Heridas del alma


Autor: Eloy Salvatierra

Fecha publicación: 18/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

(Evidentemente no es un relato de «acción», pero el tema con el que encaja no aparecía en el listado).
La amistad y su persistencia en nuestras vidas, pesar de las diferencias, de la distancia, del paso del tiempo. La amistad, como última riqueza en nuestras vidas, como último saliente al que agarrarnos cuando todo se desmorona.
Dos amigos de la infancia, al madurar, sienten la misma vocación, la poesía, pero su visión de la vida es tan opuesta que los lleva a alejarse. Uno es positivo, vitalista, espontáneo. El otro es huraño, perfeccionista, solitario. Al primero parece marcharle todo bien, al otro nada le encaja ni funciona.
Pero las personas no somos personajes planos ni estáticos. La vida misma cambia constantemente, casi sin que lo percibamos. Unas veces estamos en la parte alta del columpio y otras en la parte baja, y eso, sin que nadie pueda remediarlo, cambia constantemente.
Y, de fondo, claro, la amistad.

Relato

Ernesto y Mario crecieron juntos en el mismo barrio. Hace ya tiempo y aún tenían la carne tierna y el alma indemne. Uno pasaba a buscar al otro y echaban el día con los demás, jugando en la calle, raspándose las rodillas, entrando en casas abandonadas o leyendo tebeos en el viejo sofá del descampado. Como todos los amigos, eran parecidos en muchos aspectos y diferentes en otros, pero su amistad no parecía de las que se preocupan por semejanzas y diferencias. Entre las semejanzas destacaba, por encima de todas, la afición por la poesía. Quizá potenciada por la capacidad adolescente de contagio mutuo, les llevó a estudiar Poética en la Facultad de las Artes.
Claro que, a esa edad del salto al abismo de la adultez ya comenzaban a intuirse algunas diferencias entre ambos aspirantes a poeta, no tanto en su escritura como en la forma de vivir, de pensar, de ver el mundo. Tan profundas resultaron aquellas diferencias que, sin pretenderlo, tras la elección de las asignaturas de libre configuración, empezaron a pasar menos tiempo juntos.
Mario era un chico tierno y extrovertido. Era muy sociable y pronto hizo otros amigos en la facultad, con quienes iba al cine y al teatro, a exposiciones y recitales. Regalaba poemas improvisados en servilletas de bar, garabateaba pareados en la pizarra de la clase, hablaba en verso a las limpiadoras y dejaba caer cuartetas a su paso. Era una persona esencialmente feliz.
Por el contrario, Ernesto era un joven exigente, minucioso hasta la enfermedad, y trabajaba la métrica con anticuadas aspiraciones de perfección. Era trabajador y concienzudo, pero huraño y parco en palabras. Custodiaba sus poemas con celo, pues no le gustaba compartirlos. Tal era así que nadie había oído un solo verso suyo. Y él se sentía feliz. Feliz a su manera.
En segundo curso Mario conoció a Manuela. Una chica preciosa y amante entusiasta de todo lo bello, pero con escaso talento para la rima. El amor surgió de inmediato y creció hasta hacerse, como dicen los poetas empeñados en medirlo todo, inabarcable. Desde ese momento se convirtieron lo que parecía una unidad imposible de separar y los más bellos poemas de Mario fueron entonces por y para ella. Incluso en los que hablaba del otoño, de los barcos o de un viejo vagabundo, terminaba nombrándola de forma indirecta. En los de amor ni siquiera hacía falta.
Ernesto conoció a algunas chicas pero siempre de manera más superficial, nada parecido a lo de Mario. Y, es que, en realidad, a Ernesto no le gustaba estar con nadie. Disfrutaba de la soledad, de cómo era él cuando estaba solo, de cómo escribía cuando se sentía mal. Salió, por supuesto, con alguna chica, aunque nada serio ni duradero. Las de la facultad le parecían inmaduras y solo tenía relaciones con mujeres mayores que él, divorciadas, prostitutas, adictas y depresivas... Todas ellas relaciones tormentosas y destructivas, que le llevaban a distanciarse de todo y reafirmarse en su vieja teoría de que, si aquello era el mundo, cuanto más lejos, mejor.
