Intentándolo


Autor: Nadie

Fecha publicación: 04/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Dos hombres y un niño se encuentran en un lugar cuyo origen desconocen.

Relato

Intentándolo

Le reconoció por la barba completamente blanca y por el aspecto ausente que tienen todos los recién llegados. Se había quitado el sombrero y permanecía quieto, como un viejo buque varado, observando el mar. A pocos metros un crío se entretenía jugando con la arena de la playa. Aurelius siguió caminando sin importarle el reflujo de las olas lamiendo las sandalias y los faldones de la túnica. La brisa ayudaba a sobrellevar el calor que comenzaba a agarrarse a las espaldas. Se preguntó cómo podría aquel hombre aguantarlo con semejantes barbas de chivo y una ropa tan oscura y tan pesada, él mismo había tenido que afeitarse a los dos días de llegar. Se fue olvidando de aquel dilema por el camino, y al llegar a su lado fue otra la pregunta que le hizo, en latín y en voz alta:
─¿Está orgulloso del revuelo que ha levantado publicando su teoría?
Charles, con el ceño fruncido, como era habitual en él, observó al recién llegado. ¿De dónde había salido aquel individuo? Respondió que no lo conocía de nada. Lo hizo también en latín, idioma que dominaba desde su paso por el Christ`s College de Cambridge para doctorarse en letras. Añadió que además había elegido un momento desafortunado para presentarse, se encontraba en la bahía de Plymouth, a punto de zarpar en el Beagle, con veintidós años y un viento de nombre fascinante soplando de popa.
─Me temo, caballero, que sí me conoce aunque no lo suficiente. Me llamo Aurelius Augustinus Hipponensis.
Charles, con los ojos muy abiertos y la mandíbula algo caída, preguntó si se trataba de San Agustín. El obispo afirmó con la cabeza y el naturalista le ofreció la mano, que permaneció unos segundos en el aire, absurda y sola. Terminó retirándola al tiempo que añadía que estaba encantado de conocerlo aunque fuese en circunstancias tan estrafalarias.
─No puedo decir lo mismo, doctor Darwin. Ante mis ojos solo hay un loco o un hereje, a menos que tengáis la decencia de dar un paso atrás y recapitular sobre las conclusiones expuestas en El origen de las especies.
─Pero si la idea original es vuestra ─contestó─. Bueno, en realidad, de las interpretaciones que hicisteis en La ciudad de Dios acerca de los postulados evolucionistas de Anaximandro. Quizá lo ignoréis, pero en su momento sentasteis las bases de la Teología Natural.
─Usted lo ha dicho, Teología Natural, algunos organismos y lo inerte sufrieron variaciones evolutivas en tiempos históricos, pero siempre a partir de creaciones de Dios. Fue el Altísimo quien pudo servirse de una criatura inferior, sin alma ni razón, para dotarla de ambas y crear al hombre.
─No niego la existencia de un Dios creador, obispo, porque carezco de pruebas científicas para ello. También porque he sido educado en la fe anglicana. Pero puedo asegurar que ese Dios se limitó a generar el elemento original, a partir de ese momento las distintas especies fueron evolucionando solas, sin su intervención. En concreto puedo decirle que nuestro cerebro fue creciendo a partir del de un primate hasta que llegó un momento en el que ese mono pudo pararse a reflexionar y se convirtió en un hombre.
San Agustín se pasó la mano por el cuello, como si ese gesto pudiera ayudarle a pensar, y contestó que allá él, tanto si le apetecía ser el descendiente de un mono como el de un hereje anglicano. Quizá le ayudase a reflexionar el buscar una explicación para un sencillo dilema: a juzgar por el lugar donde se encontraban, ¿qué opinión le merecía la existencia de una vida ultraterrena? El naturalista respondió que en principio resultaban agradables, tanto el lugar como la posibilidad, siempre y cuando el obispo tuviera a su disposición ayudarle a encontrar las coordenadas de aquel paraíso, o los motivos de aquel sueño y el momento en el que despertarían. Aurelius repitió las palabras coordenadas y sueño y negó con la cabeza gacha y la mirada perdida en la arena. Al momento la levantó hacia el mar, como si pensara dirigirse a alguien ubicado en el horizonte o quizá un poco más lejos. Añadió que algunos hombres nunca aprenden porque el orgullo los ciega. Terminó mirando a Charles directamente a los ojos y advirtiéndole de que volverían a verse. Tenían mucho tiempo por delante. Sobre todo tiempo.
Darwin permaneció observando cómo se alejaba San Agustín hasta que su figura no fue más que un punto blanco en la inmensidad de la playa. Siempre lo había imaginado más alto y con barba tupida. Lo de la estatura podría ser porque en casi todas las representaciones aparecía con la mitra de obispo sobre la cabeza. En cuanto a la barba no le extrañaba que se la hubiese afeitado con semejante clima. En lo que no le había defraudado era en su capacidad como orador. Su última exposición a tres bandas: la arena, el horizonte y él, demostraba un dominio inigualable del arte de la retórica. Él también negó con la cabeza en varias ocasiones, como si no pudiera llegar a creerse lo que estaba sucediendo o quizá como si fuera una cerilla que se resiste a apagarse. El niño había dejado de jugar y se acercaba caminando por la orilla con una concha en las manos. Cuando lo tuvo a su lado decidió preguntarle qué opinaba sobre aquel asunto.
─Conozco bien a San Agustín ─respondió el crío─. Aunque no lo parezca también tiene una mente científica, le encantan los misterios. Terminará ayudándole a buscar el origen de este lugar, a fin de cuentas y a su manera, él lleva catorce siglos intentándolo.