Impresionistas


Autor: Alexander Kurunoff

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Se trata de la evocación de un hijo de Desaparecidos durante El Proceso, la Dictadura Militar Argentina, y que en la actualidad es un Profesor de Pintura que le cuenta a su alumno una anécdota de su infancia, en donde cometió un hurto, y gracias a la adrenalina que le produjo ese acto rupturista, recuperó una memoria afectiva muy importante para sí mismo.

Relato

Impresionistas
A veces un recuerdo te puede salvar, le dice Nahuel a Federico, su alumno, en su taller de pintura. Creo que uno es quién es por la potencia de sus recuerdos.
Se han quedado solos. Federico le contó que irá a esta marcha del 24 de Marzo. Aunque no vivió la represión porque es muy joven, está comprometido con los Derechos Humanos, y no es indiferente a la dolorosa Historia del país.
Nahuel es hijo de desaparecidos. Fue criado por sus abuelos. Estoy acá porque tuve la suerte, dice, de quedarme a dormir en la casa de mis abuelos aquella noche horrorosa en que se llevaron a mis viejos.
Hubo una época en donde plasmó en pinturas escenas de los milicos interrumpiendo en la vida de su familia, y de tantas otras, arrasando con todo: su serie sobre Los Desaparecidos.
Perder desde pequeño te vuelve un guerrero, quieras o no, dice Nahuel. Tienes que empezar de cero. Son resets extremos que impone la vida.
Esto me llevó a tener una teoría sobre un impresionismo propio, que nada tiene que ver con la que cuentan en la Historia del Arte, le dice mientras prepara un mate. ¿Te cuento?
Fede asiente. Le gusta escuchar a su maestro, es todo un personaje.
Cuando uno es chico todo te deja unas impresiones muy fuertes. Y si bien, técnicamente, la cuestión de la descomposición de la formación de los colores está muy bien, en mi caso, el impresionismo llegaría por la potencia de la vivencia, y que no hay que confundir con expresionismo, porque no hay deformación, en principio, sino una absorción total y completa de todas las partículas que componen lo vivido.
Absorción y posterior exudación, digamos, dice Nahuel.
Un impresionista como yo lo entiendo, entonces, contempla como un japonés, pero en cinco segundos lo que a ellos les toma horas.
-Sería como una esponja, dice Fede.
-Exacto, dice Nahuel. Una esponja humana, que absorbe todo para que circule dentro, como la sangre.
Tenía cinco años cuando se llevaron detenidos a mis padres. No pude volver a mi casa de aquel entonces, ni a recuperar mis juguetes, ni mi ropa, ni nada. Mis abuelos me dijeron que no volvería por ahí por mucho tiempo. Por no decir jamás.
Mi abuelo tenía una voz grave. Me contó que mi casa quedó destruida. No me dijo tiroteada, ametrallada, sino destruida.
Y es por eso que a esa casa mejor ni acercarse, me decía, sentado en el sofá, llevando el pucho con una de sus grandes manos al cenicero de vidrio transparente lleno de colillas. Hablaba y fumaba mucho. Me quedó grabado su pantalón gris de lanilla y su voz que provenía de lo más profundo de la tierra.
También sus advertencias de cómo comportarme. ¡Cómo me entrenó! Tenía que ser cuidadoso, me decía. Ser como un espía: reservado, discreto.
Entendía que mi familia había sido atacada. Dibujaba bombardeos que solo afectaban a un blanco. Lo demás quedaba intacto, pero también lo sentía muerto.
Que todo salte por los aires puntualmente es algo que suele pasar muchas veces, dice Nahuel, sonriendo. Tomémoslo como estallidos de color y energía, Fede. Hay que pensarlos así.
La otra parte del asunto, es que si cada tanto se detona alguna cosa en tu vida, uno se vuelve un preservador, lo contrario de un tira bombas. Con el paso del tiempo, claro.
Y es un preservar de esa esponja, que pasa vivencias a la clandestinidad. Y que reaparecen en momentos clave, porque son la punta del iceberg de la identidad.
Un tal Freud también, me han dicho, comenta algo al respecto, dice Nahuel, y vuelve a sonreír.
Lo inconsciente, misterioso como un agujero negro. Figura en varias de mis obras, lo habrás visto.
