Resumen
En el transcurso de un partido de fútbol clasificatorio de la Selección española, el balón que está en juego desparece sin dejar rastro a los ojos de todo el mundo. Cunde el asombro, pero, cuando unos minutos después, y reiniciado de nuevo el partido con un segundo balón, que corre también la misma suerte que el primero, el pánico se adueña del estadio.
Relato
Mucha gente, de hecho, la mayoría de la gente, no se dio cuenta en el momento en que ocurrió. A no ser que se esté muy atento, es difícil ver algo que no se espera ver, y en un minuto ochenta y cinco de un partido de fútbol, por mucho partido clasificatorio para un mundial que sea, lo normal es que se esté atento solo a medias, difuminado el deseo de que tu equipo gane entre otras ideas, como la textura al tacto que debe tener el gorro de lana de la chica que está sentada delante en el campo, la manía de tu amiga de resoplar a la mínima por cualquier contrariedad o la razón por la que no se añadió al construirse una tercera grada a aquel moderno estadio.
Y la falta de emoción respecto al resultado no ayudaba: ellos ya estaban clasificados, a no ser que mediara una catástrofe.
Así que, cuando el balón debió haber llegado a las manos del portero de la selección portuguesa y no lo hizo, por la razón no menor de que dejó de haber balón que llegar, solo alguno de los asistentes al campo puso los ojos en blanco, como si hubiera visto un fantasma. Buena parte del aforo había visto también el incidente, pero, al mismo tiempo, no lo había visto; miraban en dirección a donde hacía un instante estaba rodando una pelota y al siguiente ya no lo hacía, pero sus mentes se las habían ingeniado para completar la acción por sí mismas, firmemente arraigadas a un inamovible principio de realidad.
Se requería, por tanto, de una atención expresa para que la estupefacción y el fantasma se abrieran paso, una atención directa y concentrada, como la del del propio portero, cuya postura, de rodillas, presto a atender el pase de su compañero, se quedó congelada, en un plazo de tiempo interminablemente largo, o como la del bueno de Andrés, que asistía al partido enfebrecido, acompañado por su no menos adicta a la selección española amiga Marta.
A Andrés, cuyo espíritu hacía casi imposible que no atendiera en cuerpo y alma a aquello que estuviera haciendo en cada momento, fue lo que le pareció: que había visto un fantasma. Qué sino un ente incorpóreo hubiera podido hacer algo como aquello. Qué otra cosa se puede sentir o creer cuando uno ve que un objeto físico se desvanece así, por las buenas, como si una invisible mano gigante hubiera decidido apropiárselo y colocarlo en otro sitio.
En un primer acto reflejo, Andrés miró a su amiga, como para comprobar si aquel fenómeno era solo cosa suya o a ella también le habían birlado aquel balón de la vista en un abrir y cerrar de ojos. Las hondas arrugas de contrariedad en la frente de Marta vinieron a decir a su vez a su amigo “¿Has visto eso?”, y, como réplica, Andrés abrió mucho los ojos, casi como única respuesta posible. Con una carcajada corta, similar a una tos, ella expulsó los restos de su asombro.
Poco a poco una onda de extrañeza y acongoje fue recorriendo el recinto. El árbitro, dueño y señor hasta hacía un momento de todo un imperio, se encontraba ahora abocado a vérselas con una sombra. Recorrió, con el resuelto y pizpireto trote que exhiben de común todos los colegiados, los escasos metros que le separaban de la zona cero, más o menos en el punto intermedio de la línea que hubiera trazado el recorrido del balón de haberse producido, desde la punta de la bota del defensa hasta las manos de su portero. Hizo sonar su silbato, con un graznido más extenso de lo habitual, dando la sensación general de que en realidad no sabía muy bien porqué lo hacía, y, acto seguido, alzó el brazo derecho, dando la misma impresión de desorientación, a pesar de la vehemencia del gesto. Después, con expresión inquisitiva dirigida al cuarto árbitro, dibujó en el aire un círculo, buscando un sustituto al desaparecido.
