Resumen
Un hombre se enfrenta a su reflejo en el espejo una mañana. Enfrente de él, otro hombre le observa con idéntica actitud a la suya. Durante todo el día se siente observado y acosado por ese extraño. Solo enfrentándose a la verdad, averiguará que está sucediendo.
Relato
Hay un extraño que me mira desde el espejo y mantiene idéntica pose a la mía. Reconozco su indumentaria, viste el mismo pijama que llevo yo. Pero el tipejo tiene algo que me desconcierta: es calvo, tiene ojeras y bolsas bajo los ojos, además su rostro esta surcado por arrugas, manchas en la piel, amén de pelos donde ni siquiera suponía que pudiera haberlos. «¿Quién coño eres? ¡Eh! ¿Qué haces aquí?» El extraño ni se inmuta, permanece inmóvil y mantiene sus ojos clavados en los míos. Me mojo profusamente la cara con el deseo de que todo esto sea un sueño del que aún no he despertado. ¡Pero…que cojones! ¡El cabrón sigue ahí! Ofuscado, le muestro el dedo corazón y el muy descarado remeda mi gesto. Entretanto, mi mujer entra al baño. Disimulo como puedo, pasándome la mano por la barba crecida, valorando con ese gesto si afeitarme o no.
—Buenos días, cariño —me aborda por detrás, dándome un beso en el cuello—, ¿qué tal has dormido hoy?
—Bien, bien —le contesto escueto, esquivando su mirada.
Sin dar lugar a que prosiga la conversación, salgo precipitadamente del baño y me visto a toda prisa en el dormitorio. Agarro el bolso y el abrigo, colgados en una percha de la entrada y marcho a toda prisa al trabajo.
—Pero, Joaquín, ¿no desayunas? —me pregunta extrañada mi mujer, con la toalla en las manos secándose el rostro húmedo.
—Ya lo haré en el trabajo. Hoy tengo mucha faena —le contesto desde el rellano—¡Adiós, adiós, hasta luego!
Ya en la calle, aminoro el paso. No entiendo nada. ¡Ella no se ha sorprendido al descubrirlo! «¡Pero si estaba abrazada detrás de mí! ¡Ha tenido que verlo seguro! ¿Seguro que se ha dado cuenta, y aguarda a esta noche». La jornada ha transcurrido como otra cualquiera y gracias a que he mantenido mi mente ocupada en el trabajo, no he vuelto a pensar en ello. Pero, de vuelta a casa, me he detenido en el escaparate de una librería. De repente, he pegado un respingo al descubrir el reflejo del tipejo en el cristal. «¡Será sinvergüenza…! —murmuro enconado—. Ha tenido la osadía de seguirme y para colmo de vestirse con mi misma ropa». Sin dejar de observar su reflejo en el escaparate, le suelto herido en mi orgullo: «¡Fantoche, a mí me queda mucho mejor!». Visiblemente irritado, me giro de manera repentina y casi derribo a una señora mayor que en esos momentos pasa junto a mí. Esta, alterada, reprocha mi brusco y desatinado movimiento:
—¡A ver si miramos hombre, que casi me tira! ¡So mameluco!
Avergonzado, aprieto el paso con la cabeza gacha y abandono el lugar. De vez en cuando, con el fin de averiguar si el tipejo tiene la osadía de seguirme, miro hacia atrás, pero no hallo ni rastro de él. Supongo que, tras el incidente de la librería, «ese mamarracho ha debido de extremar las precauciones». En el portal, un largo pasillo conduce hasta los ascensores, y un espejo de grandes dimensiones lo decora. Con el rabillo del ojo, de manera fugaz, percibo en el reflejo un movimiento inusitado a mi derecha. Me giro veloz, cuan pistolero del Far West y descubro in fraganti al extraño. Este, sorprendido por mi inusitada agilidad, me contempla extasiado.
—¡Que poquita vergüenza que tienes! ¿Se puede saber que quieres de mí?
