Es un loop


Autor: Nicholai Hel

Fecha publicación: 03/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

El relato en sí mismo es una conjunción resumida de varios sueños reiterativos que tengo desde la infancia.

Relato

Es un loop
El caso es que estoy de copiloto en un coche que solo acelera y yo le azuzo palmeándole el lomo mientras intento descifrar si vamos a colisionar o simplemente perseguimos al coche que tenemos justo enfrente. Como no hay puerta, veo crepitar el asfalto. Del coche delante no distingo el frontal del maletero, pero seguro que es un panda por la forma que sus faros tienen de mirarme. Intuyo una compañía borrosa a mis espaldas concentrado en la inercia. Dos personas. Me giro sobre el asiento. El pelo de quien conduce está lleno de canas vivas que latiguean y se enmarañan ocultándole el rostro.
Vamos a la playa, sé que me he ido de ella hace unas horas por un asunto urgente que ha perdido sentido o he olvidado por el camino. También sé que la marea se ha retraído enormemente, que al llegar voy a encontrar a mis amigos tragados por el mar o cercados por él, porque me he ido hace unas horas en busca de algo que nos iba a ayudar, pero está claro que no sería tan relevante cuando lo he terminado olvidando. El panda que teníamos delante se apartó derrapando en una curva a la derecha y anocheció. Estuvimos retándolo durante el derrape; recuerdo que le insultábamos gritando y golpeando cualquier parte del coche. No tengo ninguna palabra registrada del momento.
Ahora en el paseo marítimo subido al murete donde la gente se para a sacudir la arena de sus pies y por donde los niños caminan en equilibrio sujetos a una mano de sus padres. El paisaje transmite frío pese a la luz amarillenta de las farolas. Allí donde fijo la vista, el oleaje se encabrita y oscurece. Buscaba a mis amigos en el horizonte, agarrados a la bolla o atrapados entre las rocas del espigón, pero habían sobrevivido a la ola, incluso habían recogido y agrupado mis pertenencias a su alrededor. Estaban sobre una zona seca y me llamaban abanicando los brazos. Aunque sé que giro el cuello para mirar sobre mi hombro me convenzo de que el escenario ha rotado a mis espaldas al tiempo que el murete, deshaciéndose de mí, me depositaba en la arena. El coche está oblicuo en la orilla. Bajo los ejes incrustados la corriente hace una suave espuma. El que conducía me pide que vaciemos el maletero antes de que aparezcan los niños. Oigo las palabras atravesar su pelo y adquieren significado cuando la espalda se aleja hacia el coche, antes solo eran una sugerencia sin apremio. Soy consciente de todo esto aún con la mirada quieta sobre las lejanas siluetas de mis amigos. Tengo la firme intención de colaborar en lo del maletero y voy tras esa melena, no me importa tener las zapatillas empapadas como tampoco me importa lo que haya en el maletero.
Cualquier sonido me llega en retazos y mullido. Ya es de madrugada, los halos polvorientos me lo dicen; hay una belleza inestable en las olas. Conozco las texturas y las densidades sin necesidad de tocar el entorno. Sé que el agua rompe y luego acaricia, que mis amigos tienen a buen recaudo mis cosas, que esta noche ha ocurrido algo espectacular de lo que yo estaba escapando, algo que entiendo y no he visto.
Me veo a dos pasos del parachoques trasero que queda a la altura de la frente del piloto. No sé qué me dirige a acuclillarme mientras él pulsa el interior de un cero de la matrícula. Estoy al resguardo de un coche invertido que engulle mi sombra. El agua aparece por los flancos, rodea y se encuentra a sí misma en la cara opuesta del capó clavado. Al retraerse forma una pequeña cuenca entre las ruedas, apenas un charco cristalino a mis pies. Un rectángulo brillante ondula en la superficie, sumergido. Acerco la mano y sostengo mi móvil, que desbloqueo al instante. Llamadas perdidas, el telefonito rojo de llamada perdida. Levanto la vista y estoy recriminando a mis amigos que hayan cogido todas mis cosas menos mi móvil que me ha devuelto la marea. Tampoco empleo demasiada rabia en esto porque algo en mi interior sabía que funcionaría, aunque esté mojado. Junto a ellos identifico mi mochila entre otras tantas y me es completamente normal que sea la misma que cuando tenía catorce años. A esta distancia, detrás de mis amigos, es obvio que el coche no podrá conservar ese equilibrio. El que conducía abre el maletero; así erguido el coche parece un monigote relinchando con la boca estática y un aliento de esferas que saltan afuera con sigilo.
Una plantación de niños que antes no estaban. Nos han cercado con indiferencia, lentamente.
No comprendo la conducta de la noche en esta playa. El reflejo de la luna y el haz de las farolas se repelen generando una frontera visible entre los colores. Son dos playas y no sé a cuál pertenezco.
