Hazlo tú mismo


Autor: Indian Gente

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un recién jubilado se levanta temprano una mañana de domingo dispuesto a realizar una tarea que le tiene abstraído. Mientras tanto, su hijo se ha levantado a la misma hora para ascender una montaña. Estas acciones sin conexión aparente entre sí, más que la del parentesco, concluirán con una situación dramática a la par que hilarante.

Relato

HAZLO TÚ MISMO

Una de las cosas que Casimiro más anhelaba cuando llegara el día de su jubilación, era la de poder dormir tanto como quisiera. Sin embargo, su cuerpo se había acostumbrado al molesto hábito de madrugar y a las siete de la mañana, siempre estaba en pie. Mas si ello no fuera suficiente, aquel domingo, su hijo Fernando le había desvelado pocos minutos antes provocando, lo que a él le pareció, un inmenso ruido.
Afortunadamente Casimiro pertenecía a esa generación que contaba con respaldo laboral joven y, tanto a las empresas como al Estado, convenía prejubilar cuanto antes. Esto le permitía disfrutar de manera ociosa de lo que le quedaba de su tiempo vital desde que cumpliera sesenta años, lo cual aconteció apenas hacía unas semanas. Todavía su metabolismo se estaba acostumbrando, pero ahora ya, finalmente, podía dedicar su vida a lo que siempre había deseado: a pasar más tiempo con su familia y a entretenerse confeccionando y arreglando todo tipo de archiperres de diversa índole, como buen manitas que siempre había sido. Esto último se disponía a hacer esa buena mañana. Sus estudios como perito industrial (ahora llamados ingeniería industrial) y sus años en la factoría de automóviles le habían permitido desarrollar y potenciar esa habilidad innata. Ya desde bien pequeño se divertía desmontando transistores, pequeños electrodomésticos y juguetes mecánicos para comprobar su funcionamiento y volver a ensamblarlos, sufriendo en más de alguna ocasión la ira de sus progenitores cuando el resultado final difería del original.
Tras preparar el desayuno de los que aún estaban por amanecer, se dispuso a acometer su nuevo proyecto: fiel a su filosofía de «hazlo tú mismo» y con las fechas navideñas a pocas semanas vista, se había embarcado en la elaboración de todo tipo de ornamentos referente a esas señaladas fiestas.
A pesar de que le hubiera gustado disfrutar de más tiempo de sueño, esas primeras horas de silencio matutinas, sin la premura que produce la urgencia por comenzar la jornada laboral, con el aroma del café recién hecho... tenía que reconocer que le causaba cierto placer. No, no echaba de menos la fábrica. Treinta y cinco años perdidos —¿o quizá invertidos?— en aquella gris empresa haciendo coches y ¿para qué? Su mujer es profesora de literatura en un colegio. Sus exalumnos acostumbran con frecuencia a pararse con ella por la calle para saludarla y darle las gracias por tantos años de paciencia y transmisión de conocimientos de los que confiesan estar profundamente agradecidos. ¿Acaso alguien le había parado a él en la calle para agradecerle lo bien que había diseñado su coche? En ese sentido, fue perder el tiempo, pero lo cierto es que siempre lo vio como una inversión. Sus años de esfuerzo y sus madrugones habían propiciado que tanto su mujer como sus cuatro hijos, hubieran vivido una vida exenta de incomodidades.
Pero todo aquello ya era una etapa de su vida que había sucumbido. Ahora era feliz dedicándose a sus menesteres, arreglando los desaguisados domésticos que sus recién emancipados hijos creaban en sus nuevos hogares, ya fuera fontanería, ebanistería o montaje de muebles, y enfrascándose en pequeños e intranscendentes proyectos como este navideño en el que se hallaba últimamente embelesado.
Recordando la fatiga mental que le producía la rutina laboral, le llamaba la atención la energía y tenacidad de su hijo Fernando para madrugar y emprender tareas que para él ya se le antojaban impropias para su edad o, al menos, para sus rodillas. La verdad, es que elegir la disciplina de montañero, siendo originarios de Valladolid, era cuando menos curioso, teniendo en cuenta que dicha provincia era la única sin montañas de relevancia y la más llana de todo el país. Probablemente le hermosura de los cercanos Pirineos le había fascinado tanto como a él. Gracias a este nuevo hobby, al menos ya no le despertaba a las siete de la mañana tras volver de fiesta con torpe paso y escaso cuidado. La hora y la cualidad del paso y cuidado coincidían, pero no el motivo; no volvía, sino que se iba. En esta ocasión a remontar el «Pinochet», creía recordar que le había dicho. Mientras iba apilando los bártulos necesarios para su proyecto: cuerdas, cartón, loctite, guata, goma EVA, pintura… no dejaba de pensar en cómo le iría a su hijo.
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En ese mismo instante, Fernando también se hallaba pensando en su padre, mientras salía del refugio Pla de la Font dispuesto a alcanzar la cima del Pinetó. Esperaba no haberle despertado haciendo tanto ruido, pero no había tenido más alternativa. Se había levantado del lecho más tarde de lo que tenía previsto y el día anterior no hizo los deberes apropiados para ascender la montaña. Aún no había entrado el invierno y estaba bien ataviado, mas no tuvo tiempo de avituallarse, e hizo acopio rápidamente en la despensa de lo que pudo. No quería llegar tarde, ya que sus amigos le esperaban impacientes, pues acababan de probar recientemente las mieles del montañismo, merced al influjo que él mismo había provocado sobre ellos con su experiencia y sus anécdotas. A pesar de todo, la batida en la alacena fue satisfactoria y en breve podría disfrutar de su recolecta.