Los jugadores se fueron arremolinando junto a él y entre ellos, formando pequeños grupos, que expulsaban a través de sus rostros variables bolsas conteniendo alucine. Unos parecían querer convencer a otros de algo. Otros pisaban en las proximidades del reducto de césped responsable de la deglución, como si buscaran entre las hebras de la hierba algún rastro del desdichado. El portero finalmente se había puesto de pie, y permanecía con la mirada perdida y los brazos en jarras, adelantándose en diez minutos a la misma postura que hubiera adoptado de todas formas con el pitido de final de partido y su selección eliminada. El defensa portugués, responsable del último acto de servicio de la pelota, no dejaba de mirar su bota izquierda, como si algo en aquel empeine cruzado de rayas le pudiera dar alguna pista o respuesta a aquel fenómeno. Tras aquel último toque suyo, se había originado un suceso que desafiaba la lógica, la física y la propia racionalidad humana.
El rumor de las conversaciones de los jugadores se fue ocultando, aplastado por el de las crecientes de la gente, que iban inundando las gradas. La pequeña proporción de los atentos qué sí se habían percatado de la desaparición en el mismo momento de producirse, de los que Andrés y Marta formaban parte, había ido propagando la realidad del espejismo a los demás, y el confuso revuelo que generaba el trabajo de tener que aceptar lo inaceptable se sostuvo en el aire como una gigantesca membrana, que convertía a todos los presentes en miembros de un mismo selecto club.
Un nuevo balón apareció, rodando mansamente, desde la banda que quedaba más cercana, en dirección al grupo de jugadores. Un jugador lo recogió y se lo acercó al árbitro, como si se tratase de un indisciplinado hijo pródigo. Éste lo aceptó y lo sobó durante unos instantes, como si con ese masaje pudiera conjurar una posible nueva desaparición. Llamó con la mano a un jugador de cada equipo y los dispuso uno frente al otro. Parecía que iba a ejecutarse un bote neutral, pero el jugador portugués señalaba ostensiblemente en dirección a su portería. Finalmente, el árbitro se dirigió con el esférico en la mano, portándolo como si fuera una bandeja, hacia donde se encontraba el cancerbero luso y se lo entregó, como a modo de ofrenda.
Un gigantesco interrogante pendía de todos, con el peso de una aplastante plancha de metal.
Había, sin embargo, que ocuparse de la nueva realidad, donde un nuevo balón estaba a punto de ser pateado por un portero que, sin duda, estaba aprovechando la oportunidad para endosarle un subrepticio y duro castigo, golpeándole todo lo fuerte que pudo, con el empeine de la bota, para mandarlo lo más lejos posible, si pudiera ser hasta la misma área contraria.
El balón emprendió un vertiginoso despegue, describiendo un arco que no tardó nada en alcanzar su punto máximo, por encima de los que estaban sentados en la grada superior.
Esta vez, casi todo el mundo siguió con la vista el trazado de la parábola del cuero, y por tanto casi todo el mundo vio cómo el balón se desvanecía otra vez en el aire, al iniciar su descenso, sin dejar rastro. Desvanecer no sería la palabra exacta. Desvanecer remite a una desaparición lenta, a la caída a ser aire de algo que hasta un momento había sido sólido. Tal y como el balón había vuelto a desaparecer, con esa instantaneidad fulgurante, se pensaría en una mano caprichosa apropiándose del balón, cogiéndolo sin más de aquella ahora brumosa realidad de un domingo por la tarde en una capital de provincias, con un España-Portugal en juego.
