El final del camino


Autor: Reece

Fecha publicación: 18/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

El recuerdo de su esposa fallecida sigue atormentando a un hombre de carácter débil y pusilánime. Como venganza y en busca del reconocimiento que, a su entender, no tuvo mientras ella vivió llevará a la práctica un plan siniestro.

Relato

EL FINAL DEL CAMINO

Como cada mañana, después de desayunar, al cerebro del hombre acude el mismo pensamiento y, como todas ellas, se lo quita de en medio de la misma manera –¡ya fregaré los cubiertos más tarde! –, aunque un rápido vistazo a la pila del fregadero y la encimera aportan una idea aproximada del número de veces que el cerebro del hombre se ha engañado.
¡Vaya, ya está aquí la mosca cojonera! La imagen de su esposa ha hecho acto de presencia en su cabeza y, también como cada mañana, el hombre ha de recurrir a su papamoscas particular para sacarla al exterior y olvidarse de sus reproches, mientras se regodea con el recuerdo de la felicidad que alcanzó el día que el Señor la llamó a su lado.
Libre, ya, del peso del pasado el hombre asciende pesadamente las escaleras que conducen a la buhardilla. Lo hace deprisa sabedor de que tiene mucho trabajo por delante y la jornada promete ser larga.
El lugar al que el hombre ha accedido podría confundirse con una pequeña biblioteca si no fuera por el desorden que reina en la estancia. Libros y revistas, sin orden aparente, se amontonan en mesas de distinto tamaño y factura, pero lo que realmente llama la atención son los recortes de periódicos y las fotografías que tapizan el suelo de la habitación en un puzle, aparentemente inconexo, que el hombre pretende completar a lo largo de la jornada.
La imagen de su mujer vuelve a hacer acto de aparición cuando recoge del suelo la fotografía de una joven que sonríe radiante a la cámara en un gesto que cualquiera interpretaría de absoluta felicidad. Una felicidad que, a pesar de lo que una y otra vez confesara a su esposa a lo largo de los años que compartieron lecho, él nunca sintió.
Tiene que completar el puzle, pero el rostro de su esposa ha aparecido con tal intensidad que le hace dudar sobre la conveniencia o no de utilizar, una vez más, el papamoscas que tan buenos resultados le ha ofrecido siempre que lo ha necesitado. Finalmente, accede a responder a sus reproches.
Es cierto, tu no mentías nunca, dice en voz alta sabedor de que la mujer está al acecho y querrá escucharle, pero eso no te hizo ser mejor que yo. ¿Te paraste a pensar, en alguna ocasión, los motivos por los que yo lo hacía? ¡Claro que no! Jamás entendiste que la mentira era mi vía de escape, la única que todos me dejasteis para sentir, si no admiración, al menos un mínimo de atención por parte de los demás.
Por momentos, la necesidad de completar el puzle, que una vez terminado le ha de producir una enorme felicidad, se está viendo comprometida por esa otra de dar rienda suelta, al menos por una vez, a todo lo que no se atrevió a decirle a su mujer mientras pudo hacerlo.
Pero, qué sentido tiene hacerlo ahora, se pregunta. Qué gana con hablarle de la soledad, el miedo al rechazo o la baja autoestima que siempre le acompañó desde niño y le convirtió en el personaje ficticio que está a punto de llegar al final del camino, que no es otro que completar su obra maestra, esa que le encumbrará y le permitirá, tras haber conseguido la admiración y el respeto de su ciudad, vanagloriarse de que, finalmente, haber sido un mentiroso compulsivo desde su más tierna infancia ha merecido la pena.
El hombre no ha necesitado ahuyentar a su esposa –en esta ocasión ha sido ella la que ha abandonado el escenario mental consciente de que, definitivamente, su marido no tiene remedio– y, libre ya de su incómoda presencia, a la fotografía de la joven ha añadido ahora la de su joven marido y sus tres hijos.
Mientras en el caos de la habitación busca la Olivetti Studio 46 no puede evitar pensar en la felicidad que irradian los rostros de los cinco miembros de la familia, esa que él nunca llegó a alcanzar y que ahora tiene al alcance de su mano.
