En primera persona


Autor: Zacar

Fecha publicación: 16/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Una pareja que recorre el este de Europa alquila una casa en medio del bosque para pasar la noche. El desenfreno amoroso y sexual de los jóvenes quedará ensombrecido por una experiencia más excitante de lo esperada.

Relato

Conducía por una carretera sinuosa. El bosque nos rodeaba. Habíamos reservado un caserón, casi una pequeña mansión, en medio de la nada. Hacía tiempo que queríamos recorrer el este de Europa; por fin lo estábamos haciendo, en un descapotable clásico, alquilado. La sonrisa de Dafne valía una vida: la mía. Merecía la pena vivir por ella. Solo por ella.
—No puedo aguantar más, ¡quiero chupártela ya! —me dijo ansiosa.
—Espera un momento, cariño, enseguida llegaremos, no creo que queden muchos kilómetros —le contesté no muy convencido.
—No.
Se desabrochó el cinturón de seguridad, se acercó a mí, me bajó la cremallera de los pantalones vaqueros, me sacó la polla por la bragueta. No conforme, soltó el botón y también puso mis huevos a la vista. Comenzó a masajearlos con delicadeza. Se metió el glande en la boca, suave, golosamente.
—Joder, cariño, eres una maestra.
—Lo sé.
Cuando estaba a punto de correrme, ella, conocedora de mi cuerpo, se detuvo.
—Para el coche, quiero que me folles —me ordenó. Debía acatar.
No respondí. Frené progresivamente hasta detener el vehículo a un lado, en el inexistente arcén.
Se puso encima de mí a horcajadas. Me miró con deseo. Supongo que la miré con amor, embobado y feliz. Le subí la minifalda. Se apartó las bragas y se la introdujo de golpe.
Después de alcanzar el orgasmo, ambos, continuamos con el trayecto.
Quedaba más de lo esperado. Restaba por lo menos una hora. La tarde se acababa. La noche comenzaba a reclamar su territorio. La luna apareció a media altura en el horizonte, amenazadora y amarillenta. Llegamos a nuestro destino. Nos apeamos del coche, cogimos las mochilas del maletero y nos maravillamos ante el edificio. Sobrecogedor. Las fotos de internet no le hacían justicia.
—Da bastante mal rollo —dijo Dafne.
—La verdad es que sí. Está guay, ¿eh?
Los pajarracos autóctonos emitían sonidos desagradables. No eran, ni mucho menos, cánticos melodiosos de pajarillos inofensivos. No, en absoluto. Irradiaban maldad a través del aire. Nos encantaba lo macabro. Éramos expertos en películas de miedo y en documentales de asesinos en serie, adorábamos experimentar el terror controlado, la depravación y el horror sin riesgo.
Observamos con detenimiento, alelados e ilusionados, la imponente casona y la sombra, desdibujada pero reconocible, que proyectaba. Los árboles se alejaban de la construcción, temerosos. Era un lugar ideal, perfecto para nuestro particular entretenimiento.
Nos deleitamos ante las tallas practicadas en la puerta. Qué trabajo artesanal tan exquisito. Databa de hace varios siglos. Imágenes de aberraciones animales, de tortura y de desesperación se repartían por la noble madera. Metí la gruesa llave que nos habían proporcionado en la cerradura oxidada.
¡Oh, Dafne…! Qué contenta estaba. Éramos almas gemelas.
Entramos. La remitente luz solar penetraba dispersa, neblinosa, a través de las ventanas sucias y descuidadas. La penumbra ganaba la batalla. Buscamos el panel de fusibles. Los levantamos. Y se hizo la luz eléctrica. Algunas lámparas se iluminaron en ciertas partes de la casa, únicamente en las estancias que estaban en condiciones de utilizarse: una habitación, la cocina y un baño diminuto y asqueroso. El resto del caserón era territorio salvaje, olvidado. Perdido en el polvo y en el tiempo.
Desenvolvimos los bocatas; descorchamos una botella de vino. Comimos ávidamente. Bebimos el tinto a morro. Estuvimos charlando un rato. Cuando la energía de nuestros cuerpos fue la adecuada, nos dispusimos a explorar la casa. Teníamos dos objetivos principales: la buhardilla y el sótano. Puro morbo. Se contaban historias acerca del lugar, de su pasado, de los últimos inquilinos. Relatos oscuros para no dormir; nos excitaban sobremanera.
Decidimos ir primero al sótano. Nos acercamos a la puerta. La abrimos. Chirrió. Un sonido grave y constante subía desde las profundidades. La caldera, por supuesto. Bajamos por las quebradizas y crujientes escaleras. El interruptor de la luz no servía para nada. Apuntamos con nuestras linternas por toda la sala. Nada relevante. Ni siquiera había bultos misteriosos ocultos bajo mantas. Cuando estábamos volviendo arriba, oímos un estruendo: una estrepitosa rotura de cristales. Nos quedamos inmóviles. Nos miramos mutuamente. Bombeábamos sangre a diez mil por hora.
Continuamos subiendo, despacio. Cuando llegamos al inmenso recibidor, vimos cómo la cristalera multicolor de encima de la puerta había sido reventada. Los restos afilados y cortantes yacían a nuestros pies.
