La casa de las leguminosas
Autor: Aquestes de Tiro
Fecha publicación: 17/01/2023
Certamen: II Certamen
Resumen
Relato escrito donde se desarrolla en clave fantástica un conflicto del yo narrador con sus propias obsesiones.
Relato
Nunca me gustaron los potajes de vigilia de mi madre, ni los ojos de sapo de mi padre que
hacían de él un tipo raro y perfectamente prescindible, y si me preguntan qué ha sido de ellos
después de tantos años, les diré que siguen a mi lado como polillas de armario. Para ser sincero,
podría confesarles parte de la verdad sin comprometerme por ello: mi señora madre vive
retrepada desde hace exactamente tres años y medio en el armario de formica de la cocina, y
mi padre, hombre campechano y apegado a sus afanes telúricos de siempre, se dedica a cultivar
garbanzos en el suelo del salón. A veces veo cómo germinan los tallos de las leguminosas bajo
el sofá de piel de cabra o sobre la alfombra turca del salón, y me dan ganas de estrangularlo
con mis propias manos, pero siempre me detengo en el último instante como el profeta
Abraham en el monte Moriah ante el cogote de su hijo. Al fin y al cabo, ese viejo con abarcas
y azada que me observa con recelo desde el fondo del pasillo, no deja de inspirarme cierta
ternura y, pese a que hube de soportar en mi niñez su carácter arisco, no sabría ahora mismo
qué hacer sin él. Por experiencia propia puedo decirles que los viejos pesan demasiado si los
quieres desplazar en brazos por la casa o depositarlos sobre una hamaca para que tomen el sol
y se vayan empapando de muerte. Supongo que esa sensación de esfuerzo inútil se deberá a
que sus huesos adoptan con los años el tono herrumbroso de las cosas viejas. Por el momento,
le permitiré que siga regando sus plantas sin salirse de las lindes del salón. En cuanto a mi
madre, mejor será que vaya abandonando esa expresión de Madonna doliente y decida bajarse
del maldito armario por las buenas. La paciencia tiene un límite. Ya me entienden.
No fueron mis mejores años aquellos que sucedieron a mi doctorado como estomatólogo con
despacho propio y secretaria arpía con acceso a mi agenda personal, y no fueron buenos, porque
nunca me acompañó la suerte. Ni un solo día hubo en que pudiese darle gracias a dios o al
diablo por nada. Solo encontraba algún consuelo en mis viajes estivales a través del mundo.
Por lo demás, me aburría de todo, y mi carácter se avinagraba conforme engordaba mi cuenta
corriente. Tuve una novia valenciana, muy cariñosa y muy normal (y eso no es decir poco),
pero cuando empezábamos a sentir mariposas en el estómago se me murió en los brazos por
algún dengue contraído en algún recóndito lugar del Amazonas. Aquella desgracia sucedió
justo tres meses antes de una boda de postín programada durante largo tiempo. Después,
siguieron por orden escrupuloso mujeres que ni chicha ni limoná; es decir, alguna hubo que se
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asomó a mi corazón como una abejita libadora, pero todas buscaban en mí aquello que no podía
ofrecerles: una familia de adorables mocosos correteando por un jardín alrededor de un spanish
cooker. Viudo antes de casarme, preferí volver al hogar paterno, y aun a riesgo de malgastar
mi vida compartiendo mi tiempo y mis desafecciones en aquella casa de techos altos, decidí no
arriesgar más. Para qué, la vida ya había sembrado en mí la semilla de la melancolía, y no había
vuelta atrás. Me sometí a la dura disciplina del ora et labora, trabajé con denuedo reparando
lenguas y glándulas salivales de ocho a cinco de la tarde, y así fue como conocí una mañana de
noviembre a María. Permanecía inmóvil en el rellano de la escalera que conducía al tercer piso,
y recuerdo que su esbelta figura de estantigua me pareció más que prometedora. Todo muy
normal, supongo, si no hubiera sido porque me miró a los ojos con candidez y me dijo con
convencimiento que el mundo, para seguir avanzando, necesitaba estrenar zapatos nuevos.
Hace días que mi madre salió de sus alturas como una estilita arrepentida que busca con
urgencia el baño. Renunciando a su orgullo, me tendió su mano derecha para que le ayudase a
descabalgar de la estantería de formica, y me dio por reír cuando vi su rostro teñido de blanco.