Lo que siguió se pareció mucho al asombro, aunque, desde luego mucho menos que al miedo. Lo jugadores se habían puesto de acuerdo en llevarse las manos a la cabeza. Se protegían de aquello, fuera lo que fuera. El árbitro, escocés con falda en su alma, no se permitió ningún gesto ostensible que denotara pérdida de control. No había colores de tarjeta en su bolsillo para amonestar aquella insubordinación. Duró su mirada hacia el punto donde el objeto había dejado de ser visible mucho más que la de los demás, y cuando finalmente cayó a tierra, buscó la de sus auxiliares en las bandas, pero no consiguió cruzarla con ninguno de ellos, porque éstos simplemente ya no ocupaban sus puestos. Se estaban produciendo estampidas. En las cercanías de las bocas de acceso a las gradas ya se formaban caóticos torrentes de gente, buscando escapar de aquello que fuera lo que significara lo que acababan de ver. Mucha gente hablaba a trompicones por sus teléfonos móviles, ejerciendo de aterrados corresponsales.
Andrés no entendía cómo era posible que alguno de ellos se lo tomara a chota, o dieran signo de ello. Pero cuántas veces la risa escenifica cosas muy distintas al humor. Marta y él caminaban, envueltos en un silencio implorante y agarrados de la mano, tratando de mantener aquella endeble cola que se acababa de formarse espontáneamente, y que los acercaría a la arcada tras la cual podrían bajar a la planta de calle. Se escuchaban estallidos de voces histéricas y golpes. De alguna manera, la visión directa de lo inexplicable había sacado del interior de muchos las ocultas reminiscencias de cuando fuimos quienes pactaban con los dioses sacrificios, a cambio de una explicación ante lo incomprensible.
Bastante antes de que Andrés y Marta terminaran de salir del campo, los sonidos de las sirenas ya habían conformado una continua amalgama sonora. Bajo ella, las voces humanas parecían ahora más leves e inofensivas.
En el rectángulo de juego hacía ya un rato que no quedaba nadie. Tampoco a lo largo de las bandas, ni en los banquillos y vestuarios. Se trataba de alejarse lo más posible de aquel roto en la secuencia espacio-temporal.
La observación del comportamiento de los acontecimientos en general supone para el pensamiento ceñirse a una inexpugnable férula de causalidad. Esa causalidad es observada por el razonamiento a través de una mirada, mirada que tiende a confundirse con la propia realidad. Por esa razón, cuando sucede algo que existe al margen de esa mirada, pero que incomprensiblemente puede ser visto a través de ella, solo queda llevarse las manos a la cabeza o gritar como un energúmeno, buscando una salida física antes que el otro, aunque el otro sea la propia madre.
En las horas siguientes el campo fue cerrado y acordonado. Aquel día, nadie entró para averiguar nada más. Al cabo de una semana, un equipo especializado en fenómenos paranormales llegado de Israel accedió al estadio. Llevaban equipos consigo que hubieran pasado por los de un astronauta. Se trataba únicamente de una misión de observación.
La eterna espera, que se prolongó tres días, acaparaba toda la atención. Todos los medios, de todo el mundo, durante las 24 horas. No se hablaba de otra cosa. El grupo no daba señales de vida y las comunicaciones con ellos habían sido interrumpidas al poco de entrar. Al cuarto día se les dio por desaparecidos, ya que la previsión era que uno de ellos saliera para comparecer ante la prensa a las pocas horas de entrar, dando su visión de la situación y de los hechos.
Se decidió que la única decisión posible era el derribo.
La demolición del campo no se hizo de forma habitual, con grúas y excavadoras golpeando el hormigón, y ni siquiera se tuvo en cuenta una voladura controlada. Quién iba a querer siquiera acercarse allí. Fue desalojado todo el mundo en un radio de acción de diez kilómetros a la redonda, distancia que les pareció infinitamente corta y que dejaba expuestos a todos los residentes en las casas alejadas de ese radio al menos diez kilómetros más.
Una bandada de cazas lo dejó convertido en una montaña de escombros. Ahora se alza allí un extraño memorial, en forma de balón sostenido en el aire.
El cacharrero sudanés