
Resumen
Una persona posee una extraña enfermedad mental, para algunos. Él lleva toda la vida intentando curarse y convertirse en alguien "normal", para lo que urde un plan.
El significado del titulo puede ser una pista.
Relato
Komorebi
La terapia de regresión había dado sus frutos, decía don Sergio mientras escribía en su cuaderno tamaño cuartilla. Sus ojos buscaban donde detenerse, entre sus apuntes y mi lenguaje no verbal –Tantos años yendo a psicólogos y psiquiatras te amplia vocabulario y terminas examinando a todos tanto como a ti mismo– por lo demás, todo en él era rígido. Pelo rígido de gomina. Traje rígido de almidón. Piel rígida como cartón verjurado de arrugas.
Don Sergio no es el único psiquiatra que he conocido, pero sí el más digno de nombrar. Fue en su primera consulta donde tomé la decisión de no volver a visitar más loqueros. Pero mi voluntad es débil y regresé, aunque me comprometí conmigo mismo a que sería el último y lo he cumplido. Sólo lo necesitaba como excusa. Hace tiempo que me di cuenta de que sólo yo podía arreglar esto.
Todos los jueves a las siete de la tarde mi dedo presiona el botón de plástico renegrido que hay al lado de una pequeña placa dorada donde se puede leer Don Sergio Mortíz Sueros. Psiquiatra experto en Terapia Neuroemocional. Luego me introduzco en un ascensor quejoso que me transporta hacía otro tiempo, entre madera labrada y rejas metálicas. Cuando salgo del ascensor siempre está la puerta entreabierta. No hay secretaría ni personal que reciba a las visitas. La puerta, como no podía ser de otra manera, también se queja. El vestíbulo promete lo que el despacho que se encuentra a la derecha cumple: Escritorio de madera noble con lámpara de bronce encendida, diván de cuero verde con remates de pequeñas tachuelas doradas, varios diplomas y fotos de personas ilustres, ninguna del dueño de tanta sobriedad sombría.
Después de tantas sesiones, ejercicios de autocomprensión, autoconocimiento, autoevaluación, mi autoestima, según Don Sergio, ha mejorado. Ya puedo salir a la calle sin miedo, dice, sin mirar solamente al suelo, sin sentir vértigo cuando miro a otro ser vivo. Pero él no sabe que le miento cuando digo que ya no veo a las personas como antes.
Yo pensaba que el mundo se veía así, como yo lo veo. Mis ojos se abrían por la mañana y todo se iluminaba. El interior de las personas, su luz, me hacía sentir especial. Cuando se lo conté a mi madre se rio y me preguntó si quería más leche. Yo miraba la mesa pero mis ojos la atravesaban observando mis pies descalzos jugueteando con la zapatilla.
Con el tiempo comencé a sentirme desplazado. No se puede ir por ahí profetizando lo qué habrá detrás de las puertas. Los que me conocían apartaban la vista para no cruzar sus pensamientos con mis ojos. Tal vez debería haberme callado. No decir lo que veía. Deseaba no ver la tristeza detrás de la sonrisa de mi madre. Deseaba olvidar la decepción por la vida de la señorita Rosa cuando nos decía que el esfuerzo tiene recompensa, que teníamos que estudiar mucho y el esfuerzo nos haría ser lo que deseáramos. Tú, Fernando, ¿qué quieres ser de mayor? Me decía con voz suave y ojos sonrientes. Normal, contesté varias veces. Normal.
Soy como la luz del sol cuando traspasa las hojas de los árboles. Las hojas se vuelven diferentes, no pueden ocultar nada, su color cambia y puedes apreciar los nervios y pequeñas manchas. Los muros de las casas se vuelven transparentes cuando los miro. No quiero ver. Alguna vez me encuentro con personas de interior feliz, limpio, sin manchas,... pero pronto se alejan de mi lado. Entonces fijo mis ojos en el suelo y aligero el paso para encerrarme en la oscuridad de mi casa.
Con siete años descubrí el cine. Mi padre me llevó a ver Tarzán de los Monos. Encontré el lugar donde quería vivir. Las personas de la pantalla eran planas, cuando reían yo solo veía eso, una cara sonriente. Mis padres no entendieron mi obsesión por comprar una tele. Ahorré todas mis pagas de los domingos, no compraba un boleto ni un refresco en el bar. Sólo tardé tres años en tener la mitad del dinero, mis padres me dieron el resto. Aprendí a vivir de los sueños de las personas planas. Personas grises que fueron tomando color cuando tuve mi propia tele.
Pero no podía estar todo el día metido en un cine o pegado a la pantalla. Solo me encontraba tranquilo en la oscuridad de mi cuarto, sin tener a nadie enfrente. Allí fue donde encontré la solución. Con los ojos cerrados nada se interpondría en mi camino. No volvería a ver decepción, tristeza, mentira, dolor…Tal vez era un engaño, pero lo deseaba tanto. Sentía envidia de los demás, de la gente normal. Deseaba descubrir a las personas con el tiempo, no de repente con solo mirarlas.
La primera vez no lo pensé lo suficiente. Tenía que haber buscado varias alternativas. No salió bien. Fue entonces cuando las terapias y psicólogos se convirtieron en psiquiatras hasta llegar a Don Sergio. Él dice que todo ha comenzado a mejorar, pero lo engaño. Lo engaño como a todos. Y se lo cree, como todos. Al principio no era así. Estaba convencido de que mi problema era mental y los profesionales me podrían ayudar. Me presté a cualquier terapia y medicación que me proponían. Nada hacía efecto, y aprendí a mentir.
Don Sergio y sus terapias abrieron el camino. Los problemas los generamos nosotros mismos, decía, y por eso solo los podemos solucionar nosotros. Lo importante es verbalizar el problema, aseguraba, para poder solucionarlo. Verbalizar el problema. Solucionarlo uno mismo…
He necesitado toda una vida para conocer y verbalizar mi problema. Muchos años para conseguir buscar la mejor solución, y ya la he encontrado. Esta vez saldrá bien, estoy seguro. Lo tengo todo preparado. Primero me administraré una pequeña dosis de sedante. Encontrarlo ha sido fácil, Don Sergio no está demasiado atento a lo que deja por encima de las mesas. Esperar dos minutos. El ácido ha sido mucho más fácil de encontrar. Una gota en cada ojo y mi mayor deseo se hará realidad.