Tras acabar la carrera, Mario se casó con Manuela y comenzó a trabajar en una gasolinera. Lo obvio se tornaba imperativo: hasta los poetas necesitan dinero para comer y pagar facturas y rara vez lo consiguen a través de su escritura. A Manuela le faltó el empuje necesario y no terminó la carrera, matriculándose el curso siguiente en Magisterio, su otra vocación.
Los primeros años fueron tirando gracias al sueldo de Mario y al entusiasmo de los recién casados. Mario seguía escribiendo poemas a todas horas y en cualquier lugar. Regalaba pequeñas composiciones a los conductores que paraban a repostar, aunque algunos volaban por la ventanilla nada más alejarse de la gasolinera. Escribía en el autobús, en la cama, en el baño, en el dentista. Eran poemas sencillos, bellos, directos, a menudo sin rima, sobre temas cotidianos y familiares, tan cálidos y espontáneos que llegaban directos al corazón. Manuela adoraba su sensibilidad y, acurrucados en la amabilidad de aquella vida sincera, eran casi felices.
Ernesto persistía en su búsqueda del poema perfecto. A él no le valía cualquier versito esbozado en medio minuto sobre una servilleta. Necesitaba sentarse en su escritorio, disponer de un buen taco de su marca de papel favorita, sus plumas de siempre y un ambiente de recogimiento y concentración. Solo trabajaba las composiciones clásicas y era obsesivo con la métrica y la rima. Cada palabra debía ser la idónea, la única posible, hasta el punto que a veces podía llevarle días hallar un adjetivo. Tal era su búsqueda de la perfección y tanto tardaba en escribir que aún nadie había leído un poema suyo completo. Rompía folios sin parar, se enojaba, gritaba, lloraba, pataleaba como un niño enrabietado y se sentía el hombre más infeliz sobre la Tierra. No obstante, y a pesar de la escasez de resultados, le enorgullecía su elevado nivel de exigencia y, en secreto, sentía consuelo en la certeza de sentirse superior a Mario.
Mario y Manuela tuvieron dos niños, a los que decidieron llamar Guillermo y Miguel, en honor a Shakespeare y a Cervantes. Ellos inspiraron a Mario muchos de sus más emotivos poemas de los siguientes años. Con uno de ellos, incluso ganó un concurso menor. Durante una época tuvo que centrarse en cambiar pañales, olvidando su poesía, pero conseguía escribir algún verso soñoliento que hablaba de la suave piel del culo de Miguel, de la mirada de Guille o de cómo Manuela los amamantaba. La casa estaba impregnada de ese reconocible calor familiar, pero ya no había poemas por todas partes. Podían encontrarse algunos en las paredes, enmarcados en un dormitorio, en el cuarto de baño o en la pizarra en la cocina. Y detrás de cada pañal y del cansancio, contra todo pronóstico, sobrevivían pequeños retazos de felicidad.
Con el tiempo Ernesto se volvió aún más huraño. Apenas salía de su apartamento. Tan solo lo hacía para ir a la librería y comprar algún nuevo ejemplar en el que esperaba hallar respuestas a su búsqueda vital. Ya apenas hablaba con Mario. Casi no hablaba con nadie, en realidad. Malcomía y malvivía. Aceptaba algunos trabajos esporádicos que detestaba por mera subsistencia, para pagar el alquiler y algo que echarse al estómago. Siempre con aire enfadado, distante, envuelto en melancolía. Vagaba como un fantasma condenado a la eterna decepción consigo mismo, hundido en la desesperanza del que busca algo que no existe.
Mientras tanto, Mario seguía empeñado en vivir con poesía. Poesía en los pañales, poesía en la ensalada, poesía en el surtidor de gasolina y en los empujones del metro. Poesía inevitable, fruto de la rebeldía y de la inercia. La poesía, quizá, como renqueante motor de la felicidad.
Por el contrario, Ernesto seguía solo e incapaz, ahogado en su tormentosa búsqueda, con la dolorosa circunstancia de que nadie había leído jamás un solo poema suyo. Vivía una vida que, de no ser por aquel profundo desgarro en su alma, hubiera estado desprovista por completo de poesía. La poesía, quizá, como potente motor de la infelicidad.
Y así es como se acerca al final esta historia: con demasiado desconsuelo. Con dos hombres que, sin pretenderlo ni poder evitarlo, dejan de ser amigos. Con dos personas en las antípodas, aisladas, que buscan sin hallar nada salvo la aflicción.
Pero los finales solo llegan cuando algo termina. O cuando las historias que se narran llegan al presente y no se tiene la valentía suficiente para conocer qué ocurrirá después.
