilla central y el mismo pulido remate. Al llegar al último brazalete y ajustarlo a mi muñeca, me invadió la sorpresa de notar que la trenza se fundió con mi piel, hasta desaparecer por completo ante mi vista. Tras unos segundos de desconcierto, e incluso un poco de miedo, comencé a sentir un ligero calor recorriendo mi cuerpo. No era asfixiante; más bien reparador.
Con mi nueva pulsera integrada a mi piel, a veces soy capaz de escuchar alguna de esas cosas que Ayú quería decirme, pedirme, llorarme y preguntarme. A veces soy capaz de hacer lo que nunca me habría atrevido a hacer, porque la oigo animándome desde las sombras o la luz, no lo sé. A veces soy capaz de notar su abrigo cuando estoy sola, e incluso de apreciar la soledad, como ella hacía. A veces soy capaz de ser un poco más paciente ante quien reta mis nervios, porque ahora sé que merece la pena. A veces, sin embargo, no sé a dónde ir, y entonces abro de nuevo la caja color crema, me pongo una pulsera de las que no se funden en la piel, de las que se lucen en la muñeca, y siento que la abuela me guía en mi despiste.