Comparable al libro de Alicia, excepto que uno no entra en el espejo, sino que del espejo salen situaciones con alta carga de sentido.
-y que también son uno, dice Fede.
-Sí, son más uno mismo que lo que portamos todos los días. Son más profundas, ¿no?
Lo inexplicable de la desaparición de mis viejos me hizo desconfiar de mis abuelos muchas veces. Sospechaba que no querían decirme donde estaban, que no se animaban a decírmelo, y eso era horrible.
Otras veces los veía tan tristes, y sentía cómo los extrañaban; que realmente no sabían lo que había pasado, como yo. Y no podíamos ir a la policía a hacer ninguna denuncia.
Mi abuelo tenía los ojos permanentemente húmedos, llorosos. En sus enojos, se enrojecían. Nunca se sabía que era lo que lo iba a hacer estallar. Muchas veces eran las noticias.
Hubiese preferido no estar ahí en su casa. Verlo como antes, una vez o dos al mes, y no todos los días.
Mi abuela tenía otro modo, que hacía que todo fuese más tolerable.
A veces, me decía, es preferible pensar en otras cosas para poder seguir adelante.
Muchas noches venía a mi habitación a ver si dormía. Me costaba dormir. En las noches aumentaba mi temor de estar en peligro; y desaparecer también.
Vivía con desconfianza y a la defensiva, resistiendo, es muy agotador. Son mecanismos de defensa, claro.
Si mis padres habían tenido que huir, o quizás habían muerto, o estuviesen presos, es que algo malo habían hecho. Algo había pasado que nadie quería contarme.
Que no esperasen mucho de mí, me dije.
Así comenzaron mis problemas en la escuela.
Y es que para mí, la realidad era una balsa en un mar. No sabía dónde iba, y no conocía tierra firme.
Fede escuchaba.
En algún sentido, esperaba un rescate. Me sentía un refugiado, un inmigrante. En aquel momento había explotado un volcán y yo era el único sobreviviente de mi familia.
La tierra se había tragado a mis padres, y con ellos, parecía que se había tragado casi todos los recuerdos que teníamos juntos.
Pero algo pasó: con mi primer, y único, atraco infantil, los recuerdos volvieron a rescatarme.
Esa mañana en que mi abuela pasó a buscarme por la escuela era un día particularmente oscuro, nublado, en el que parecía que en cualquier momento se iba a largar a llover. Vino con un paraguas transparente. Salimos de la escuela y nos fuimos caminando despacio, como siempre. La abuela no era de caminar rápido. Se tomaba esas caminatas hasta casa como paseos.
En esos momentos era cuando más hablábamos, cuando estábamos solos. La calle era el mejor escenario para hablar, nos sentíamos más livianos. Y cuando íbamos en silencio, era mejor todavía.
La abuela me preguntó, como me preguntaba siempre, cómo me había ido en la escuela. Le dije que bien, pero no era cierto. No quise contarle que no quise dibujar en la tarea. La maestra me había preguntado por qué. No sabía por qué. Pensaba que no tenía ganas, solo eso. Llevaba días así.
Cruzamos por una plaza y paramos en el kiosco de Don Alfredo, enfrente a la calesita, que todavía está. La abuela compró cigarrillos, y se puso a hablar con él.
Don Alfredo era un viejo de anteojos que hablaba hasta por los codos.
En el mostrador vi una tableta de chocolate suizo, de etiqueta roja, exhibido como si fuese una joya. Estaba al alcance de mi mano. Los miré de reojo: no me miraban, estaban en la suya.
Tuve un instante de duda, pero supe que lo que necesitaba hacer era algo que no debía pensarse. Tenía la oportunidad ahí servida. Mi mano fue más rápida que la vista. Hice un movimiento automático, veloz, como si lo hubiese practicado muchísimo.
Era la primera vez que robaba. Sentí algo indefinible, claro pero extraño. Había roto un límite, que me ubicaba más allá del mundo de la abuela: donde estaban mi mamá y mi papá: fuera de la Ley.
Decía mi abuelo: no podemos acudir a la Ley. A tus papás no los contempla la Ley. Yo también, entonces, quería estar fuera de la Ley.
El chocolate lo guardé en el bolsillo del delantal. Lo había hecho. Quería irme rápido, porque sentí que algo pesado como garra invisible caía sobre mí. Todo el peso de la Ley, supongo.
