Como sonríen las tortugas


Autor: Nieves

Fecha publicación: 17/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

La amistad menos pensada surge entre un tigre y una tortuga cuando ambos se encuentran en las tumultuosas aguas de un mar embravecido.

Relato

Como sonríen las tortugas

El tigre se preguntó si era buena idea seguir adelante, o no era mejor regresar a las rocas donde se echaba a descansar, y esperar a que a en el cielo apareciera una nueva luna que le trajera mejor suerte. Pero en el fondo sabía que no podía darse ese lujo. Se sentía muy hambriento, hacía varios días que rondaba por el bosque y ahora ya estaba cansado y débil; al día siguiente iría a sentirse peor. De pronto escuchó un ruido al costado del sendero por donde caminaba, algo se movía entre las hojas. Inmóvil en la penumbra de la noche, el tigre agudizó la vista, tanto que dejó de ver; ahora sus orejas captaban mínimos movimientos en la oscuridad. Era tiempo de cazar, pero había un problema: por aquel lugar, la Isla Tormenta, andaba otro tigre. Lo supo del modo en que los tigres saben todas las cosas, con ese cosquilleo que ilumina las manchas negras en su piel dorada. De inmediato pensó que podría ser alguno de sus dos hermanos, aunque hacía tanto tiempo que no los veía que también ellos habían pasado a ser extraños que competían por el mismo bosque. Además de ver con las orejas, ahora el tigre veía también con la nariz: sí, había olor a tigre en el sendero. No había dudas, otro tigre andaba por ahí. Pero las pisadas que recién había escuchado eran ligeras, no eran pisadas de tigre; de seguro alguna liebre o algún zorro. El tigre buscaba otra cosa. Una liebre no era un digno rival de un tigre; con esas orejas largas que subían y bajaban según la ocasión; y un zorro era, en el mejor o peor de los casos, un competidor, pero nunca una presa. Decidió entonces seguir camino, cuatro pasos que se repetían en otros cuatro pasos sobre aquel sendero, alumbrado de a tramos por la luz de la noche, mientras que unas sombras arabescas se desparramaban por el suelo, vibrando cuando el viento agitaba las ramas de los árboles.
Durante horas el tigre caminó sin encontrar nada que cazar. Por instinto, por curiosidad o por hambre, comenzó a alejarse cada vez más de sus zonas conocidas dentro del bosque, hasta que llegó a un lugar en el que no había estado nunca. Con sorpresa vio lo que en un principio le pareció imposible: el bosque que tanto conocía, de pronto se terminaba. Y más allá, frente a sus ojos, aparecía una superficie sin árboles ni plantas, lisa, plateada y brillante, muy distinta a todo lo conocido. El tigre había descubierto la playa. Alzó la mirada, y encontró dos lunas, una en lo alto del cielo y otra temblorosa, en el horizonte. Un rugido ensordecedor que provenía de todos lados envolvía el aire y no lo dejaba pensar. El tigre nunca había escuchado algo así. Miró el suelo, pisó con desconfianza aquella superficie plateada y maravillosa, y al dar algunos pasos giró la cabeza para ver sus huellas en la arena. Así, envuelto en la adrenalina de lo nuevo, dejó atrás el bosque y su penumbra silenciosa. Ahí la noche era brillante y plana, y no tenía final, porque se unían, en lo interminable del horizonte, el cielo y la tierra en un mismo color azul. Al tigre no le gustó ver sus huellas en la arena, dejar semejante rastro lo delataba, y sin embrago no había otro modo de avanzar. Quería saber qué era ese lugar sin árboles ni plantas, con ese suelo brillante y movedizo, tan distinto a la tierra firme del bosque. Entonces lo vio, allí estaba el dueño de aquel rugido ensordecedor: el mar; una inmensa masa de agua se acercaba a la orilla y se arrugaba en pequeñísimas olas, y de pronto retrocedía temeroso del nuevo visitante para luego volver a avanzar. El tigre quiso huir, regresar a los senderos conocidos de su bosque, a la seguridad de su roca, pero sus ojos quedaron fascinados, sus orejas se acostumbraban de a poco a aquel rugido y después de un momento, se atrevió a acercarse a la orilla. Cuando algo interrumpió el paisaje: una tortuga se arrastraba por la arena, a tan solo unos metros de donde él estaba parado. El tigre sintió las irrefrenables ganas de saltar y ponerle una pata encima, pero no para comerla, una tortuga no iría a servirle de nada, con ese caparazón duro tan parecido a la corteza de los árboles, sino para hacerle saber que él estaba ahí, y que seguía siendo el más feroz entre todos los animales. Qué fácil sería atraparla, pensó el tigre, era como todas las tortugas: lenta y tonta. El tigre se agazapó y preparó el zarpazo. La tortuga parecía caminar hacia la oscuridad del mar, no le prestaba atención al tigre, avanzaba a pesar de que sus patas pesadas se hundían en la arena. El tigre se quedó unos segundos