Resumen
La joven Mimi vive inmersa en el terrible y sucio mundo de la drogadicción. A través del amor de su madre y la maternidad de su pequeña Luna logrará renacer como persona volviendo a sentir la esencia de la vida.
Relato
EL NUDO GORDIANO
Hace frío a las afueras de cualquier ciudad. El viejo puente de cuatro carriles se humilla con pequeños quejidos cada vez que un camión de gran tonelaje lo atraviesa castigando sus artríticas rodillas. En la intimidad de la lejanía, una manada de apagadas almas se consuela los unos a los otros con las miserias propias de los cartones mojados y la mugre de las uñas. Dos envases arrugados de zumo rancio y la tumba de un paquete de madalenas indican la fragilidad de unos estómagos castigados por el abandono. Todo está podrido por dentro y por fuera. Ninguna mirada es capaz de aguantar la dignidad que proporcionan tres frágiles y eternos segundos. Nadie habla y todos tosen. Las idas y venidas de unos pies que se aproximan arrastrados por el barro los hace despertar anunciando la inminencia de otro viaje al infinito más incierto.
Cuando todavía se llama María del Mar, Mimi soñaba con irse lejos y acariciar el mundo con cada parte de su cuerpo como hacen los gatos domésticos. Nunca imaginó que el viaje empezaría en el portal de su propia casa y con la pesada maleta de un desconocido. El proceso fue tan precipitado y denso que nadie se atrevió a apartarla del orgullo de su independencia ni del humo de las espasmódicas risas. Se fue introduciendo en la ancha calle de la vida sin mirar a los lados y sin darse cuenta de la angostura que genera un callejón sin salida. Fue paulatinamente sustituyendo lo vivo por lo muerto y buscando incansablemente el profundo abismo de las sombras. La adicción se hizo cada vez más egoísta hasta lograr fundir todos los pensamientos de la joven Mimi en un todo vacío de sustancia y contenido. En la atormentada búsqueda de la ausencia diaria, la joven dejó de mirar para los lados acostumbrándose pronto a mirar de forma perpetua al suelo. En la bien señalizada caída, arrastró a todo aquél que la intentaba sujetar a la realidad de los sentidos y al final del pozo solo había unas manos maternas que todavía le hacían señales desde arriba indicándole el camino de vuelta al aire limpio. La ceguera era tan oscura, que nunca vio los litros de lágrimas que su madre derramó en honor a su única hija.
Todo estaba tan lejos que los años diluyeron el recuerdo de la juventud para regalarle un terminado cuerpo de vieja. Como marca el refinado protocolo de la drogodependencia, Mimi vestía el clásico chándal de tibios colores una vez que han sido apagados por el interruptor de la suciedad y el abandono. En las largas desapariciones propiciadas por la plaga en la que vivía inmersa, aparecía siempre con mucha prisa y silenciando con plomo derretido cualquiera de las explicaciones que dieran un poco de calma. El objetivo era el saqueo y el expolio de las pocas cenizas que quedaban en los rincones de la opaca casa. En una de ellas ni se percató de la definitiva ausencia de su padre mientras su translúcida madre intentaba retenerla a base de tirones y llanto desgarrado en las escaleras de un silencioso y aterrorizado vecindario muy solidario con la pobre mujer. Las visitas se fueron espaciando tanto como sus encías y el pelo abandonó el brillo de la infancia para convertirse en un manojo de estropajos. Una costra de cuero recubría su cuerpo y los ojos peleaban por imitar los de un perro muerto. La adicción cabalgaba a lomos de Mimi sujetando la voluntad de la joven para coger la carrera necesaria que le proporcionara el salto al más profundo de los abismos.
Con el jornal de la prostitución y el hurto alimentaba dos veces al día al monstruo que vivía dentro. La ley del puente bajo la vida que corría por arriba determinaba la ausencia absoluta de cualquier valor animal o humano. La extraña camarería que gobernaba este submundo estaba extraída del código de conducta de las ratas. Mimi era un bulto más entre tanta carne muerta y no le importó ser de nuevo la protagonista esa noche de la tercera violación en grupo que había acontecido en el último confuso mes. Había tocado fondo se decía acariciándose el desgarrado y sucio sexo en un momento de falsa lucidez. Se dio cuenta de que la megafonía del tren no anunciaba próxima parada. Había llegado a su destino y por primera vez en mucho tiempo tuvo frío.
Mimi estaba acostumbrada al mal cuerpo, pero esta vez era diferente. Las náuseas y los vértigos se adueñaron de todas las mañanas resacosas de abstinencia provocando que se apartara por sí misma de las montañas de pellejos que formaban su desconocida familia. Apuraba como nunca las latas de atún y mantenía en vilo sobre su boca el cartón de leche hasta asegurarse que soltaba a regañadientes hasta la última gota del blanco elemento. El monstruo de su interior le seguía reclamando su dosis diaria de insectos y cada vez lo hacía con una actitud más arrogante y atropellada. El maltratador personalizado estaba enfadado y daba muestras de un nerviosismo provocado por una lucha interna que Mimi no comprendía pero que derivó en un ingreso en el hospital por culpa de una mierda putrefacta suministrada en mal estado. Las limpias enfermeras pusieron reparos en aplicar el protocolo de actuación normal y ordinario agarrándose a los criterios del asco que les provocaba aquél ser medio humano. La piedad que proporciona el paso de los años y las cicatrices de la rugosa vida hizo que las enfermeras más veteranas asumieran la responsabilidad de darle algo de sentido e higiene a la chica de veinticuatro años que había debajo de tanto revestimiento podrido. La mezcla de alimentos en buen estado con guarnición de fresca metadona rebajó la presión sobre la joven en unos aproximados veinte años. Algunas golondrinas avisaron golpeando los cristales de las ventanas, a una madre que se presentó en el hospital ayudándose de las uñas de los pies y de las manos e impulsada por los suspiros que estaban dedicados a su única y eterna pequeña. A una llamada de peligro de su carne, pensaba azorada la mujer, una madre moverá ríos de sitio y apartará montañas, matará al que la daña sin apartar ni un parpadeo la mirada, venderá mil veces su alma y la robará de nuevo para venderla otras mil si hiciera falta y todo por proteger a algo externo a su cuerpo pero que le tira de lo más profundo del pecho y las entrañas. Con la mano agarrotada y fundida a modo de muñón con la de su hija, recibieron la calma que proporciona una sopa de densa sustancia y la noticia en forma de visita imprevista de su estado de buena esperanza, como definió el canoso médico con cómplice y confiada sonrisa. Mimi iba a ser madre, María del Mar llevaba ahora dos gusanos que la devoraban por dentro.