Su frente parecía una estepa nevada, supongo que por efecto de la harina de trigo que cubría
como un manto de nubes buena parte de su cuerpo. Me preguntó por mi padre y, sin esperar
respuesta, calentó un puchero de leche. Después, se cubrió con una toquilla de lana, se sentó
en su silla de enea, y me dijo que cogiera cien pesetas de su bolso y comprara en el mercado
un apaño completo para el cocido. Mi padre no vio cómo resucitaba después de casi cuatro
años, ni siquiera pudo mostrar un gesto amable con ella, porque las lluvias de abril, según me
contó después atribulado, lo habían sorprendido madurando las guasanas de sus garbanzos.
Aquella noche, María me ayudó a cargar con sus cuerpos hasta su alcoba (llevaban mucho
tempo sin pegar ojo), y, después de prepararles una tisana y alisar el embozo de las mantas, los
acostamos. Al cerrar la puerta de la habitación, sin venir a cuento, me pidió por favor que me
desnudara y me tumbara sobre el sofá de piel de cabra del salón. Obedecí sin rechistar y esperé
largo rato contando los intersticios de la persiana iluminados por la luna. Mientras esperaba la
llegada de María, trataba de imaginar el mundo sin mis padres, un mundo imperfecto donde no
era.posible cazar sueños a lazo. Al rato, apareció mi dama de las sombras, bromeó con el
diámetro macroscópico de mi barriga, y me susurró a la oreja que acababa de cazar sin arpones
una ballena blanca en Playa Girón. No entendí la intencionalidad de sus palabras, pero me hizo
callar mediante un gesto imperativo. Ella, supongo, es así, cortante y amiga de dar sorpresas,
y quizá sea ese carácter de mariscal de campo lo que provoca en mí ciertos delirios que no me
atrevo a reconocer. Se desnudó, y su cuerpo me pareció por alguna extraña razón un suave mar
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de olas blancas. Traté de contener la excitación, le hablé de la importancia de leer a Pessoa en
la loza del inodoro, pero ella volvió a mandarme callar. Cuando estaba con sus zarpas encima
de mí, sentí las malditas vainas garbanceras de mi padre clavadas sobre mi espalda como
agujas. No dije nada, qué podía decir en tales circunstancias. Aquella noche soñé con mis
padres, le pedían permiso al diablo para subirme sobre la grupa de un caballito del tiovivo.
Resolví que aquel sueño no tenía explicación. Debo ser de esa clase de tipos que se dejan
embaucar por sus ensoñaciones.
Hoy es jueves, cuatro de mayo, y María me ha prometido esta noche mostrarme sus álbumes
familiares (no conozco nada de ella). He comprado queso y un buen vino de Borgoña y, después
de limpiar a conciencia mi habitación, la única estancia en barbecho de la casa, me he
preocupado por saber cómo les va a mis viejos. Llevan nueve días durmiendo a pierna suelta.
Mi padre sigue roncando como un viejo ferrocarril de vapor, sostiene graciosamente una azada
en la mano derecha, y cualquiera diría al verlo tan encogido que es un enanito del bosque con
aspiraciones agrícolas. Mi madre, por su parte, luce todavía esa palidez de harina integral que
le confiere aspecto de estantigua en sus horas bajas. Duerme como una planta carnívora, con
la boca abierta, pero no hay atisbo de culpa en su sueño. Al menos, no escucho ya el sonido
agudo del rastrillo de mi padre cuando abre surcos en la tarima del salón, y creo que esta paz
provisional no deja de brindarme una oportunidad para sentirme medianamente satisfecho.
Entiendan de una vez por todas que la felicidad y la desdicha son como prendas interiores
colgadas de un tendal para secarse al sol en un tiempo de lluvias, y si no lo entienden, peor
para ustedes, tienen un serio problema.
Si todo sale bien, le pediré a María, después de ver las fotos en sepia de sus antepasados, que
me haga el inmenso favor de quitarme la vida. Un disparo, una cuchillada, cualquier cosa
servirá para darle sentido a mi existencia. Sería fantástico morir esta misma noche entre sus
brazos, con una copa de vino en la mano, esperando escuchar de nuevo cosas tan raras como
que el mundo necesita unos zapatos nuevos para caminar. Entenderán de una maldita vez que
el garbanzal sembrado por mi padre ha extendido sus tentáculos por toda la casa.