Por eso, sin duda, contar el presente es la mejor forma de no acabar una historia.
Manuela y Mario siguen con su vida. En ella apenas queda poesía. Manuela ha acabado por hartarse de tanto poema, pues los versos no traen dinero a casa, ni hacen las camas ni ponen lavadoras, ni recogen los platos, ni cambian los putos pañales, ni consiguen que los niños dejen de llorar de una puta vez, aunque sea un puto minuto. Manuela está agotada y necesita días de veintisiete horas. También necesita dormir. Salvo alguna corta sustitución, aún no ha podido ejercer como maestra y los niños y la casa ocupan cada segundo de su tiempo. Ya ni se pregunta si es feliz. No se acuerda de hacerlo. Mientras ella programa la lavadora y tiende y friega y recoge los juguetes y pone unas lentejas y limpia los baños, Mario escribe un soneto y quiere leérselo. Ella grita y llora. Se enfada, discuten y se odian un poco más. Y así día tras día.
A Mario lo han echado de la gasolinera por lo de dar poemas a los clientes. Él no lo entiende. «¿Qué mal hace?», pregunta. Pero su jefe le responde dejando caer sobre la mesa el archivador con las quejas de los clientes. «El mundo se va a la mierda», masculla Mario y luego se marcha dando un portazo. «No necesito esta mierda», grita. Pero ambos saben que es mentira.
Anda buscando otro trabajo sin demasiado éxito. Son malos tiempos para quienes buscan. Ahora pasa más tiempo en casa y, aunque ayuda algo, siempre anda escaqueándose de las tareas para escribir versos. Ayer le entregó a su mujer una hojita con una tímida cuarteta en la que se disculpaba e insistía en cuánto la amaba. Manuela la cogió y se la tragó. Hizo una bola y pum, a la boca. Mario no puede comprender esa reacción. «¡Comerse un papel! ¿A quién se le ocurre?» Pero anda tan lejos del mundo que es incapaz de pararse a pensar en lo que significa, en lo qué le quiere decir Manuela. Para sus adentros sospecha que sufre ansiedad, siempre llorando, descontrolada. Pero tienen una buena vida, y siempre han sido felices. Solo es un bache.
Al final se han separado. Era de esperar, pues hace tiempo que el amor falta entre aquellas paredes. Ahora Mario anda sin rumbo. Hace trabajos esporádicos aquí y allí para pagar el alquiler. Malvive y bebe en exceso. Escribe menos, pero ha aparecido en sus poemas el dolor de una herida brutal en el alma, una agonía sublime que no había existido antes.
Se ha vuelto a vivir a su barrio de siempre y esta noche ha coincidido con Ernesto en uno de esos bares rancios en los que los parroquianos escupen en un suelo cubierto de serrín. Están algo pasados de cervezas, pero en aquel contexto pasan desapercibidos. Se han abrazado con añoranza, confesando una sincera alegría por el encuentro. Han pedido dos cafés y se han puesto al día. Ernesto anda inmerso en su búsqueda de siempre pero con algunas novedades. Sus facciones le parecen a Mario algo menos duras y su actitud no tan huraña. Le cuenta que, tras años de duro trabajo, ha conseguido terminar un poemario, un libro completo de poemas imperfectos pero magníficos, de métrica precisa y rimas valientes. A pesar de haber logrado encontrar algo próximo a lo perseguido durante años, habla sin gran entusiasmo, con esa apatía tan suya. Ha recibido un premio y una editorial le ha propuesto publicarlo. Anda preparando su lanzamiento. Mantiene una relación medio estable con la directora de la Editorial aunque, y lo apostilla alzando un dedo índice, ese hecho no ha tenido nada que ver. Surgió después. Aún no viven juntos, pero pronto habrá cambios. Ella está embarazada y ese niño va a necesitar a un padre que le explique que la vida no es un camino de rosas, ni un anuncio de Coca Cola, sino más bien una enorme bosta, una apestosa plasta de mierda en la que nuestro único objetivo es sobrevivir. Pero todo contado con mucho lirismo y sin palabrotas.
Los dos poetas han charlado y reído durante horas, como hacen los viejos amigos, recordando los claroscuros del pasado y recreándose en la luminosidad del futuro. Y se han ido a sus casas tambaleándose, sin hacer poesía, con unas cañas de más y algún café de menos. Palpándose las heridas del alma y sintiendo desmoronarse algunas antiguas certezas.