Kilómetros


Autor: Fernando Isidoro

Fecha publicación: 16/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un viaje relámpago entre recuerdos, época de escuela y el regreso a clases.

Relato

Que fastidio cuando intentás quedarte dormido y te siguen hablando. Por supuesto, quien estaba sentado a mi lado, lo desconocía. A tal punto que opté por seguirle la corriente y continuar la conversación que después de dos horas de viaje, por más que traté de cerrar los ojos, y mirar para dentro, la charla me lo impidió.
Sentí como me observaba por al menos quince minutos antes de decir sus primeras palabras. Muchas veces es difícil iniciar una charla. Primero hay que tener un tema perfecto que permita que la conversación se prolongue. Segundo, se debe saber interpelar a nuestra víctima. Quizá esté mal que utilice el término víctima, pero en gran parte de las situaciones es lo que sentimos al encontrarnos envueltos en un sinfín de consultas que parecen triviales. ¿Es acaso un interrogatorio policial? Finalmente, quien inicia el cuestionario, naturalmente desea exponer su visión del mundo. O al menos imponer algunos conceptos aislados, que permitan convencer a su interlocutor.
Es aquí donde siento que tengo el antídoto perfecto para suspender un interrogatorio: ser yo el que comienza con las preguntas. Claro, eso es. A la gran mayoría de las personas les gusta más escucharse que perderse en historias ajenas. Basta con darles la posibilidad. Así es como ponemos fin al cuestionario y logramos que nuestro investigador ocupe el lugar de interrogado. Brillante, ¿verdad?
Mientras tanto, continuaba mirando por la ventana. En cualquier contexto esta es una estrategia ideal para dilatar lo inevitable; fueron quince valiosos minutos los que permitieron conservar el silencio. Me hacía el que estaba ocupado en la inmensidad de campos y más campos desfilando a través de la ruta. En realidad me encontraba perdido en el horizonte, contemplando la nada misma desde mi asiento de autobús. Sin embargo con un ojo alcanzaba a ver los movimientos del caballero que se encontraba a mi lado. Él procuraba cruzar miradas por todos los medios. Sentirse parte de mi observación.
Había resistido una enormidad de tiempo, si se entendía un cuarto de hora como un lapso considerable de tiempo. De cualquier modo me daba curiosidad ver bien a quien tenía a mi lado. Ahí cometí el primer traspié, si realmente quería dormir, o en su defecto evitar una charla. Mi interrogador, aunque en esos momentos era tan solo un vecino de viaje, tendría más o menos unos sesenta años. Gafas azules marino que mostraban una considerable ceguera. Cabello mal distribuido de color gris. No cualquier gris. Más bien una combinación equilibrada entre un blanco ceniza y un grisáceo que nunca llegaría a tornarse en canas, pero tampoco conseguiría ser verdaderamente gris. Su primera pregunta podía vislumbrarse con fines turísticos. Siempre y cuando se piense que una observación más o menos precisa sobre el pronóstico del clima y los planes para un fin de semana, sean una consulta viajera.
Había confirmado mis observaciones. La pregunta no había sido solamente si se avecinaba una tormenta. O acerca de las actividades típicas que se realizan en destinos costeros. Su consulta había sido más específica. Saber qué programa podría tener un visitante (siempre y cuando creyera que era un turista, pero para ello serviría el interrogatorio) en un lugar de playa durante días de lluvia. Magistral comienzo para conseguir al menos media hora de conversación. Podía haber respondido “mis planes aún no están del todo claro”. Sin embargo contesté que asistiría a un evento de escritores.
-Perdone el atrevimiento. ¿Pero por qué lleva un maletín entre sus piernas?- dijo interrumpiendo mi tranquilidad.
Ahí es cuando comencé por explicarle que mi bolso, maletín o cómo demonios pudiera llamar a un equipaje de viaje que transportaba no solo ropa ligera, pero sobre todo tecnología, tenía objetos de muchísimo valor. Dos libros electrónicos (uno solo no es suficiente, con dos se puede contar con mayor cantidad de volúmenes y tener la seguridad que nunca se quedará sin disponibilidad de lecturas), portátil, tablet, disco duro extraíble, cargadores varios, agenda electrónica, bloc de notas. A fin de cuentas: material de trabajo.
Llegó el remate perfecto. Me observó con cierta complicidad y saltó con un comentario más refinado. Para él nadie con dos dedos de frente hubiese elegido un fin de semana lluvioso para ir a la playa. Le siguió una observación de que por alguna razón precisaba tantos aparatos extraños en un viaje de cinco horas.
Ahí decidí contarle mis planes con mayor detenimiento. Iba a asistir a la premiación de un concurso de escritores del cual era parte del jurado. Entendí que mi afirmación daría lugar a muchas más preguntas y que ya no podría responder con evasivas.
-¿Y usted que género escribe?- preguntó cómo si estuviese interesado en la literatura -porque me imagino que será escritor, ¿cierto?- Por si fuera poco agregó que él siempre había sido amante de la ciencia ficción. E incluso antes de que pudiese contestar remató con la mención de autores clásicos como Ray Bradbury y Stephen King, que no me permitieron aseverar que conociera demasiado del género, más allá de lo que puede leerse en internet.
