EL GRAN SILENCIO


Autor: GJIROKASTRA

Fecha publicación: 14/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

En una mina de manganeso preñada de amor y odio, Carmiña escapa de un derrumbe por los pelos y se rebela contra las condiciones de trabajo.

Relato

EL GRAN SILENCIO

1 Carmiña ama el silencio que reina en la segunda galería de la mina Victoria, pero echa a correr en la dirección atinada porque acaba de oír el rugido de la marabunta del derrumbe. El miedo, aliado con el instinto de supervivencia, se le pega a la piel como liga de muérdago y las ganas de aspirar oxígeno puro azuzan el trance de las zancadas. Otras compañeras gusanean a su lado con un pánico idéntico incrustado en los pulmones, entre los empellones de la penuria apresurados y los víveres de la hatería olvidados. Un alarido forrado de pavor brama en el eco de los socavones y el batiburrillo de los cascos se desperdiga por el suelo resbaladizo. Escucha que alguien le llama entre el remolino de siluetas que huyen, se gira al oír su nombre y, brotando de la oscuridad, ve el rostro picado de viruelas de la que separa la salbanda de la roca estéril. Antes de seguir corriendo, las dos se observan un momento, como dos hermanas gemelas enloquecidas con la emoción del Domingo de Resurrección. Carmiña tropieza de continuo, con la nariz tupida de mocos arcillosos por el veneno grueso de la escoria, aunque el trajín de mil demonios en pos de la salvación, a la postre, se manifiesta en forma de claridad diurna en la boca del túnel. En el exterior de la mina de manganeso, con su jeta de simio habituado a roncar a pierna suelta en una cama de sábanas bordadas, el patrón da alientos espurios mientras un corrillo de hombres coronados por la incertidumbre hace la cuenta de la vieja de las heridas. Son catorce, pero por fortuna ninguna está grave. El arrojo de las mineras se encoge en el asilo de los espíritus y los heraldos de la osadía, como de costumbre, blanden el estandarte de la solidaridad. La tranquilidad se clava con ahínco de martillo en el disgusto de los corazones y un quinteto de ancianos, con la tripa quebrada por la anquilostomiasis, masculla hazañas de épocas antañonas en torno al pueblo de Puras de Villafranca.
Estoy hasta las cartolas, y las palabras de Carmiña se empecinan en deslizarse por la tarde sabatina con garbo de mal augurio, las nubes plomizas, el barullo de la gente encrespado.
Los dos arrebatapuñadas del patrón fruncen el ceño ante el gluglú de la queja y balancean los vergajos erectos en la rugosidad de las manazas. Nadie osa apagar el fuego de livor que se respira y la tensión abrasa la invisibilidad del aire que sale de la mina sin orden ni concierto. Las cincuenta mineras ilesas se apiñan en torno a la cabaña desvencijada que sirve de enfermería mientras una cuadrilla de niños, serios como piedras, atiende a las enseñanzas incruentas del suceso. Cuando Carmiña divisa a Pedro, se crece. Posa la feminidad de los ojos pardos en la tristeza de los de él, con la relación de semestres embutida en promesas de prosperidad y futuros brumosos. Se han jurado amor eterno, al socaire de un pozo tapiado a causa de la insolencia de los mosquitos, y deslizan los sábados por el tobogán de los galanteos cerca del río Oca, con los padres de ambos remendando la trabazón de la probidad entre zurcidos de óptimos deseos. Después de saludarle, Carmiña llama a la puerta de la oficina, donde el patrón, repanchingado en la silla desde la que dirige la mina con mano de hierro, escribe las normas encomendado a un gargajo ubicuo en su gaznate de epulón. La atmósfera del cuchitril se espesa a toda pastilla y la crudeza de la furia, contemplada como recurso ante la adversidad, madura en el semblante de los presentes.
Disculpe, patrón, pero hace falta más seguridad allá abajo, y las vocales se desvanecen en el vaho nicótico del aludido, el amasijo de los papeles descabalado, el cenicero grávido de colillas casi masticadas.
El zas de los golpes rebota a mansalva en el lienzo de la noche que ya se aproxima y la vileza de los gorilas cercena la pujanza con un ojo a la virulé y hematomas cárdenos por doquier. Las galerías se oscurecen más negras que nunca y la dúa que repara los travesaños podridos hace ruidos con retumbo de luto. Carmiña se levanta de la humillación del suelo y calibra el acopio de las heridas a trancas y barrancas. Le gusta el silencio por encima de todas las cosas y a él se aferra en la cena condimentada por su madre con amor de hoja perenne. Al ver el estado de su hija, la mujer llora con ritmo de ser humano acostumbrado a la traición de las venas y, agudo como un rugido de león, estampa un grito en el cielo contra la injusticia que domina el infierno de las minas de manganeso del pueblo. El humo de la sopa huele de maravilla, el pan de la víspera se trocea con la miga todavía esponjosa y los comensales, estremecidos por el escalofrío de la realidad, se encariñan con las cucharadas en medio de la entereza del instante. También está Pedro, jubilado precoz desde hace un año por el zarpazo impiadoso de un accidente, que visita con frecuencia el lar de sus futuros suegros, aunque ninguno de los cuatro habla y cada cual se ensimisma en el laberinto intrincado de la conciencia. Después Carmiña acompaña a su novio a casa y la despide con tres besos robados al pundonor, arrollada en la prudencia de la carne y afincando el porvenir en una encrucijada de vetas aún por descubrir.

