Elena en el espejo


Autor: Sol Toscano

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Elena, una joven con un trastorno alimenticio, cree haber encontrado su refugio en el cuarto de baño de su casa. En él nos adentraremos en su mente y en las duras conversaciones que tiene con su mayor enemigo: el espejo.

Relato

Desde hace tiempo esta es mi cueva, si mi hermano pequeño Adrián puede tener una, ¿por qué no podría también yo?
De niña me encantaban los azulejos rosa de este baño, pero hace algunos años que ya no los soporto; ni mucho menos los dibujos de hojas blancas y lilas que los adornan. No entiendo la gracia de los colores pasteles, como si hubiesen nacido ya sin fuerza y eso fuese lo que los hace atractivos. Aunque para ser sincera ya casi ni me fijo en ellos. Ahora los elementos que ganaron protagonismo en este baño son el váter, el espejo sin marco, la báscula electrónica y el enjuague bucal de menta con el que disimulo el olor a vómito. Elegí ese enjuague porque es violeta, pero violeta de verdad, del fuerte, del que desentona con la neutralidad de esta cueva. Además dice “cuidado total” en letras negras grandes y sólidas, y, de cierta manera, me hace sentir protegida.

Ayer fue 41 kilos, todavía no sé qué es hoy. El resto del mundo se rige por calendarios pero yo, Elena, me rijo por los gramos de angustia que componen mi cuerpo.

Saco la báscula de su caja y me subo a ella con miedo. El tiempo pasa lento, como si de tanto desmenuzar la comida, ahora también lo hiciese con los segundos y aún así me costase su ingesta. Se me atraganta el tic-tac del reloj que cada vez suena más lejos mientras espero a que la báscula se decida entre un terrible 41 y un horroroso 40,9.

Hoy es 41 otra vez. Miro el reloj, que me aprieta la muñeca, aunque cada vez que me quejo de él frente a alguien, se cae, como si le divirtiera dejarme en evidencia. Fue un regalo de cumpleaños de mi padre, me hace gracia porque no hizo falta que nadie me lo diga, lo supe en cuanto vi que era verde pastel: verde, el color preferido de mi hermano, no el mío; y pastel, mi gran enemigo en los colores y en la comida. Mi padre es la única persona en el mundo que podría equivocarse en algo así. Ni mi pelo azul, ni mis uñas negras, ni mis labios rojos le hicieron sospechar jamás que buscaba la fuerza, gritar alto, hacerme ver. Siempre me había visto como una niña pastel. Por lo menos esa vez se acordó de mi cumpleaños… Ya es más de lo que puedo decir de los últimos 3 años.

Me acerco al inodoro, que está más frío con cada kilo que pasa, como si mi piel amarillenta hubiera perdido el abrigo con el que nació.
Me llevo los dedos de la mano izquierda a la boca y doy inicio a mi rutina de purga. Es curioso, cuanto más lo hago, más profunda me parece mi garganta, a veces creo que se extiende con el uso. Cuando empecé a querer sacar la grasa repugnante de mi interior, decidí que lo haría con la mano izquierda, para cuidar lo único bonito que tengo: mi mano derecha creando música con la guitarra. Las purgaciones me liberan de mi sebo asqueroso a cambio de callos en los nudillos. Nunca me habría perdonado hacerle eso a la única parte de mí que me ha dado felicidad. Además, tengo que ser cuidadosa, nadie puede saber de mis limpiezas internas, y los nudillos pasan más desapercibidos cuando se encargan de mantener un acorde que cuando saltan libremente de cuerda en cuerda. Ojalá fuera la mitad de buena para todo como lo soy para cuidar mis secretos.

—Das asco. No entiendo cómo puedes seguir teniendo toda esa grasa en las mejillas —me espeta el espejo.

—Lo siento, te juro que lo intento pero no hay manera de perderla —digo entre sollozos.

—Sentirlo no es suficiente ¿Es que acaso no ves lo obesa que estás? ¿No ves que casi no pasas por la puerta?

—Pero… pero si he pasado sin problema. De verdad, al pasar sentí que tenía un montón de espacio a ambos lados.

—¿Un montón de espacio? A parte de gorda ahora estás loca. Mírate. “Sentí que tenía un montón de espacio”, dice la muy demente... ¿Sentir? Mírate, para eso soy un espejo.

Le hago caso y me pongo frente a la puerta para verme reflejada en el espejo. Tiene razón, tengo casi el mismo tamaño que la puerta y sin embargo siento que no ocupo apenas espacio en esta habitación. Ni en esta ni en ninguna ¿Cómo puede algo tan enorme ser tan invisible?

—¿Ves? Gorda y loca. Tienes que seguir vomitando. Aún te quedan muchas bolas de grasa dentro.

—No quiero vomitar más, me duele el estómago. Por favor, no me hagas vomitar más, me duele mucho, como cuando me venía la regla ¿Te acuerdas? Me dolía tanto que los dos primeros días no podía salir de la cama por los pinchazos. Pues ahora me duele incluso más, te lo juro, me duele un montón.

—¿Qué, acaso quieres volver a tener la regla? ¿No te das cuenta de que gracias a mí y a los vómitos ya no tienes que pasar por eso? Gorda, loca y ahora también desagradecida.

Me duele la cabeza, el espacio empieza a perder nitidez y todo a mi alrededor parece perder volumen. Me siento sobre la alfombra, me hago una bola y lloro. No quiero ser bola pero sé que si me tiro en el suelo, no tendré fuerzas para levantarme. Odio esta alfombra. La odio porque es redonda y nada redondo es digno de ser amado. Soy una bola sobre otra bola. Doy asco. Cierro los ojos para no ver al espejo juzgándome desde las alturas. El espejo es rectangular, con los bordes finos ¿Cómo no iba a quererlo?

Me gusta cuando me pierdo en la oscuridad de mis párpados. También me gusta perderme en la oscuridad de la marca que tiene el espejo en el lado derecho. Cuando era pequeña, papá empujó a mamá contra el espejo y quedó una marquita que me recuerda todos los días aquel momento. Es una marca negra, ovalada, donde el espejo pierde su poder de reflejar y por eso es donde más me gusta mirar cuando me pongo frente a él.
Me gusta porque Elena se pierde en esa marca, Elena desaparece en esos dos milímetros de espejo y es donde encuentra la felicidad. En la negritud. En lo que no existe, en lo que no se ve.
Sé que el espejo tiene razón pero a veces dudo. Durante dos milímetros, dudo. Cuando desaparezco, dudo y no tengo más ganas de vomitar.

Quizás eso es lo que tenga que hacer, desaparecer. Hacerme tan pequeña que pueda perderme entre las letras negras de “cuidado total”. Nadie me buscaría ahí porque nadie sabe siquiera que ese enjuague existe. Me quedaría a vivir para siempre en la l, tan alta, tan delgada. La letra más poderosa porque es la que le da un final a la frase.
¿Será ese el secreto? ¿Tendré que ser un final para ser importante?