Si mis viejos hubiesen estado ahí conmigo, no lo hubiese hecho. Al contrario, hubiese pedido que me compren el chocolate. O no me hubiese importado, en realidad. Y es que todo sería distinto.
Y si no hubiesen tenido para comprarlo, como a veces pasaba, mi padre le habría dicho a Don Alfredo:
-¡Eh, fíemelo, Don Alfredo, que no se va a hacer ni más rico ni más pobre…!
Nos entendíamos con una mirada, éramos compinches con mi viejo. Cómplices.
Ahora le digo mi viejo, pero para mí quedaron en mi memoria siempre jóvenes.
Bueno, entonces la Abuela se da vuelta y me dice: ¿vamos?
Me agarra de la mano, la otra mano, la que estaba cerca de ella. No con la que había agarrado el chocolate.
Empecé a transpirar como testigo falso. Me desesperó la lentitud de la Abu, casi esperando que Don Alfredo nos gritara:
-¡Eh, Señora! ¡Su nieto me robó!
Mi abuela me hablaba y no podía ni quería escucharla. Algo había cambiado y ella no se daba cuenta. Era un delincuente, un ladrón. Un malhechor, como se decía en ese entonces.
La que se hubiese dado cuenta hubiese sido mi madre. Pensé que mi abuela no me conocía para nada.
Tenía los cachetes rojos, me vendía solo. El reflejo del sol me hacía cerrar los ojos como si fuese un reflector policial.
Recuerdo un joven, barbudo, fumando en la plaza, exhalando el humo al aire. Si el abuelo me hubiese agarrado me hubiese castigado de un modo inolvidable: me hubiese humillado frente a Don Alfredo, me hubiese entregado.
Me empecé a sentir tremendamente mal, como si ya me hubiese empachado con ese chocolate suizo, antes de comerlo.
¿Porque lo robé? No sabía.
Si mi abuela se hubiese dado cuenta ¿qué podía decirle? ¿Confesarle que robé delante de ella? Iba a sospechar de mí para siempre. Yo mismo estaba sorprendido de mi actitud.
Era obvio que lo hice porque lo quería. Quería el chocolate, como quería otras cosas. Hubiese querido volver a vivir en mi casa, no vivir con ella, ni con el abuelo. Vivir con mis papás, estar con ellos.
Era desesperante no poder decirle: No puedo conformarme con la merienda y los dibujitos, la vida que tenía se me borroneó, y nadie puede remediarlo, y ahora soy un ladrón, un huérfano ladrón, y no puedo soportar que lo sepan, me señalen, me descubran, me lleven y me castiguen.
Me solté de su mano y me lancé hacia la calle que estaba ahí nomás, y mientras corría escuché el grito de mi abuela, estrujé el chocolate que se deshacía dentro del bolsillo del delantal, y que ya no me importaba comerlo, ya no me importaba nada.
En ese vértigo llegó el recuerdo inesperado de una noche de invierno en la que estaba con mi papá, y tenía puesto un pullover rojo. Habíamos terminado de comer y mi mamá en la cocina hacía café. La televisión esta prendida, y yo con mis juguetes desparramados por el piso, era feliz.
Fui derecho hacia los autos, al tráfico, y antes de llegar a la avenida, clavé mis zapatillas en el borde de la vereda, agarré el chocolate y lo lancé como una granada, con una fuerza donde iban todo lo callado, lo perdido, lo negado, lo reprimido, y mil sentimientos ocultos; lo revoleé al medio de la avenida.
Y me puse a llorar desconsoladamente. Abu llegó agitadísima, me abrazó con todas sus fuerzas, mientras me decía: ¡Nahuel! ¡Nahuel!
Afloraron entonces tardes de plaza junto a mis viejos, de momentos que volvían como caricias. ¡Cómo me habían mirado, mimado, querido, amado!
Los extrañaba tanto, que todo estalló en ese momento de culpa extrema.
Mi abuela también lloraba conmigo. Agradecí tenerla cerca.
En ese momento descubrí todo lo que tenía adentro, que no sabía que tenía.
Por eso te digo, Fede: aunque parezca que algunas cosas quedan en el olvido; somos memoria viviente.