2 Carmiña se despierta muy temprano, todavía dolorida, con el tiento de la voluntad revirado, y comprime la acritud de la angustia en la prensa del ánimo. Es domingo, el único día libre de la semana, y la humildad de la morada de los progenitores se suelda a una quietud de madrugada ociosa. Durante el duermevela no ha dejado ni un segundo de dar vueltas al asunto y la cualidad de mujer buena, excitada por la soberbia del patrón, ansía declamar un turbión de párrafos contra los oprobios cotidianos. Se toca la ofensa de la golpiza y se exaspera. Ya ha disipado diez años en los abismos de la mina Victoria, dedicada a regatear el buzamiento de los filones, y el salario jamás aumenta, sino que mengua, exiguo, convertido casi en una propina de niña zangolotina. La respiración contigua de los padres unida a la figura lisiada de su novio le sosiegan, por de pronto, el alboroto de los pensamientos. Sin embargo, el huracán del enojo prevalece contra viento y marea, con la venganza carbonizando la quemazón del presente. Sabe de sobra que los sábados el patrón duerme en cama ajena, en casa de una querida en la vecina localidad de Pradoluengo, y relaja la vigilancia en torno a las cábalas de la lujuria. Perfila un plan de trazos fáciles, rumiados junto a la palangana donde se quita las legañas, y lucubra un escarmiento veraz que le dibuja garrapatos de satisfacción en la integridad del visaje. Se viste con un dolor intenso hincado en el cuerpo, recuerda los mandobles de la víspera, macerada en un aliño de ira, y bosqueja la revancha en un papel sin tinta.
Buenas, don Heliodoro, y en el portón de la iglesia saluda al cura que ya se apresta para el rito de la misa, la fe de los mineros robustecida, los terrones de la huerta aledaña estériles.
Carmiña manosea el filo de la navaja y convierte el enfado en magia de chirlo por arte de birlibirloque. No se demora en cubrir la escasa distancia que le separa del lugar donde el patrón reposa con placidez de gazapo. Avanza sulfurada por la explotación del sudor de las mineras, pero consigue apaciguarse en parte al imaginar la calma de Pedro aún dormido en su lecho de impedido. Fantasea con él a marchas forzadas en el fuero interno y los picos de la galería se le amontonan, entre rincones de polvo y cascajo, en el dédalo de la mente. Hace mucho tiempo, en una tarde de confianza agosteña, su padre le aconsejó que se fuera a Barcelona porque las minas de Puras eran más falsas que las abundantes víboras de los bancales de la sierra de la Demanda. Era una máxima modelada por la experiencia de cuatro décadas ofrecidas a los testeros y a las chimeneas, y Carmiña recuerda las palabras que en aquel momento no entendió del todo. No obstante, el cataplum de la realidad prima y enseguida el coche del patrón aparece aparcado a la vera de una barda. Ningún matón descuella en la paz del contorno y la luz primigenia del sol remolonea en concubinato con la impavidez de las higueras silvestres. Piensa en llamar a la puerta y regalar a los amantes un susto feroz sin más consecuencias, pero al cabo cierra el puño sobre las cachas de la navaja abierta. Se cuela con maña zorruna por una ventana entornada que procura algo de frescor a la casa y evalúa cómo la penumbra, alojada en un pasillo largo como un día sin pan, siluetea dos sofás que yacen vacíos en un salón de empaque inaudito para la austeridad de una minera. Entonces, en un periquete de derrumbamiento, se planta en el dormitorio.
Eh, patrón, cabrón, y la sorpresa resbala estupefacta por el tono aciago de los chillidos, la cadencia de las cuchilladas atarantada, la pareja trucidada con frenesí de grisú.
Carmiña huye sin mirar hacia atrás, por el camino por el que ha venido, y los latidos del corazón se atropellan roídos por el ratón de la crueldad empleada en el crimen. El resentimiento, empotrado de repente en el compás del resuello, y la amenaza de la pena de muerte le preñan el espinazo de chica honrada de vaticinios agoreros. Con una vergüenza supina encastrada en las grietas de la desazón, imagina los ojos de cordero degollado de Pedro visitándola, antes de la inexorable ejecución, en la cárcel de la capital burgalesa. En ese instante, extrañando el refugio de la galería y el sigilo atronador de la soledumbre, se para en medio de la trocha y, en vez de regresar a la casa paterna, se dirige a la mina. Allí observa cómo el asueto dominical reina en la aridez de las instalaciones. El vigilante huelga todavía bajo las cobijas de la choza donde malvive y las montañas de mineral resplandecen impertérritas junto a los despojos de la última desgracia. Admira luego un águila perdicera que se mantiene disecada en la invulnerabilidad cerúlea del cielo y, con el alma desnortada, envidia la libertad inconmensurable del pájaro. Ni siquiera bebe agua de la fuente que mitiga la sed de las mineras cuando surgen de las entrañas de la tierra con la garganta convertida en un secarral de tomo y lomo. Colonizada por el esperpento de la confusión, visualiza la inminente aflicción de sus allegados, engordada por la previsible chismografía del pueblo, y se extravía definitivamente en el páramo de la desolación.
Adiós, Pedro, y Carmiña penetra en el cuadrado hosco de la bocamina en busca del remedio de la purificación, las paredes tanteadas a ciegas, la zozobra de los nervios apareada con el gran silencio subterráneo de la mina Victoria.

GJIROKASTRA