Hasta la raíz


Autor: Margot Tenenbaum

Fecha publicación: 03/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

La protagonista viaja en una excursión a través de una zona montañosa, acompañada de un guía y una pareja. A ratos la acosan recuerdos fugaces, así como la incapacidad de recordar su viaje hasta allí. La atrae una anciana que vende muñecas de hilos de colores. Al subir el último tramo el dolor en el pecho la hace caer. La sorpresa llega en las últimas líneas del relato.

Relato

Hasta la raíz

La miró con atención al pasarle el mate y ella temió por un momento que él advirtiera la pequeña libreta de notas, abierta entre sus manos, la libretica de hojas blancas y vacías, en las cuáles ella no había escrito aún ni una palabra... Temió verse obligada a hablar de eso, amargo como la bebida. Y quizá también del motivo para encontrarse allí, en su viaje, que aunque un día iba a acabarse, no pretendía llevarla a ningún lado...
Tomaban el mate sentados junto al fuego, en medio de la noche, para calentarse un poco por dentro. Y el mundo era entonces diminuto, con canto de grillos cual música de fondo. Solo existía ese espacio minúsculo que alumbraba la hoguera y afuera a lo mejor el resto, tal vez las montañas, a cuya ladera habían acampado al caer la tarde. O no existía nada… Apenas islas de gente sentada junto a distintos fuegos…
—Mañana el camino será largo, pero hoy ya fue suficiente…
—Mañana será… —repitió ella y dejó casi sin darse cuenta, la frase sin cerrar.
Sin desear adentrarse en detalles ella sentía a la que había sido, y todavía era, presente en esa carne suya, contenida. Aventuró que quizá algún día en el futuro, iba a pasar; también sus sentimientos informes, defectuosos...
—Siempre mañana…
Ella percibió entonces, por primera vez, el tono de los ojos de él, similares en azul a aquel lago del cual habían llegado a bordear un tramo durante el día, y era un azul profundo, un poco raro dónde a lo mejor podrían vivir especies extrañas, fuera del tiempo. Un lago, semejante a un mar en medio de la tierra y especies que quizá mañana se revelarían. Siempre mañana… Y le resultó raro no haber notado la profundidad alarmante de tales ojos con anterioridad.
“Sus ojos, como si pudieran verse solo a través del humo”, se dijo. Y trató de ubicarlos en algún resquicio de su historia personal pero acaso alcanzó a presentir los de otro hombre… Se estremeció de pronto.
“Todos los lagos son un trozo de océano”, pensó y se preguntó si pasaba igual con los hombres, si a fin de cuentas, se trataba a perpetuidad de un mismo hombre y echó de menos el mar...
—Cuatro días ya de camino y siempre queda algo por delante —volvió a sonreírle el guía.
Y ella intuyó, sin saber bien porqué sus ganas de hablarle de muchas cosas, y en particular de la abuela vendedora de muñecas de colores a la que habían encontrado en algún rincón del vasto camino. Muñecas tejidas, en las que los hilos sustituían a la sangre, así se dijo, cual si tales seres pudiesen tener sangre, fluidos, o fuesen las hijas de la anciana. Antes o después, uno era fruto de algo, obligado quizá a su vez, a volver a dar fruto…
La pareja que los acompañaba, se refugiaba en la casa de campaña cercana. Durante cuatro días no habían cesado de hablar en la lengua de ellos, que pretendía sin embargo mezclarse con aquella del sur del mundo hasta que acababa por salirles un idioma disonante y terrible. Y el guía debía prestarles atención. Ella no, ya que ni siquiera le interesaba escuchar el habla absurda de la pareja extranjera, desconectada de la tierra que pisaban. Ella y el guía eran también forasteros, y no obstante el entorno no se resentía con sus palabras y les aceptaba el silencio, en especial el silencio. Sin embargo, cuando el matrimonio emprendía su diálogo, el aire se volvía seco y se levantaba el polvo árido.