Durante las horas que duraba el fragoso ascenso, Fernando no dudaba en animar y aleccionar a sus neófitos compañeros. Entre lección y ánimo, intercalaba algún comentario jocoso sobre la vestimenta y equipación elegida por sus amigos. Había heredado la filosofía de su padre de «hazlo tú mismo», lo cual, traducido al mundo montañero, significaba seguir el método tradicional, y le divertía sobremanera, por lo absurdo que resultaba, el negocio que se había creado con este noble deporte. Siempre les recordaba que estas lomas llevaban ahí toda la vida y las habían coronado los paisanos del lugar de toda época, ataviados con lo que podían y sin apenas despeinarse. Que bastaba con buen calzado, saber hidratarse y un buen abrigo. ¿Con qué hidratarse? ¡Pues con agua! Nada de bebidas isotónicas y porquerías varias. Para reponer fuerzas, nada como productos naturales ricos en fósforo, potasio, magnesio… es decir, plátanos o frutos secos. Lo ideal para que no se te atenacen los músculos. Las barritas energéticas y otros inventos se habían creado para sacar los cuartos a los ignorantes principiantes.
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—Cariño, insisto en que yo no te he escondido nada, yo nunca toco tus cosas.
La esposa de Casimiro ya se había levantado y se disponía a disfrutar del desayuno mientras daba las explicaciones pertinentes eximiendo su culpa sobre la momentánea pérdida de alguno de los enseres de su marido. La rutina matutina.
—Pues yo lo dejé en este armario, ayer mismo —porfiaba Casimiro— estaré jubilado, pero aún no he perdido la cabeza.
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Los amigos disfrutaban de las impresionantes vistas sentados en la cumbre del Pinetó, con la satisfacción de la conquista de la cima. Había sido una dura ascensión, pero desde allí arriba, todo merecía la pena. Aún les esperaba una hora de descenso, pero tras reponer fuerzas, todo sería más sencillo. Poco a poco fueron sacando de sus mochilas sus diferentes viandas, bajo la mordaz mirada del experto Fernando, conscientes de que eso significaba que otra lección de montaña les rondaba.
Fernando esperó pacientemente la deglución de las barritas energéticas y bebidas de colores de sus compañeros para extraer de su zurrón el improvisado acopio matutino y aprovechar el momento para, de nuevo, instruir a sus noveles camaradas:
—Mirad, chavales, como os iba diciendo, no hace falta tanta parafernalia. Yo no tuve tiempo ayer de hacer compra alguna. Según me he despertado he rebuscado por la cocina aquello que pudiera prevenir tirones musculares y he encontrado toda una serendipia —dijo mientras mostraba el interior de su zurrón: una bolsa transparente repleta de nueces.
—Esto que os muestro amigos, es pura energía, mil veces mejor que esa mierda que os habéis metido en el cuerpo. Fósforo y potasio en estado puro —continuaba su aserto a la vez que quebraba una de las nueces contra la roca con un hábil gesto. La mala fortuna de que esta estuviera vacía, no estropeó su alocución
—No es preciso acudir a los reclamos comerciales para hallar los nutrientes que precisamos—. Repitió el proceso con otra nuez con igual resultado.
Si ya de por sí tenía siempre la atención de sus pupilos, con la tercera nuez vacía despachurrada contra la cima del Pinetó, su interés ahora era total. Y así una cuarta… y una quinta... El discurso se había interrumpido y ya nadie se atrevía a decir palabra alguna. ¿Sería esto parte de la lección? —Sexta nuez desvencijada vacía—. No lo parecía, pues el semblante del maestro amigo era cada vez más iracundo y su empeño en sacar de la bolsa nuez por nuez, para despanzurrarlas cada vez con más vehemencia, así lo demostraba. Si eso era toda su comida, ellos no tenían nada más que ofrecerle; lo habían engullido todo.
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—Cariño, no estoy loco —insistía Casimiro intentando hallar, si no la ayuda, al menos el consuelo de su esposa—, llevo semanas abriéndolas con el máximo cuidado, para después de degustar su interior, volverlas a construir y pegarlas con loctite y ya solo me falta pintarlas de plata. Tenía una bolsa enorme con un montón de ellas, fruto del trabajo de muchos días, y las dejé en ese armario, como lo hago siempre. Las necesito para adornar el belén que estoy confeccionando ¡Qué las nueces no tienen patas por Dios santo!
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—¡Me cago en el misteriooooooo!
En la cima del Pinetó, con el ruido de fondo de una formidable carcajada de un grupo de jóvenes, un hambriento, desconcertado y airado Fernando, iba arrojando nueces vacías al vacío, una a una, a la vez que profería toda suerte de improperios, blasfemias, execraciones, juramentos, imprecaciones y maldiciones de las que todo el parque nacional se hacía eco.

Indian Gente