Sentado delante de la máquina de escribir el hombre no necesita cerrar los ojos para sentir la solidez y fiabilidad del aparato de hierro fundido esmaltado en negro sobre cuyas teclas tamborilean sus dedos.
Se siente pletórico y, en un guiño de reproche a su esposa, no puede evitar decir en voz alta: cómo te habría gustado escribir con esta Underwood nº 5. Sí, querida, la fabricada en 1908 y que tantas veces admiraste al pasar por delante de la tienda de antigüedades.
Poco a poco, mientras golpea la idealizada máquina de escribir, el texto va tomando forma. Será cuestión de unos pocos minutos que la tecla del punto final golpee el tambor de la ficticia pieza de colección y el papel sea desprendido del aparato para proceder a su firma.
Finalmente, han sido siete y medio los minutos que han transcurrido. Solo restan una última lectura, buscar el sobre apropiado, escribir el nombre del destinatario, franquearlo y se encontrará a las puertas de la tantas veces anhelada fama eterna.
El hombre necesita saborear su triunfo, pero antes de leer su testimonio e introducirlo en el sobre todavía dedica un rato a recoger las fotografías, los recortes de periódicos y revistas, las informaciones de las ruedas de prensa y las declaraciones de unos y otros que inundan el suelo y las diferentes mesas que, sin orden ni concierto, achican el espacio asfixiante que delimitan los distintos anaqueles que pueblan las cuatro paredes de la buhardilla.
La imagen de su mujer vuelve a hacer acto de presencia. La imagina satisfecha observando la habitación limpia y recogida. ¡Aprovecha y sonríe!, le dice, porque en unos minutos, cuando me escuches releer el contenido de la carta, la sonrisa se te helará en el rostro:
“La joven llegó a su casa a las doce del mediodía –comienza leyendo– y mientras introducía la compra en el frigorífico la abordé. Al no aceptar mi proposición me vi obligado a violarla antes de dispararle dos tiros, uno en el corazón y otro en la cabeza.
Sin tiempo para ordenar mínimamente el desorden ocasionado, aparecieron su marido y los tres niños. A él no le propuse nada, simplemente le vacié el resto del cargador y de esa manera, desapasionada pero rápida, convertí a los tres niños en huérfanos.
¿Qué otra solución me quedaba, sino matarlos a ellos también? ¿Qué iba a ser de tres niños de cuatro, tres y dos años sin unos padres que cuidaran de ellos? Lástima que mi esposa hubiera volado al cielo unos meses antes. Ella habría estado dispuesta a hacerse cargo de los tres, pero ella y yo éramos muy diferentes.
Si deshacerse de los padres no me ocasionó ningún problema, distinto fue hacerlo de sus vástagos. No por prejuicios de orden moral o sentimental, sino de operatividad pues, aunque pequeños, resultaba difícil mantener a raya a los tres y ello me obligó a encerrarlos en una habitación, sacándolos de uno en uno para darles muerte.
Me habría gustado acabar con su vida de un certero disparo, como habían muerto sus padres –unidos en la vida y en la muerte–, pero la impericia me había llevado a gastar toda la munición. Así pues, llené la bañera con agua caliente y, tras proponerles la posibilidad de un agradable baño, los fui ahogando uno tras otro, comenzando por el de mayor edad y terminando con el pequeñín.
Solo restaba poner la guinda al pastel. Dispuse los cuerpos de los tres junto a los de sus padres y abandoné el lugar del mismo modo como había llegado: dando un agradable paseo y disfrutando de esa primavera que tantas veces me había sido negada”.
El hombre se sentía exultante. Mientras introducía el texto en el sobre y escribía la dirección de la comisaría no albergó ninguna duda de que había realizado un trabajo impecable.
Las dudas aparecerían la mañana siguiente cuando, al subir a la buhardilla en busca de un libro, reparara en un recorte de periódico, olvidado en un rincón de la estancia, en el que el periodista que firmaba la noticia se interrogaba acerca de los motivos que habrían llevado al autor del quíntuple asesinato a ahogar a dos de los hermanos mientras se había desecho del tercero propinándole un fuerte golpe en la cabeza.