La mujer se exaltaba por motivos impensables y hubo que detenerse durante la tarde pues quiso mirar una por una las artesanías de la abuela; también consiguió examinar de cerca a la anciana de trenzas blancas y ropa abrigada tejida; la abuela de colores similar a sus muñecas, en medio del paisaje, un inmenso desierto…
La pareja le había hecho fotos a la anciana, en el intento vacuo de preservar los recuerdos, encapsularlos para más tarde exhibirlos ante otros, si llegaba el momento. Tomaban fotos de todo. Compraron muñecas, regalos, memorias trenzadas en urdimbres de hilos...
Ella pensó explicarle a él, como le hubiera gustado tener en tal instante también una de las muñecas, poseer una muñeca junto a su pecho, semejante a un bálsamo, que le permitiera acunar la seguridad de hallarse allí y no en otro lado… Quería decirle mucho, tejerse ante él, desenredarse incluso, sin lograrlo… Deseó contarle y explicar también que a ratos, en los últimos tiempos, se le perdían las frases donde el resto tenía más para decir. Habría querido hablarle de la abuela y de la incertidumbre que le produjo hallarla allí, inmóvil, a la espera, viendo a muchos de paso, mientras se mantenía sentada sobre una roca del camino… La abuela y las preguntas tantas… Porque era preciso averiguar quién era, o había sido, y asimismo su infancia y quizá el amor. Habría deseado hasta dedicarle una frase en su cuaderno de notas y sin embargo no lo hizo. Y luego trazar su propio nombre, o un nombre cualquiera en la arena... Porque la anciana la miró y ella sintió el dolor; una aguja que se clavó en su centro.
—¿Sigue el tiempo una sola dirección? —volvió él a interrumpirle los pensamientos. Descansaba ya, en el saco de dormir. Ella lo imitó y se dispuso a observar el cielo. Colocó la libreta abierta contra el pecho y pensó en otra noche por delante, y en la continuidad del insomnio…
—¿Mañana cruzaremos algún río? —interrogó ella pero el guía ya no le respondió, así que debió resignarse a permanecer despierta en su soledad, atrapada en esa suerte de limbo con estrellas, con olor a cenizas y a la vez a aire puro. A pesar de los días de camino no había conseguido conciliar el sueño ni una sola noche.
“Y es que ni el frío me basta, o me anestesia”, se dijo... Cada noche pretendía recordar, sin alcanzar el éxito. La abrumaba su batalla perdida contra la desmemoria, desmemoria de la mente, aunque las sensaciones estaban ahí, bregaban por mostrarse en la superficie de sus aguas.
Él le colocó una mano en la frente y la sacó de su letargo justo al alba:
—Ya es otra vez mañana.
La pareja que los acompañaba se encontró presta, luego de un desayuno instantáneo y sin sabor a nada, tan distinto del mate que le extendiera el guía. El mate era amargo, pero no lo dejaba a uno indiferente…
Ella sonrío:
—Hoy acaso cruzaremos un río…
—Sobrevivir a cada nuevo paso.
Otra vez avanzó en su silencio de sonámbula, perdida en el sueño incapaz de concretarse en sus noches. De nuevo volvió la pareja al hablar incesante. Y fue el camino y él le ofreció una fruta, un fruto extraño. Tardó ella en recordar su nombre: “m-a-n-g-o”. ¿Así se llamaban? El nombre que era de su tierra, tan distante. Se preguntó cómo había llegado hasta allí. El fruto y ella. Se preguntó el viaje que habrían hecho y su motivo, desde una etapa de semilla simple, plantada a saber por quiénes. Le preocupaba en especial el por qué habían nacido. Y los labios del guía iban a chupar la semilla para despojarla de la pulpa, la semilla que era una interrogante pues no se podía saber si sería fértil o nada…
Caminaron con sus mochilas a cuesta. Vieron a otros, pasar de largo, pero solo de lejos. Ella pensó en cuanto quedaba atrás y otra vez en la anciana, que estaría quizá en el mismo sitio a la espera todavía:
