
Resumen
Es la historia de la vida de alguien, del tamaño de dos alfileres apilados, que dormía en un cuenco tapado con medio guante de horno.
Relato
Te gustaba bromear diciendo que eras tan alta como un pincel y te reías porque realmente eras del tamaño de dos alfileres apilados a lo largo.
Apareciste como llegada de un secreto mundo oculto entre las grietas de la madera, bajo piedrecitas en el bosque y dentro de los pequeños huecos que nos pasan desapercibidos. Me contabas maravillas de aquellos lugares, me decías, desde la cama que te hice con medio guante de horno y un cuenco de madera, que con tu tamaño cada gota de agua era como una piedra preciosa en estado líquido y que por las mañanas la escarcha brillaba como pequeños ópalos iridiscentes. Siempre llegabas con las manos mojadas y sollozando porque tus ópalos se habían fundido con la luz del sol.
Me dijiste que querías volar. Te hice una tirolina con un dedal y un hilo; pero querías más, y con un pedacito de mi sábana y dos palillos construí un ala delta. Entonces, ya no volvías llorando con el primer rayo de sol porque los ópalos se habían fundido, ahora llegabas desde lo alto del cabecero de mi cama: volando. Cruzabas con una sonrisa, mucho más brillante que cualquier piedra preciosa que quisieses mostrarme. Me despertabas y yo te preparaba con mucho cuidado una gota de té.
Sé que un día me pediste tu propio sitio para vivir, pero no querías cartón ni casas de muñecas, no te gustaban las cosas aburridas. Yo cogí mi bota, hice una escalera con los cordones que ascendía por la lengüeta. Allí, en la cima, te puse un balcón hecho con restos de palitos de helado, clavé una pajita para que pudieses descender dentro del calzado, abrí varias ventanas por los laterales y, construí una puerta en el talón para aprovechar las protuberancias de la suela como escalones y hacer una entrada.
Cuando me pediste explorar la ciudad, brillabas de emoción, yo era incapaz de creerme que cupiese todo eso en un cuerpo tan diminuto. Deshice las escaleras-cordón de tu casa y creé un lazo para poder llevar la bota colgada de mi cinturón. Tú ibas allí dentro meciéndote con mis pasos, abriendo y cerrando las ventanas de cuero si pasaba alguien a nuestro lado; hasta entonces no me había dado cuenta de lo vergonzosa que eras. Te llevé a un parque, allí te tiraste por un tobogán «brillante, infinito y de plata» como tú lo definiste. Visitamos una tienda de animales y te dejé cabalgar una cobaya cuando nadie miraba. Fuimos a una mueblería porque querías comprarte un gran sillón, pero eran sillones tan grandes que te pusiste a correr como si fuese un parque de camas elásticas. No había nada con lo que no te parases; al fin y al cabo, para ti, aquello era como un gran parque de atracciones. Escalabas las cortinas usando dos alfileres como piolets y te dejabas caer con tu pequeño ala delta, revoloteabas y me llamabas cada vez que temías porque alguien te viese. Te tirabas por el interior de las alfombras enrolladas como si fuese una especie de parque acuático con agua de lana. Al final conocimos a un artesano especialista en miniaturas. Le enseñamos tu pequeño hogar en forma de bota, tú, le pediste dos cosas: que la reformase para que yo cupiese (lo hiciste muy emocionada, creyéndotelo de verdad) y una cosa que no quisiste decirme qué era.
Varios días después, me despertaste vestida de aventurera y con una pequeña cinta roja en la mano; la enroscaste en mi dedo, justo antes de pintarlo con pintura de camuflaje y llevártelo por mi casa de aventuras, conmigo detrás, claro. Primero me mostraste un papel diminuto clavado en la parte baja de una puerta, la chincheta era casi tan grande como lo que sujetaba. Allí dejabas una pista escrita para que encontrase el siguiente papelito, así me llevaste entre las tablas del parqué, por los túneles de un laberinto que te había hecho con una vieja tubería, entre las hierbas de mi jardín y a través de árboles y ramas. Tú habías desaparecido, pero te encontré junto al regalo final, aquella sorpresa de la que no me habías hablado: una esfera brillante como una luna llena en miniatura. Dijiste que era «escarcha que el sol no puede fundir».