viendo a la tortuga; ella se acercó a la orilla, parecía esperar el momento indicado, y cuando una ola cubrió su caparazón, la tortuga desapareció bajo la espuma. Con sorpresa y admiración, el tigre envidió su coraje, y supo, en aquel momento y por primera vez en su vida, lo que era el miedo: el mar. Misterioso y potente. El tigre le tenía miedo al mar. Aquella oscuridad salpicada por la luna era fascinante y peligrosa, y sin embargo la tortuga había enfrentado el mar con valentía, sola, sin ayuda de nadie, y se había dejado envolver por la espuma de la orilla. El tigre sintió la sangre correr por todo su cuerpo, como cuando estaba a punto de dar el zarpazo final tras correr a una presa, y tuvo ganas de rugir más fuerte de lo que rugía el mar. Si la tortuga había podido enfrentarlo, él también podría, para eso había nacido tigre, por eso lo respetaban todos los demás animales, y el mar también lo iría a respetar. El tigre miró las olas, no había imaginado nunca algo así, y sin pensarlo dos veces corrió él también hacia el mar. Dio un salto, primero sintió el frio del agua en la piel, y dio otro salto para no dejarse atrapar por las olas, pero ahora su cuerpo entero estaba bajo el agua, en medio de aquel rugido interminable y ensordecedor que se mezclaba con su propio rugido. El tigre se hundía en el agua, sin nada que pudiera hacer. Burbujas de aire salieron de su nariz, y sus patas lucharon para salir a flote, pero no había de donde aferrarse, y el tigre comenzó a hundirse cada vez más. Sus movimientos frenéticos no servían de nada, no había escapatoria, quedaba atrapado el tigre entre las olas, solitario y final. Y de pronto la noche fue un silencio oscuro y distinto, una soledad en la que no había estado nunca, y en esa soledad oscura y distinta el tigre comprendió que no había forma de escapar. No se podía luchar contra el mar, el agua se dividía entre sus patas, y en aquel momento pensó en los senderos del bosque, en el destino de tigre que lo había llevado hasta allí. Ahora luchaba por sobrevivir, pero el mar no luchaba contra el tigre, y era por eso que el mar se lo tragaba de a poco; cuanto más se movía más rápido se quedaba sin aire, y ya no le quedaban fuerzas. Segundos después el tigre se dejó caer vencido en aquel abismo arremolinado e interminable hacia el fondo del mar. Se hundía en la ternura del agua, el tigre, en las corrientes submarinas, se acostumbraban al fin sus ojos a tanta oscuridad, cuando de pronto sintió que algo lo arrastraba hacia el aire de la superficie. El tigre no comprendía qué sucedía, hasta que sus ojos vieron en la oscuridad del cielo una mancha blanca que se hacía cada vez más grande y luminosa, y al sacar la cabeza fuera del agua vio la luna y respiró una bocanada de aire fresco que lo devolvió a la vida. La tortuga lo había salvado. Pero ahora ella luchaba contra la corriente, porque el cuerpo del tigre resultaba demasiado pesado para la tortuga. Aunque ella sabía moverse en el agua, y conocía el mar y la fuerza de las olas, y estaba dispuesta a salvarlo, apenas lograba sostener a flote al tigre. Con mucho esfuerzo, la tortuga logró llevarlo a tierra firme, y con el poco aliento que le quedaba, el tigre logró salir del agua. Dio varios pasos y se dejó caer sobre la arena, donde las olas no podían alcanzarlo. Estaba exhausto el tigre, apenas podía levantar la cabeza y mantener los ojos abiertos. Quería alejarse de allí de inmediato. No volver jamás al mar.
-Tortuga, alcanzó a susurrar el tigre cuando recuperó el aliento, prometo ser tu amigo para siempre.
La tortuga se echó en la arena junto al tigre, y con esos ojos lentos que tienen las tortugas, capaz de retener aquella imagen durante siglos, quiso presentarse, pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para poder hablar.
Cuando el tigre se sintió mejor, y pudo levantarse, corrió hacia la maleza; antes de internarse en la penumbra del bosque, el tigre miró hacia la playa, buscó con sus ojos de tigre los ojos de la tortuga, y a su manera le dio las gracias por haberlo salvado.
Días más tarde el tigre encontraría a sus hermanos en el bosque, y le contaría con palabras de tigre acerca del mar y de su nueva amiga.
Poco después, la tortuga sintió en sus patas la espuma de las olas que llegaban hasta ella, y supo que debía volver al mar; si se quedaba ahí corría riesgo de que algún otro animal fuera a atraparla, pero el esfuerzo de salvar al tigre había sido demasiado grande. Abrió la boca y tragó una bocanada de aire fresco. La luna se duplicaba en el horizonte, y brillaba, también, en las huellas que había dejado el tigre. La tortuga alzó la cabeza, miró hacia el bosque.
-Ahora tengo un nuevo amigo, pensó con alegría la tortuga.
Y sonrío, como sonríen las tortugas después de salvarle la vida a un tigre.