Necesito volver a mi habitación para ubicarme, para meter el móvil en arroz y cambiarme de ropa, de zapatos. Arranco el paso y piso una tarima, algo plano y uniforme que no es arena. Hay un trozo considerable de parqué en mitad de la playa. Camino barriendo con el pie, más bien aparto segando la arena y solo aparece más suelo, madera, vetas y juntas rectísimas entre las piezas, hasta que mi tobillo rebota contra el zócalo. Mi habitación respira un azul de humo. Estoy empapado y esperando a que mis amigos vuelvan de la playa. Sabrán que estoy aquí cuando no aparezca con el coche. Me da tiempo a una ducha y a cambiarme de ropa. Me veo salir al pasillo. Del cuarto de baño escapa un trapecio de luz que roza un charco. El eco desde la planta baja trae un tumulto, ruido de personas abigarradas. Una chica retoza en el charco que observo. Conozco esa espalda de piel rosada y el pliegue en su nalga cuando está de rodillas. Soy incapaz de ver el conjunto, su cara es un misterio juguetón entre las partes. Me busca y se exhibe recluida en un metro cuadrado. A veces está tan cerca que sus lágrimas corren por mis mejillas. Tiene destellos de porcelana y el rímel diluido. Adoro tu rímel diluido. Yo tengo el pasillo atestado de ingratos, de personas que conozco por la voz y los gestos. Nadie se atreve a invadir nuestra burbuja, existimos al margen, y agarro su pelo y me abro paso a codazos seguro de que ella me sigue resbalando a gatas con su propia saliva. También yo trastabillo, juraría que doy las zancadas en un suelo inclinado, que siento rizarse el pasillo y veo cómo la puerta del fondo se escora.
A gatas ha entrado en el plato de ducha. Blanco ubicuo y cegador desde las paredes lamiéndole el cuerpo. Le quito la bola de plástico rojo que la amordaza y leo sus labios en esa pose arquetípica de sostener la barbilla a la amada. Ella también dice algo de unos niños. Menos mal que no han venido, es lo que susurra. Más tarde ríe. Decido desnudarme, aún noto arena en la ropa interior; no puedo retrasar más la ducha. La chica a gatas sonríe burlona. De alguna manera entiendo que la complazco. De repente el baño, también del azul del humo, está poblado de cuerpos que ocultan sus caras con extremidades de otros cuerpos y mi móvil está vibrando. Sigo vestido dentro del plato. Leo una uve en la pantalla sobre el número de llamada entrante. Es decir, la chica que está arrodillada en la ducha, de la que ahora no consigo observar más que la boca y el tacto, me está llamando. Sé que no es posible porque yo recuerdo a esa chica en la playa, ella estaba con mis amigos, aunque no es mi amiga. Mis amigos entonces han tenido que llegar, tienen que estar aquí.
Tirito de nuevo en el pasillo y casi desnudo. Me pierdo entre los cuerpos, me apartan. He supuesto el dolor de los golpes y ahora que me golpean no lo siento. Acabo huyendo con los cuerpos, corro, sé que huyo, veo mi huida y la de incontables cuerpos. Formo parte de una emergencia.
Planta baja. Sigo corriendo. Mi casa está construida por titanes, el musgo cuelga desde las bóvedas, los cuerpos somos un hormigueo entre umbrales de piedra. Creo que es el propio ambiente quien nos amenaza.
Estoy un patio al que le falta una fuente central para verse romántico. He frenado la carrera. Desciendo unos escalones rugosos que se dirigen a mi rellano. Reconozco mi habitación al mirar en diagonal obviando unos niños que pintan con tizas el suelo del aparcamiento. Mi salón solo tiene la lámpara de pie encendida. La luz trepa fulgor naranja por el rincón más allá de la moldura. Miro de nuevo en diagonal y la puerta de mi habitación se entorna, se ha entornado, no estaba así de entornada. Alguien me espera dentro. Planeo entrar por la ventana porque alguien me está esperando dentro y ya tengo medio cuerpo a cuatro pisos suspendido sobre asfalto. Intento agarrar unos cables para usarlos como lianas hasta el marco de mi ventana. Bajo mis pies hay una piscina inflable completamente desbordada de bolas. Es inmensa y entre el plástico asoman algunos niños que sé que no se divierten. Hay demasiadas bolas. Se están ahogando. Caigo. Solté la barandilla y los cables confiando estar en la piscina de bolas. Sé que no puedo morir a la velocidad que estoy cayendo. La piscina crece mientras se acerca. Recuerdo que llevo el móvil y me agobio porque puede mojarse en la piscina. Mientras rebusco en mis bolsillos rompo la superficie de la cima. Buceo en un entorno sólido. Me falta ropa, pero respiro. Oigo niños llorando y desprendimientos. Nado hacia arriba deformando miles de bolas. Estoy rodeado de llantos difusos. No sé cuánto avanzo o si avanzo. Quizás solo estoy flotando en este líquido.
No. La certeza de que me estoy hundiendo y de que nado en dirección al fondo. Braceo hasta que confundo el color de las bolas o ellos se alían y entonces son uno. Tampoco encuentro a la chica gateando en mi ducha. Braceo y nada más braceo. El agua me oprime. Nado con las rodillas, meto bolas y bolas bajo mi cuerpo. Me es imposible mover las piernas. Araño a ciegas, me rindo a la asfixia y asumo que las bolas se compactan a mi alrededor cuando mis manos agarran un saliente de fieltro. Un súbito vértigo durante el vuelco. La presión se libera. Intento quedar sujeto, pero salgo rodando del maletero. No veo niños, oigo que digo tendido bocarriba. Ha sonado a una confesión. Mis amigos están llenando sus mochilas, incluso usan las toallas de hatillo, con las bolas desperdigadas que caen del maletero como por goteo. Me veo estorbando así tirado entre ellos. Las guardamos en tu casa que no hay nadie, dice Víctor sin frenar la tarea. Ni me mira al decirlo. Ahora está encorvándose justo bajo las ruedas traseras del coche que, sigo creyendo, no podrá conservar el equilibrio.