
Resumen
Una mujer de treinta, empieza a sufrir de extraños problemas auditivos, una situación que la ayuda a encontrar el amor.
Relato
Hiperacusia
Decían tonterías, preguntaban, molestaban, gemían, me reprendían. Se burlaban, no controlaban el tono y los decibeles más allá de estar en lo normal, estaban en lo normal para ellos.
—¿Cuánto sale aquello? — preguntó una señora malhumorada.
—¿Y el sifón, no tenéis del de plástico? —preguntó Joako, el fontanero.
—Pásame aquella calculadora — mi compañero, usando el imperativo.
Por otro lado, se escuchaban risas burlonas «JAJJAJAJA» que retumbaban como si fuesen detonaciones.
—¿Cuánto la pintura? —seguían. No sé si era la gran convergencia de sonidos, o más bien la actitud de las personas, que querían que les atendieran de inmediato, sin esperar a que me desocupara. Lo único cierto es que mis oídos no aguantaban, mi paciencia estaba al borde del colapso.
Se escuchaban sonidos de toda clase, el llanto del bebe, las teclas del ordenador, el «pip» del datáfono. No podía conciliar la calma, no podía separar las frecuencias audibles para entender un único mensaje. La concentración justo en ese momento, era un lujo del que no disponía. Las señales sonoras venían como una multiplexion, totalmente mezcladas, no las podía decodificar.
—Esperé señora —respondí a alguna de esas personas que preguntaba sin pudor. ¿Era solamente una pregunta vaga?, o ¿realmente estaba interesada en llevar aquellos productos? o ¿todo era por joderme la vida, por joderme la paciencia? Y en la calle un hombre empezó con martillo mecánico a perforar el asfalto. Menudo día escogió para hacer sus labores. El llanto del bebe que volvía, una parejita dándose besos en el mostrador, Carlos en el ordenador tecleando la misma tecla con fiereza, y este otro hombre que empezó a hablar por teléfono como si fuese el presidente.
—Ya baaaasta —grité, llevándome las manos a los oídos. Los sonidos me retumbaban como si vinieran de adentro y no de afuera. Esos chirridos, impactos y voces atroces. La cabeza me empezó a doler al instante. Perdí mi orientación, me mareé y no pude mantener la calma, al contrario, entré en pánico y cerré los ojos mientras gritaba y me tapaba los oídos.
La gente observaba estupefacta, como en el banquito que estaba detrás del muestrario, me daba golpes en la cabeza, al borde la cien para tratar de aliviar mi dolor, para tratar de aliviar el caos que yacía en mi cabeza.
—¡Tiene esquizofrenia! —dijo una señora, con esa voz de abuela prejuiciosa. Ella pensó que no la había escuchado, pero si la escuche. —No hija p... lo que pasa es que no te callas —respondí con irreverencia . El jefe escuchó aquello. Se enojó y estuve al borde del despido. Pero el hecho de estar sufriendo por algo que no conocía, fue mi salvoconducto ¿Por qué me ocurría aquello?, si hasta hace unas horas estaba «bien».
Carlos, me llevó al hospital, allí un poco de la afección se calmó. El ruido no era tan fuerte. Aunque los oídos me sangraban y la enfermera estaba preocupada. María se llamaba. Ella vestía de blanco, y la diadema que cargaba le quedaba muy bien, le hacía resaltar su rostro en todo su esplendor. Lamentablemente estaba casada.
—Tendrás que ir al médico — ella no sabía lo que me ocurría. Me recomendó un especialista. El otorrinolaringólogo más famoso de la ciudad, Larry Pascual.
El doctor Pascual, aceptó verme de inmediato. Mi condición no podía esperar. Me dolían los oídos hasta por el simple hecho de escuchar los pasos de la gente al caminar. Inclusive la dulce voz de María, causaba una leve molestia. A diferencia del resto, era una molestia placentera.
Larry Pascual, no era como lo imaginé. Era un anciano desprovisto de cabello con lentes. Con panza común, voz común y personalidad muy común. Decían que era muy promiscuo y tenía mucho éxito con las mujeres. Lo dudé cuando lo vi.
Intentó coquetearme y sobrepasarse un poco, cuando innecesariamente rozó uno de mis senos con sus dedos, al hacerme una auscultación. Le dije que ni se le ocurriera sobrepasarse. El insistió que yo estaba delirando que jamás quiso tocarme. Fue un accidente.
—Tienes hiperacusia… —dijo el médico. —No me grite doctor —respondí, porque me pareció que hablo muy fuerte y en tono regañón.
