Resumen
El relato describe la crudeza de las Guerras en general y las civiles en particular, donde vecinos, amigos e incluso familiares se ven en la obligación de luchar para sobrevivir, enfrentándose a situaciones complicadas de resolver. Donde el rostro de la guerra se refleja en semejantes de tu entorno y donde tu pueblo, tus paisajes, tus recuerdos se transforman en dolor y angustia.
Relato
CRUEL SOLUCIÓN
Me asomo al borde de la trinchera, el infierno está en calma esta madrugada de octubre de 1938. En la distancia, la silueta de mi pueblo se ve casi idéntica a la de cualquier otro, sin embargo, podría discernir perfectamente Espot entre un millar de lugares parecidos. Veintidós meses en el frente no pueden difuminar imágenes grabadas a fuego a mi retina.
Cada explosión de mortero me encoge el corazón. Los últimos días, nuestra artillería ha castigado duro la parte alta. Varias columnas de humo se alzan junto a la zona del Ayuntamiento, las casas que rodean la plaza y la zona próxima a la escuela. Esta madrugada de otoño, miro sobrecogido la aterradora y pavorosa escena que me devuelve el paisaje. Durante un breve momento, la soledad y el silencio me ayudan a buscar en el fondo de mi mente recuerdos que dormitan en algún rincón del alma. Recuerdos de mis padres, mi familia, mi infancia, mi inocencia. El olor a café del puchero, junto a las brasas, me devuelve a la realidad. Muy pocos compañeros, tan solo Jaume, el cabo Farré y el teniente Palau conocen mis orígenes y mi vinculación con el pueblo.
Hace más de 48 horas que nuestros morteros no han obtenido respuesta, ni siquiera se ha observado el más mínimo atisbo de movimiento en el enemigo. Oigo al capitán ordenar a Palau que debe escoger un pequeño pelotón para reconocer las inmediaciones del pueblo, desde ese mismo momento, se que el teniente contara conmigo por razones obvias.
Alcanzamos las primeras casas del pueblo y siento latir fuerte la sangre en las venas. Cuantas veces he recorrido esta calle, pero nunca con la espalda pegada a la pared, el correaje y las cartucheras llenas de munición y un fusil en las manos. Me siento al mismo tiempo horrorizado y excitado como un intruso en su propia casa. Voy sucio, sin afeitar, con el mono caqui ennegrecido de sudor, tierra y polvo de las posiciones defensivas.
Al otro lado del bulevar arde el estanco con las ventanas rotas y un enorme agujero en el tejado. Continuamos progresando, dejando a nuestra espalda las huellas de la guerra. Arriba, en el extremo de la calle desierta, está la escuela con un rotulo enorme sobre el dintel de la puerta principal. El teniente decide echar un vistazo y ordena a Jaume derribar el portón de una patada. Avanzamos por el corredor del edificio, extremando la cautela en cada puerta a nuestro paso. Decido detenerme junto a mi antigua aula y echo un vistazo mirando a mi derecha, pupitres hechos astillas, trozos de yeso, multitud de casquillos vacios e infinidad de desperdicios abarrotan el suelo. Una imagen patética de desolación y derrota.
Al fondo del pasillo Jaume hace señas, ha movido varias estanterías rotas y ha aparecido una escalera. El teniente me interroga con la mirada.
-Es un sótano donde se guardan colchonetas y aparatos de gimnasia –respondo en voz baja-.
Le hace un gesto significativo para que comience a descender los peldaños con precaución. No hace calor, pero Jaume se remanga la camisa y le brilla la frente de sudor. Baja despacio sin hacer ruido, adentrándose en la oscuridad, de repente se detiene, se agacha y nos hace entender que algo o alguien hay ahí. El teniente se cuelga la correa del fusil, mete el dedo en el guardamonte, roza el gatillo. Avanzamos todos despacio, separados unos de otros, hasta alcanzar a Jacinto.
La imagen es dantesca, varias mujeres se hacinan sentadas en el suelo, algunas con niños en su regazo. Flacas, mejillas hundidas, ojos nerviosos y pañuelos a la cabeza. Aquella especie de zahúrda apenas está iluminada por un cancil en el centro de la estancia. Varias de ellas, al vernos, rodean las rodillas con los brazos intentando pasar inadvertidas. Están calladas, inmóviles casi petrificadas. Sin delatarme, observo y reconozco muchas caras, incluida Paula la mujer del alcalde.
El cabo Farré distingue, al fondo, un bulto inmóvil tapado con una manta roída, se acerca y con el fusil tantea el fardo. ¡Alumbren aquí! – grita-. El teniente coge el candil y se acerca. Farré retira la cubierta andrajosa dejando a la vista un hombre de edad incierta, encogido, acurrucado, semiinconsciente.
-Arriba! –grita el teniente, sin dejar de apuntarle con su Máuser de 7 mm.
Me cuesta reconocer a Miquel, esta demacrado, cara barbuda y sucia, mirada pérdida, creo que no me recuerda, mi aspecto seguramente también deja bastante que desear. Miquel era asiduo de la mesa de domino que frecuentaba mi padre. No era extraño, verles los domingos jugar unas manos, después de comer, en el bar de la plaza. Les recuerdo con el cigarro liado a mano en la boca, el carajillo ardiendo sobre la mesa y la dicha en el rostro. Me quedo contemplando su aspecto un tanto desconcertado.
-¿Sabes quién es? -Me pregunta el teniente.
-No - miento. No parece convencerle mi respuesta, quizás mi cara delata el engaño. Mi respuesta le ha irritado, por momentos cambia su semblante y acaba agarrándome de la solapa.
-Me importa un huevo que sean tus paisanos –me grita a la cara, encolerizado- estos hijos de puta han estado días, semanas, cazándonos como conejos cada vez que asomábamos el pescuezo. Beltrán, Navarro, ¿cuantos han caído bajo su fuego? –está fuera de sí.
Por fin, me suelta y me quito las gafas para limpiar los cristales, para ordenar mis ideas, para buscar una respuesta convincente que relaje y no crispe más el ambiente. Pero para mi sorpresa, el teniente me acerca su pesada pistola, tira atrás del largo cañón negro para acerrojar una bala y deposita el arma en mi mano.
-Demuéstreme de qué lado estas –dice tajante, rotundo, mirándome a los ojos.
La tensión me seca la boca, no doy crédito a la situación. Jaume, Farré y el resto del pelotón observan atónitos la escena. No me queda más remedio, me aproximo despacio y dubitativo hacia al detenido, a la vez que noto el cañón del teniente apremiando en mi espalda. No hay solución, es la vida de Miquel o la mía y el pánico se dibuja de forma evidente en nuestros rostros. En la guerra, hay realidades peores que muchas pesadillas. Me suda la mano en la que sostengo la pistola y la cambio con intención de secármela sobre la vestimenta caqui. De repente: una fuerte explosión, no muy lejos, provoca unos segundos de caos. Reina el desconcierto, al menos momentáneo, todos nos agachamos instintivamente e intento pensar rápido, no hay tiempo pero por fin lo veo claro. Está decidido. Echo a un lado el cuerpo a la vez que me giro y consigo apagar el candil.
Que Dios me bendiga y se apiade de mí.