Recordé en mis comienzos haber escrito varios textos de ciencia ficción. Fue mejor obviarlos en mi respuesta. Solo le interesaba saber el género, aunque intuí que para entonces me daría lecciones de literatura. Le dije de manera un poco tosca que escribía mayormente novelas de suspenso. Bueno, en realidad había publicado tan solo una. El resto habían sido más que nada textos de actualidad; novelas sociales. Un género que no abarcaría ningún otro pero al mismo tiempo englobaría a casi todos. O sea, nada.
Continuó su alocución diciendo que para él yo debería optar por textos que apartaran a los lectores de la realidad. Sentía que en el mundo de hoy vivíamos muy inmersos en la cotidianidad y era mejor llevar al público -no dijo lectores- al terreno de lo desconocido. Imaginar situaciones inexistentes y contrastarlas con los hechos que vivíamos a diario.
Pensé que era mejor asentir. Siempre que estamos en desacuerdo con un desconocido, y queremos evitar una discusión inacabable, lo más inteligente es darle la razón. ¿Para qué iba a contradecir a alguien a quien recién había conocido, y qué probablemente nunca más volvería a ver?
-Le doy un ejemplo y me dirá si estoy equivocado- sentenció como quien va a dar un veredicto.
Entendí que mi acompañante había decidido dejar de hacer las consultas y empezar con un monólogo. No había necesitado iniciar con mis preguntas para cambiar el foco de atención. Mientras lo pensaba, mi compañero daba lugar a un sinnúmero de observaciones. Entretanto el cielo había dejado de estar nublado y se colaban pequeños rayos de sol a través del vidrio. Empecé a perderme en los carteles que anunciaban el kilometraje. Siempre me gustó seguir los kilómetros que faltan para mi próximo destino y hacer cálculos de tiempo que permitan precisar el horario aproximado de llegada.
Cuando volví a concentrarme en lo que decía mi compañero de asiento, ya estaba hablando artículos periodísticos. Afirmaba que en su carrera o profesión (no recuerdo exactamente qué término usó) había tenido la oportunidad de entrevistar a científicos, profesores y por supuesto escritores como yo. De todos ellos, Javier Navarro Collado era quien más lo había sorprendido. Su nombre hizo que lo mirase con inusual atención. ¿El Javier Navarro Collado qué había estado casado con mi tía Elvira? Aquel hombre debía estar muerto hacia nueve o diez años.
Recordé un gran número de anécdotas de quien pudo ser un tío postizo. ¡Qué mal se me dan los parentescos! No quise interrumpirlo. Por un lado, hubiese llevado a la ruina a alguien que era mejor dejar descansar en paz. Por el otro, podía ser que mi vecino descreyera de mis comentarios. Sí, era preferible quedarse callado y asentir.
-Pero dígame, ¿cómo es qué se gana la vida? -me interpeló queriendo hacerme partícipe de su diatriba.
Volví en mí e intenté ser lo más veloz en la respuesta. Solo importaba demostrar seguridad en la siguiente afirmación. A nadie le interesa si le mienten, mientras resulten convincentes. Dije que era profesor de ciencias sociales. Hacía seis años que me había trasladado a la ciudad y por entonces había decidido ejercer en una escuela de mayor envergadura. Como una forma de conocer más gente. Independizarme.
No sé si fue muy interesante lo que dije; continuó su circunloquio como si yo no hubiese hablado. Empezó con afirmaciones políticas. O lo que creí que sería un discurso sin final. ¿Cuántas horas quedaban para llegar? ¿O mejor las debería contar en kilómetros? Tenía muchas ganas de darme un buen baño y cenar en el restaurante del hotel. Percibí con alegría lo poco que quedaba para instalarme en mi habitación. Los asientos eran cómodos, pero después de tantas horas sin siquiera haber descansado mi mente, sentía que era tiempo de volver a mi mundo. Sí, regresar a una soledad que no abruma. Al contrario, puede resultar reconfortante.
Mi situación de falso confort de pronto hizo que no me diera cuenta de que mi compañero de asiento se había bajado. Saludaba del otro lado del vidrio agitando la mano derecha a modo de despedida. Una despedida, que pienso, no había siquiera existido en al autobús. ¿O quizá la habíamos tenido y ya la había olvidado?
En cuanto comencé a repasar mis planes para el fin de semana, estaba de regreso en casa. Ni siquiera recordaba que tal había sido el hotel. Mucho menos como fue el desenlace del tan mentado concurso literario.
El viaje de vuelta, eso sí, había sido mucho más placentero que el de ida. Al menos me desperté bastante descansado. Observé la hora y me apuré a llegar a tiempo a clase. Casi sin poder desayunar como hubiese deseado, pero por lo menos sin retrasos.
Entré a la escuela. Recorrí un largo pasillo entre bostezos. Abrí el aula de manera sigilosa para encontrarme con profesor de ciencias sociales que sentado en su pupitre parecía leer trabajos que le habíamos entregado antes de las vacaciones de invierno. Su cabellera desordenada entre grisácea y blanca y sus gafas azul marino me llamaron la atención. Enseguida me sonrió, y susurrando al oído, dijo: -¿qué tal le ha ido en el concurso? ¿Hizo a tiempo de disfrutar de la playa?