Un día te despertaste pidiéndome aprender aquello que yo aprendía. Pero no quisiste ir en la bota porque llamabas demasiado la atención. Fuimos a mi universidad, yo con un sombrero de copa (aunque no hubiese usado uno en mi vida) y tú agarrada a mi pelo mientras mirabas nerviosa por dos agujeros con forma de prismático. En cuanto llevábamos cuarenta minutos de clase, noté tu hastío, no parecía haberte gustado lo suficiente, porque empezaste a arrancarme pelos y a tejer una especie de jersey que, según tú, iba a juego con la bandana que le habías puesto a mi dedo.
Esa misma noche, te armaste de valor, hablaste con mi índice, lo vestiste con ese jersey que me había costado una calva, y le pediste un baile. No recuerdo cuánto duró, tan solo que reías cada vez que, girando en mitad de una pirueta, yo levantaba mi dedo y te llevaba volando sobre las velitas que tanto habías insistido en encender. Sonreías cuando te dejé como una pequeña peonza de diminuto vestido rojo girando sobre el tocadiscos, sonreías cuando saltabas impulsándote en mi índice y decías tocar las estrellas, cuando, agotada me pedías un vaso de agua, aunque no de una gota, como los que solías beber, sino como los míos: lo pedías diciendo «necesito beberme esa piscina».
Cuando te daba una cereza, tardabas tres días en comértela, al principio te sentabas sobre ella, moviendo tus piececitos, después, ibas arrancando pedacitos muy poco a poco, y cuando solo quedaba la pepita salías corriendo entusiasmada a dejarla en tu pequeño alijo. Solo me lo enseñaste una vez, lo tenías en el jardín oculto en la guarida de un topo que ya no estaba. Guardabas semillas de todo tipo y siempre fantaseabas con que crearías al árbol más grande del mundo, uno capaz de dar frutos de todo tipo. Partimos por el bosque en busca de frutos silvestres, decías que así nacería con el desgarbo de las plantas que han sido criadas libres. Te emocionaste tanto que ese «desgarbo» te llegó al pelo en forma de restos de hojas, ramitas y todo lo que solo te puede dar el otoño. Tú solo corrías por agujeritos, me pedías que te domase algún saltamontes para poder subirte a mi hombro sin mi ayuda y recogías las semillas de las moras que te ibas encontrando. Llevabas una bolsita hecha con una tirita y una hebra de hilo de aluminio, la llenaste muy rápido; casi tanto como lo que tardaste en verte amenazada por una ardilla y lanzarle, en un acto reflejo, todo lo que habías recolectado. Fue así como llegó la noche y nosotros seguíamos caminando por vericuetos; yo con mi linterna, tú con una luciérnaga que llevabas atada como una cometa. Fuimos durante muchos días: te vi pelear con erizos, ocultarte en el nido de un estornino, corretear creyéndote la dueña del lugar. Y tú me decías «Estos árboles han crecido en libertad. Yo quiero enseñarle al mío a ser así. Pero no quiero que dé frutos tan amargos como estos, quiero que sean dulces como los que cuidas en tu jardín». Te respondí que para eso te haría falta algo de práctica.
Así que un día, en el cuenco con el guante donde dormías, puse un pequeño limonero. Tú te quejaste, ahora no sabías dónde dormir; sin embargo, te callaste al ver que te había hecho otra cama con una caja de cerillas y dos plumas al lado de mi almohada. La decorabas con las hojas del limonero y decías que, con el poder de tus sueños, el limonero, se convertiría en el árbol que tanto querías. Con esa experiencia, podrías embarcarte en cuidar aquel de todos los sabores; porque, una semilla libre y dulce crecerá siempre, suplirá a aquellas que son solo dulces o solo libres.
Si hubiera más, algún día también quedará escrito. La mañana en la que te fuiste, desapareció la bota, desapareció el limonero, desaparecieron todas tus cosas... Fui en busca de tus semillas, pero tampoco estaban; en su lugar, ahora había un pequeño brote, del que ya asomaban varias flores con cientos de colores. Sobre sus hojas, vi aquello que siempre habías querido mostrarme: la escarcha relucía sin fundirse con el amanecer «brilla como un ópalo» pensé. Aquella pequeña planta siempre permanecía prístina como una piedra preciosa. Con un anillo fabriqué un altar para aquel regalo que me habías dado, el de la luna en miniatura, y lo dejé allí, al pie del pequeño brote. Para que puedas saber, si vuelves algún día, que a tu árbol lo protejo yo, para que sientas, aunque no lo sepas, que podrá crecer sin ningún tipo de ataduras.