Resumen
Una pareja y su pequeña hija, huyen de una invasión con extrañas armas quimicas. La niña se comunica con un amigo imaginario, que estremece al padre.
Relato
Cielo rojo
Con el auto cargado a más no poder avanzamos hacia el norte por la ruta desierta. A veces teníamos que detener la marcha para esquivar algún auto abandonado. Entonces volvían a mis ojos imágenes de la desesperación, de las corridas y el fuego que intentábamos dejar atrás.
Julia sonreía, aliviada. Angelita miraba con curiosidad a su alrededor, como siempre. De vez en cuando llamaba a Tini, tal vez tomándolo de la mano, y le comentaba algo por lo bajo y después reía o reían.
Poco a poco, el campo fue abriéndose frente a nosotros y el cielo se hizo amplio y azul. Al mediodía nos detuvimos junto a la ruta y tomamos mate mientras Angelita corría descalza sobre el pasto sin alejarse demasiado del auto. Julia me alcanzó un mate y, tomándome la mano, sonrió satisfecha.
Seguimos avanzando durante todo el día. Cuando Angelita se durmió, Julia sintonizó la radio. Hablaban de nuevos ataques, cada vez más intensos, y de un posible desembarco en una o dos semanas. Los dos nos apresuramos a cambiar de estación. El resto del viaje sólo escuchamos música.
Llegamos al pueblo cuando anochecía y el cielo rojo dibujaba sombras sobre las casas bajas y silenciosas.
Carlos Santiago nos recibió amablemente. Estrechó mi mano con firmeza, la mano de Julia con suavidad y alzó y besó a Angelita con sumo cuidado. Me ofreció un cigarrillo, llevándome aparte. “Las cosas aquí no han cambiado, ingeniero”, me dijo. “Si usted logra que la central hidráulica vuelva a funcionar, no tendremos que preocuparnos por lo que pasa afuera”. Relajándome mientras fumaba, estiré las piernas. Recién entonces, cuando todo parecía nuevamente posible, caí en la cuenta de que, en algún momento, había perdido toda esperanza.
Pasamos la noche en un hotel. Noche serena, de sueños calmos como hacía mucho que no teníamos. A la mañana, desperté renovado. Me bañé cantando bajo la ducha y, al volver a la habitación, encontré a Angelita sentada en su cama. Dejamos una nota a Julia en la mesa de luz y bajamos al hall del hotel. Mientras Angelita y Tini iban y venían por la vereda, me dediqué a disfrutar de la actividad del pueblo que, tal como me había dicho Santiago, parecía no estar al tanto de lo que ocurría unos cuantos kilómetros al sur. Fuimos hasta el kiosco y compré un atado de cigarrillos para Julia y para mí y unas galletitas para Angelita. Al volver al hotel, Julia y el señor Santiago nos esperaban para desayunar en el hermoso salón comedor donde se escuchaba música jazz. En algún momento me levanté para ir al baño y, al pasar por la recepción vi la portada de un matutino que alguien había dejado apoyado sobre el mostrador. “Desembarco inminente”, decía el periódico. Sentí que, más allá del amplio cielo del pueblito, la tormenta aguardaba agazapada.
Siguiendo el único camino hacia el norte, durante unos cinco kilómetros, se llega hasta el Río Seco. A un lado del estrecho puente se eleva la central hidráulica y alejándose unos metros del río, una confortable casa campestre de dos pisos, con techo a dos aguas y chimenea; como las que dibujaba Angelita cuando todavía tenía deseos de dibujar.
No nos costó nada habituarnos a aquella nueva vida. Nos levantábamos temprano y desayunábamos en la cocina o frente a la puerta de la casa, sentados sobre el pasto húmedo y oyendo pasar el agua incesante del río. Yo pasaba el resto de la mañana en la central hidráulica entre botones, anotaciones, pruebas y comprobaciones; mientras Julia hacía crecer una huerta y Angelita jugaba con Tini, alejándose cada día un poco más de la madre, intentando olvidar el temor.
Al mediodía almorzábamos juntos y lavábamos los platos. Mientras las mujeres dormían una siesta reparadora, yo volvía a la central y trabajaba hasta que el Sol comenzaba a bajar y las aguas del Río Seco se oscurecían. Después de cenar nos sentábamos junto a la ventana y mirábamos las estrellas mientras Angelita se iba quedando dormida en nuestros brazos. Aquellos fueron días muy felices. Julia volvió a sonreír y no podía dejar de mirarme con cierta gratitud que me llenaba de orgullo. Angelita, por su parte, ya no acudía tanto a Tini, el amigo imaginario que la había acompañado desde que comenzaron las hostilidades en Buenos Aires.
En pocas semanas llegó el gran día. Reinauguramos la central. Aquel fue todo un acontecimiento para el pueblo. Por la mañana se montó un escenario junto a la central y, después del mediodía fueron llegando los invitados. La gente llegaba en bicicletas o en autos atestados o en camiones o micros o en carreta o a caballo. Durante el acto, el intendente me agradeció una y otra vez en nombre del pueblo, estrechándome la mano durante interminables minutos, mientras el público aplaudía frenéticamente, los fotógrafos repetían una y otra vez el estallido de sus flashes y la banda municipal hacía sonar melodías alegres, algo desafinadas.
Durante esa semana, Julia se encargó de conseguir todos los periódicos, recortar aquellas fotos en las que el intendente sonreía y yo miraba algo atontado hacia un costado, para enmarcarlas y colgarlas de las paredes del living.
A través de uno de esos periódicos nos llegó la noticia. En la semana habían bombardeado Buenos Aires sin cesar, utilizando todo tipo de armas de destrucción masiva, incluyendo nuevas armas químicas cuyos efectos sobre los seres humanos no quedaban muy claros. Ese funesto experimento había dejado como saldo miles de muertos y dos nubes que “comían” todo lo que tocaban. Una de ellas se había perdido en el océano; la otra avanzaba hacia el norte. Enseguida consulté a Carlos Santiago sobre aquello. “Tranquilo, no pasa nada. Se va a esparcir en el viento”, me dijo. Pero, aunque intentaba sonar confiado, vi temor en sus ojos.
A partir de esas noticias, comenzamos a revisar el cielo, como si pudiéramos evitar lo que podía suceder. Mirábamos con preocupación hacia el sur, cuando pensábamos que los demás no se daban cuenta. Así pasaba en el pueblo, mientras uno charlaba con el diariero o el almacenero o alguno de los vecinos. También cuando paseábamos con Julia por el campo y ninguno de los dos podía evitar alguna mirada hacia atrás, buscando algún signo en el cielo.
Angelita había oído sobre la nube y, casi al mismo tiempo, había vuelto a recibir la visita de Tini. Un par de veces la sorprendí mirando hacia el cielo y hablando por lo bajo con su amigo imaginario.
Una noche, al pasar por su habitación, la escuché hablándole. En su tono había tanta certeza, que me detuve para oír lo que decía. Afuera el viento acariciaba nuestra casa.
“Ya viene”, la escuché decir en un susurro; y me estremecí.