Resumen
Una mujer abre una caja de mudanzas y en ella se encuentra el muñeco que le regaló su abuela cuando era pequeña, y que representa para ella toda una vida dedicada a servir y agradar a los demás. Deshacerse de ese muñeco será el paso definitivo para empezar una nueva vida.
Relato
El muñeco negro
Ayer quedé con la casera del piso de alquiler de la Calle Cuenca. Con el contrato y las llaves en mano y una sonrisa de oreja a oreja, he venido hoy a limpiar. He pasado la mañana quitando el polvo de los cristales, abrillantando los baños y la cocina, los pasillos y el recibidor. Pero antes de ponerme a fondo con el salón, he subido la caja de mudanzas que llevaba en el coche. La llené de mis cosas hace un mes, cuando sabía que iba a abandonarle. Casi sin pensar vacié en ella todo lo que iba viendo por la casa que podía ser mío. Ahora llevo toda la tarde clasificando lo que hay dentro. En el montón de la derecha he ido dejando lo que se queda; mis libros, álbumes, libretas, diarios, juegos de mesa… Y a la izquierda, lo que tiro al contenedor; fotos de viajes juntos, libros comunes, regalos de aniversarios en forma de cajitas, candelabros, figuras de porcelana…
Meto las manos en la caja. Mis dedos se hunden en algo blando y pequeño. Me paro. Suspiro. Le rodeo por la cintura y lo saco. Sosteniéndolo en el aire, siento su peso. El tronco es ligero porque está hecho de tela, pero la cabeza, las manos y los pies le cuelgan, al ser de porcelana. Pongo su cara a la altura de la mía y nos miramos a los ojos. Esos ojos que me han mirado desde que tenía seis años.
Habíamos pasado la tarde por Valencia con la familia. Era Navidad y la ciudad estaba llena de luces y gente. Yo había ido todo el camino cogida de la mano de mi madre, dando saltitos y cantando. En la Gran Vía habían abierto un restaurante de una famosa cadena americana de pollo frito y mi familia quiso entrar.
Al hacerlo, se me soltó la mano de mi madre. Me acurruqué en su falda y desde mi posición pasaban cubos de muslos rebozados con olor a aceite usado. Empecé a sentir ganas de vomitar, mareo y falta de aire. Intentaba decírselo a mi madre, pero ella leía excitadísima el menú en los carteles del mostrador. Me puse a llorar, limpiándome las lágrimas y los mocos en la falda de mi madre. Entonces, una mano caliente cogió la mía. Era mi abuela Olga. Me llevó hacia ella y me susurró al oído:
“Ven, Olguita, te voy a enseñar un muñeco que te va a gustar mucho”
Salimos a la calle, caminamos cinco minutos y paramos en el escaparate de una tienda de antigüedades, que estaba ya cerrada a esas horas. Me señaló un muñeco de color negro, con faldón y gorro de pana. Cada parte de su cuerpo estaba hecha al mínimo detalle y simulaba un bebé de verdad. No me gustaba nada, pero yo mentí y le dije a mi abuela que me encantaba. Desde muy pequeña yo había aprendido que tenía que decir a todo que sí, sonreír todo el tiempo, y nunca enfadar o entristecer a nadie. Mi abuela también había aprendido eso de pequeña.
Unos días después ella vino a vernos a casa y traía consigo el muñeco negro. Mi madre lo colocó en la estantería principal del salón. Dijo que era demasiado valioso como para andar arrastrándolo por ahí con el resto de mis muñecos.
Desde entonces, si entraba al salón atolondradamente jugando a mis cosas y de repente mis ojos se cruzaban con los suyos, automáticamente me detenía en seco. Su presencia me paralizaba y me provocaba bajar la mirada. Y siempre me seguían, sus ojos, como uno de esos retratos que vayas donde vayas te sigue desde la pared.
Aprieto con fuerza el muñeco en mis manos. En esta casa no tengo sofá, ni sillas, ni estanterías. Huele a pintura y mi culo está frío y las rodillas entumecidas de estar sentada en el suelo. No me he quitado el abrigo en toda la tarde. Hace mucho frío en la casa.
El día que me casé mi madre me regaló una bolsa “con cosas de tu infancia”. Allí estaba el muñeco negro. Al montar la casa con mi marido, le hice un sitio en la estantería del salón. Desde allí estuvo vigilando durante diez años hasta hace dos meses, que lo metí en esta caja.
Le dejo a un lado y me levanto. Me sacudo el polvillo blanco del pantalón, estiro las piernas, me desperezo, bostezo.
Palpo los laterales del abrigo. Ahí están, en las profundidades de uno de los enormes bolsillos, enrollados en un sobre, los papeles del divorcio. En el otro bolsillo, un boli azul BIC. Me arrodillo en el suelo, dejando que los pantalones se me polvoreen de blanco a la altura de las rodillas. Pongo las tres copias de los documentos delante de mí. Y una a una, voy firmando todas las hojas.
Sonrío, en mi pecho siento un escalofrío. También puedo notar la sangre circulando a toda velocidad por las venas de mis brazos. Pienso en gritar. Lo hago, pero mi voz casi no sale por mi garganta. Me pongo de pie. Vuelvo a intentarlo, más fuerte esta vez. Mi voz hace con eco en las paredes. Vuelvo a gritar. Fuerte, el salón retumba. Sacudo los papeles, los golpeo contra el aire con las dos manos. Grito y río.
Antes de salir de casa vuelvo la vista al salón. En el suelo el muñeco negro mira hacia arriba desde lo alto del montón de la izquierda, el de las cosas que no me quedo. Ya no me siguen sus ojos. Me vuelvo decidida. Los papeles en el bolsillo, firmados.
Pego portazo, bajo las escaleras de dos en dos. La Oficina de Correos cierra pronto y tengo que darme prisa. Salgo a la calle, me echo a correr.