Las canas agrupadas por disgustos de la cabeza de su madre asumieron toda la responsabilidad de la gestación. Con la ternura paciente que se dispensa a un minusválido, los cuidados y atenciones fueron lloviendo sobre el vientre de María del Mar hasta ablandar la piel cada vez en mayor tensión, obligando incluso al ombligo a ponerse en guardia de defensa. Hasta en dos ocasiones hubo que atar a los demonios que la visitaban todas las noches con monos desequilibrados en los hombros. El color de la piel empezó a tomar tonos de vida apacible y los ojos se colocaron de nuevo en el lugar original que le correspondían. El paso del tiempo fue definiendo y perfilando el sexo del embrión hasta dejarlo delante de una niña que se llamaría Luna. Mientras la madre le acariciaba despacio el pelo en su regazo con sus dedos en forma de peine para verla aún más bonita y pequeña, su hija confesó que el nombre se le ocurrió una noche con nubes cerradas y donde todo parecía deformado y sin sentido para la mente humana. El duelo que presentan el negro y el miedo es muy duro mamá, le dice la hija a la madre entre pausas de recuerdos. Pues de la oscuridad más absoluta, continúa diciendo, apareció presentada entre dos masas gigantes de espuma y con honores de diosa, una ventana. Ahí en lo alto como un ojo ajeno a toda esa densidad terrorífica que nos ahoga, invitándonos a agarrarla con fuerza y escapar de todos nuestros miedos. Como seres de la noche que buscan una salida a través de esa luz luchando hasta la extenuación para alcanzar esa libertad. Por eso Luna, madre, le dice antes de rendirse las tres en un mismo sueño compartido.
La barriga deforma todo el cuerpo de María del Mar, pero ajusta todas las conexiones rotas de la cabeza proporcionándole un equilibrio perfecto. La madre comprueba que todo va correctamente cuando oye a su hija cantarle canciones improvisadas y medio torcidas de renglón a su nieta secreta, poniéndole tonos hechizantes y embaucadores, creando unos vínculos que han sido forjados en el mismo centro del volcán del corazón. Las visitas nocturnas no deseadas hace tiempo que ya no se atreven a pasar de la puerta y se quedan muertas de vergüenza intentando ver lo que pasa por unas ventanas que ya les resultan demasiado altas. La madre por si acaso ha cambiado la cerradura de esa puerta tres veces y cuidada de su hija como si fuera su propia honra de antigua novia. Ha recuperado todas las esperanzas viendo a su hija e imaginando la cara de su nieta. Sabe que no puede fallarle y no lo hará. Luchará por la carne maltratada de su hija y por la tierna de su retoño. Es cosa de madres y nosotras nos entendemos a nuestra manera, dice cuando habla en secreto con sus antepasados, es el camino que nos pone la vida y lo recorremos orgullosas creciendo y envejeciendo como personas ajenas al egoísmo y llegando a amar fuera de nuestro cuerpo más que a nosotras mismas. Luchará hasta el final sin descanso incluso si el cáncer que le han diagnosticado en los huesos se pone pesado y le pone escusas de mal pagador.
La única ansiedad que recorre el cuerpo de María del Mar es el de la incertidumbre el parto. A veces piensa en el color de la piel de la niña y un escalofrío le lame rápido la espalda. Entre el humo de los recuerdos de su pasado no puede adivinar la cara del supuesto padre porque nunca vio rostros, tan sólo frío y hielo. En realidad, no le importa la parte que no va con ella, sabe que es suya y que pronto se verá reflejada en un espejo.
Las expectativas del parto quedaron en un susto y Luna vino al mundo dando puñetazos de llanto a los extraños, pero introvertida tirando a tímida cuando duerme o está mamando. Las tres generaciones se han juntado y las une una sonrisa medio estúpida que solo ellas entienden. Les llegaron noticias de la muerte de una chica llamada Mimi a la que le mataron cruelmente todas las esperanzas de un golpe seco y que remató la falta de pequeños sueños.
La madre vieja no llegó a ver el año de Luna porque los huesos se le pudrieron antes de lo esperado. Se fue con la sensación del deber bien cumplido con la exigente vida. La niña nueva demanda atenciones a su matrona como el náufrago que se ahoga en un mar revuelto jugándose con el destino su propia existencia. Es su obligación egoísta, piensa María del Mar poniéndose el vestido heredado de su propia madre. He crecido como persona, se dice mientras mira la cuesta que se le presenta delante sin importarle y además lo hará sola. Recuerda el momento del parto que, entre gritos, dolores y espasmos, sabiendo que aquel día alumbró dos vidas, la de su hija del alma y también la suya propia.