“Porque la abuela acaso sabe y yo no. Y yo, nada”.
La abuela, al borde del camino con sus arrugas, las manchas en el cutis, el sol. La abuela que supo mirarla, hasta que ella tuvo miedo. Se sentía como una de aquellas muñecas con un tejido bajo la piel, llena de hilos a los que no lograba adivinarles procedencia...
Cuando llegó la noche, el aire se hizo denso, como si de un momento a otro pudiera llover, pero aún así se reunieron junto al fuego. Bebió el mate sin hablar y se fingió dormida y se creyó dormida sin lograrlo. Al amanecer su silencio confrontó a los otros. No obstante, ella habría deseado hablar, contarle a él, en especial a él, aquello que era el pasado y que no recordaba, un momento en que debió ser chica, semilla, o hilos, al menos hilos, las muñecas de la abuela.
Y volvieron de nuevo al camino. Atravesaron un trozo de selva y en la distancia contemplaron unas ruinas.
—El tiempo no es lineal —musitó el guía, casi un oráculo.
Y tenía razón, porque las ruinas pertenecían al pasado, pero se encontraban ahí en ese instante del presente y quizá mañana iban a permanecer todavía, a esperar, como la abuela, porque todo era un ir y venir. Mañana… Si al menos ella hubiera podido hablar.
Muy despacio emprendieron el ascenso a la colina. El matrimonio iba rezagado. El guía le ofreció el mate, pero ella no quiso beber. Algo dolía quizá en su memoria, desmemoria, más de lo usual… Siguieron la subida.
Y hubo un instante en que ella casi quiso rendirse. Al llegar a lo alto sintió al aire estremecer su cuerpo, golpear su rostro y entrar con fuerza en sus pulmones. Cerró los ojos porque el dolor se le hizo de pronto más persistente. Debió arrodillarse. El guía se le acercó, cual si supiera. Ella anheló hablar, contarle todo y el dolor, también el dolor, cuando él le acarició la frente con su mano cálida. Se puso de pie, se alejó unos pasos, se deshizo del abrigo y retiró la pequeña libreta de hojas blancas de su pecho. La libreta sin palabras, estaba empapada de sangre. Su pecho sangraba incesante. La blusa clara tenía una mancha grande, que pronto se extendió a la tierra...
La pareja extranjera había llegado también a lo alto por fin… La mujer se tapó los labios con las manos para no decir nada y el marido la abrazó sin poder entender.
Ella sollozó lejos del grupo, de los tres que no dejaban de mirarla… Tras cierto esfuerzo, casi al borde del llanto, con sus propias manos y un grito consiguió abrirse el pecho de una vez. Le costó una voluntad enorme extraer su corazón, que era de estambre e hilos:
“Siempre tuve corazón de muñeca” respiró, cual si lo más difícil hubiera pasado. Y el guía repitió en la proximidad, semejante a un chamán:
—El tiempo no va nunca en una sola dirección.
Ella alcanzó a sentir una suerte de alivio repentino. El corazón todavía palpitaba entre sus manos y pensó: “está vivo, y si vive debe tener memoria, guardar en su memoria un nombre, cuerpo, olores y ya no hará falta hablar, ni contar nada…”.
El guía se acercó, abrió el suelo con las manos para enterrar semejante marasmo, en continuas pulsaciones de vida… Ella lo colocó en la tierra, como si fuese una semilla. Pensó en cuanto podía haber sido y además en aquello que no: ciudades, hijos, nombres cenizas, restos de mate, labios y abrazos incapaces de perdurar. Todavía se preguntó qué nacería, en esa tierra y también en el pecho que aún sangraba abierto, qué iría a sustituir eso que ya no era, en su interior, quizá mañana… Sin aventurar una respuesta se sintió leve. Cuando el guía tornó a sonreírle notó la vista que ofrecía la mañana, desde la altura de la montaña: las ruinas, pero también el lago inmenso, al alcance de la mano. El pasado no se había ido y sin embargo ya era el futuro, el mañana y a la vez, un único presente porque el tiempo no era capaz de seguir una sola dirección.