—Un pájaro desorientado, seguro. El subnormal estará por aquí tirado—dije para tranquilizarla.
La macilenta luz de la luna, ahora totalmente hegemónica en la noche recién iniciada, se colaba por el agujero ocasionado.
—Anda, cari, echa un vistazo afuera.
—Dafne, no seas cagada, que no pasa nada.
—Venga, porfa.
Fui hacia la puerta. Pisé algunos cristales. La abrí.
Solo presencié tinieblas nocturnas. Dafne se apoyó en mi hombro y asomó la cabeza. Nada. La tibia luna en el cielo.
De repente, una sombra cruzó a lo lejos. Salió de los árboles y se volvió a meter en la espesura.
—¿Qué era eso…? —me preguntó Dafne con voz asustada.
—Un ciervo… o un jabalí. O no sé, un lobo como mucho. Puede que un oso. Venga, vamos adentro.
Nos giramos, cerramos la puerta. Y las luces artificiales desaparecieron. Súbitamente, un viento congelado recorrió el ambiente. Nos atacó una risa floja y estúpida. Estábamos viviendo nuestra propia y escalofriante aventura.
Me abrazó por detrás. Se agarró como un monito a su madre.
—No sé si estoy cachonda o acojonada.
—Estoy enteramente a tu disposición para aquello que puedas necesitar —repliqué muy serio, con sorna.
—¿Nos vamos a dormir? Creo que ya basta por hoy, estoy cansada y quizás necesito un buen masaje para relajarme —insinuó sensualmente mientras me mordisqueaba el cuello.
De acuerdo, visitaríamos la buhardilla el día siguiente...
Cogimos las mochilas de la cocina, fuimos a la habitación, desenrollamos el saco doble y lo tendimos encima de la cama gigante, dosel decimonónico incluido, que nos esperaba. No investigamos el contenido de la habitación. Nos desnudamos y nos metimos en el saco. La cama era mullida y desprendía un leve olor a moho viejo. Nos dedicamos a rozarnos, tocarnos y unirnos. Lenta, románticamente, con besos largos y apasionados. Nos dormimos abrazados, perseguimos juntos la estela del sueño. Yo seguía dentro de ella cuando lo alcancé.
Nos despertó un golpe fortísimo en la ventana. Todavía no había amanecido. El vidrio crujió, pero la lámina aguantó el envite. Nos incorporamos.
—Esto no me gusta —balbuceó Dafne. Su corazón latía desaforadamente, lo notaba, palpitaba con excesiva vehemencia. Su caja torácica se henchía violentamente. Respiraba de manera desacompasada. Jadeaba sin control.
—No te preocu...
La ventana estalló. Los cristales nos salpicaron. Algunos trozos minúsculos se nos clavaron en la cara. Una esquirla alcanzó a Dafne en un párpado. Salvó el ojo izquierdo de milagro. Nos tumbamos de nuevo y nos refugiamos en el saco. Metimos la cabeza bajo nuestro refugio. Nos pegamos el uno junto al otro. Éramos un solo ser tembloroso. El deseo de seguridad nos instaba a fusionarnos. Rezamos. Esperamos el nuevo día.
Tras interminables horas de incertidumbre insana, por fin amaneció. Pero el sol no apareció en su máximo esplendor. Las nubes oscurecían el comienzo de la jornada. Nos comprobamos y curamos las heridas. Nada grave. Localizamos el objeto que había roto la ventana: era una bola de metal pesada e irregular. Tenía grabado un símbolo extraño, desconocido, en la superficie. No sabíamos qué pensar. Ansiábamos escapar de aquel lugar.
Recogimos el saco a toda prisa, cogimos los petates y, prácticamente corriendo, atravesamos la casa y salimos por la puerta principal.
Y ahí estaban.
—Muy buenos días, querida pareja. Somos Mick y Mike, encantados —nos saludaron al unísono en un inglés rudimentario.
Dos individuos nos cortaban el paso. Uno: alto, flaco, huesudo, rapado, imberbe, de piel mortecina. Otro: seboso, grasiento, redondo y pestilente; una barba rala y repelente le llegaba hasta el ombligo. Los dos vestían de igual modo, con un uniforme de color azul celeste atravesado por rayas blancas verticales. Su deteriorado ropaje estaba embarrado. Había un número bordado en la parte izquierda del pecho. Estaban etiquetados: 429 y 603. Uno llevaba una llave inglesa y el otro un martillo de bola.
Quería tanto a Dafne…
Ella confiaba plenamente en mí. En que sería valiente y la protegería de cualquier tipo de mal, ya fuese sobrenatural o humano y cruel.
Totalmente sorprendidos y desprevenidos, intentamos esquivar de forma instintiva y atropellada sus deleznables presencias.
Me golpearon en la espalda, aunque logré zafarme. A Dafne la alcanzaron de lleno con la llave inglesa en una rodilla. Se produjo un chasquido seco y horrible. Mi amor cayó; miré atrás, me lo pensé. ¡Oh, Dios mío, me lo pensé...! ¿Cómo pude ser capaz de dudar? ¡Tenía que haber actuado, haberla defendido a muerte! Pero huí. Soy un desgraciado y un cobarde. La dejé en manos de semejantes seres. Soy mucho peor que esos bastardos malnacidos; soy un ser indigno y aborrecible. La abandoné.
Y corrí hacia el bosque.