—Lo ves… La hiperacusia es una afección auditiva que se caracteriza por una sensibilidad extrema en el sistema auditivo —dijo mesuradamente en un tono bajísimo. Otra persona no hubiese escuchado. Pero yo si lo hice y comprendí lo que tenía.
El doctor me dio un mini reproductor de sonido con un casete dentro. Me dijo que escuchara la grabación. Estaba muy anticuado. Pensé que sería más fácil si me enviara el audio que necesitaba escuchar por WhatsApp, pero lo hizo a la antigua. Era un sonido que no se escuchaba. Pensé que era una broma, porque no escuchaba nada, pero me dijo que era «ultrasonido», que no lo podría escuchar. Que el tratamiento iría cambiando paulatinamente. Así no lo pudiese escuchar debía acercarme los cascos conectados a ese reproductor. Fui a casa y descubrí que podía escuchar más allá del espectro auditivo común de las personas.
—Mamá no quiero que me hagáis la fiesta de 30 años — dije a mi madre, sin previo aviso.
Ella no sabía que accidentalmente escuché su planeación con mi hermana. Había hablado en voz excesivamente baja para una persona normal, dos habitaciones más allá del mío y aun así, escuché de forma relativamente nítida, lo que ellas hablaban.
—¿Cómo te fue en el médico? — me preguntó para cambiarme la conversación. Le dije que me había ido «bien», omitiendo la parte de que el doctor me había tocado. —No cambies la conversación —proseguí. Ella susurró, muy, pero, muy bajito y se preguntó a si misma «¿Ahora lee la mente?». —No la leo, sólo escucho muy bien. No hace falta que me griten — mi mamá explayó sus ojos, y me interrogó acerca de lo que sentía.
El doctor Pascual, tres días luego de la primera consulta, me dijo que sabía mi secreto, hizo a una pausa continuada por mi silencio y cambió el casete del dispositivo de reproducción. Él llamaba «ruido rosa», a la extraña pieza auditiva que ahora si podía escuchar. Era como el sonido escuchado cuando intentaba sintonizar la radio y no se podía encontrar emisora activa, pero mucho más suave.
En el trabajo me habían dado una semana de baja, así que me quedaría en casa hasta la siguiente semana. Escuché «sabes que dijeron, que María la enfermera esta dejándose de su esposo», era una conversación telefónica de mi hermana con Lucia, una amiga suya, según lo que pude distinguir en su voz. Fui corriendo y le pregunté que, si era cierto aquello, quería ser incluida en el cotilleo. Mi hermana selló el micrófono del teléfono con su mano y quedó mirándome con la boca abierta, con rostro incrédulo. No entendía como había escuchado. Volvió a hablar «te llamo luego» dijo a su amiga.
Le insistí que me contara acerca de la enfermera, de su relación. Ella pensó que era por curiosidad, por simple cotilla, y al final me contó que el doctor Larry Pascual, era el esposo de aquella joven mujer. Una bella mujer que sin duda desde el primer momento en que la vi, la admiré. Tal vez hace unos cinco años, cuando le despaché unos productos en la tienda y ella se quedó viendo mi cabello negro azabache.
Pasaron dos semanas y estaba mucho mejor, aunque seguía escuchando más de lo que escucha una persona normal. Hice un drama planificado para ir al hospital y poder ver a María como paciente. Ella lucía sin la luz acostumbrada. Esta vez no se pintó los labios, pero aun así era bella. Osé en preguntarle acerca de su vida amorosa y ella accedió a responder. Su dulce voz era el mejor tratamiento para mis oídos y una cosa llevó a lo otro, hasta despertar en su cama.
Los prejuicios no esperaron. Al llegar con María a casa, luego de esconder lo nuestro por semanas, mi madre dijo «¿Cómo es posible?, yo no te di esta educación, tu hermana pronto se va a casar y tú eres una …» Aunque ya toleraba de mejor manera los sonidos fuertes, los gritos de mi madre se asemejaban a amenazas de muerte, como si bombas cayeran a mi alrededor y una de ellas explotaría. Maria, con vergüenza y tal vez con algo de confusión todavía, se posicionaba detrás de mí.
Decía mi madre «eres una lesbi. Coño…………». Hasta que me puse los tapones y no escuché más. Mi madre decía y decía cosas, incluso lloró, pero la ignoraba. Decidí irme para esperar que las aguas se calmaran.
Tapones para los oídos, unos que me regaló aquella bella enfermera, que ahora compartía bocanadas de oxígeno, y kilos de risas conmigo. Descubrí esa forma de darle privacidad auditiva a las demás personas y de darle algo de calma a mi vida. La única manera de no escuchar todo.