El tipo, exhibiendo una desfachatez inaudita, no solo no me contesta, sino que me sigue mirando con esa cara de zapatilla de paño ajada por el uso. Para mi sorpresa, observo como la ira se va apoderando de él. El rostro se le enciende, los ojos, negros como carbones, adquieren un brillo adamantino y en menos de que canta un gallo me lanza un directo al mentón. El reflejo, de repente, se convierte en una telaraña de cristal fragmentado. La mano me duele horrores y comienzan a sangrarme profusamente los nudillos. Sin entender todavía que es lo que ha sucedido, extraigo con premura del bolso unos pañuelos de papel y me enjugo las heridas. Me preocupa más la reacción de mi mujer que las heridas en sí. Entro en casa y procuro amortiguar, el cascabeleo del llavero, una tarea imposible. Desde la cocina me saluda su voz dándome la bienvenida:
—¡Holaaa…! ¡Vete preparando que en cinco minutos cenamos!
Entro al baño y echo el cerrojillo. En el lavabo, la sangre diluida pugna obstinada describiendo una espiral hasta desaparecer. Una vez secas las heridas, las restaño con una solución yodada y las cubro con gasas y un buen trozo de apósito adhesivo. Contemplo el resultado y la imagen me recuerda a la de los matones de las películas tras mantener una reyerta.
«Como se te ocurra aparecer hoy por casa la tenemos» —le advierto con un tono manifiestamente amenazante al tipejo, que me mira imperturbable al otro lado del espejo.
Salgo del baño y me dirijo a la cocina donde aguarda en la mesa la cena ya dispuesta. Concha sale a mi encuentro, buscando el beso y el achuchón al que la tengo acostumbrada. Mi respuesta fría, carente de cariño, es como un puñetazo.
—¿Qué tal el día?
—Bien.
—¿Eso es todo?
—Sí. Eso es todo —le digo con un déficit alarmante de saliva en mi boca.
—¡Pues estamos bien! —protesta airada Concha, dejando caer la fuente de hervido sobre la mesa.
—Concha… hoy no es el día —le advierto intentando sonar convincente.
—¡Pues ya me dirás cuando!
La cena transcurre en medio de una calma tensa, rodeados de un silencio molesto en el que ambos evitamos cruzar las miradas. Después de la cena, nos sentamos a ver la tele y a la media hora, tras escucharle sorber alguna que otra lágrima, mi mujer me anuncia, un tanto enojada, «que se va a la cama». Yo decido, por mi bien, quedarme un rato más. No dejo de darle vueltas a lo sucedido, buscando una explicación plausible. «¿Y si...?, ¿y si...?». Me niego a formular el resto de la frase. Pero la curiosidad, más tozuda que mi voluntad, se impone. «¿Y si el que se refleja en realidad soy yo?». ¡No, no puede ser! Sin embargo, una certidumbre me golpea en el estómago: la última vez que contemplé su reflejo percibí algo en su mirada, algo familiar. «Pero Joaquín, ¿cuánto hace que no te miras con detenimiento al espejo? ¿Tres, cuatro días, una semana, tres meses, un año…quizás dos?». Mi encuentro diario con el espejo se reduce a unos segundos, hay días que ni siquiera eso. A lo mejor, durante todo este tiempo, yo ya era otro y al ignorar mi reflejo no he constatado esta incomoda realidad. «Pero ¿cuándo me han salido esas arrugas alrededor de los ojos, y esa piel gruesa de pollo cebado?, ¡por todos los santos! ¿Estamos locos? ¿Y esos pelos saliéndome de las orejas?, ¡joder, que parezco un gnomo! ¿Y qué me dices de esas pequeñas venitas en la nariz? ¡Dios mío, que repelús! ¿Cómo me he podido convertir en eso? ¡Ay, mi madre!».
Dispuesto a acabar de una vez por todas con este entuerto, me planto en cuatro zancadas en el recibidor. Allí, colgado en una percha, está mi bolso y dentro de él, mi cartera. La registro con impaciencia en busca de mi documento de identidad. Y leo: Joaquín Contreras Muñoz, natural de Dosante. Nacido el 11 de marzo de …1964 —calculando mentalmente—. «O sea, que tengo cincuenta y ocho años. ¡Me cago en la leche! No es posible, ¿esto es una puta broma? —me pregunto escéptico—. ¿Cincuenta y ocho años?, ¡pero si parezco un abuelo!». Decepcionado, regreso al salón y, de repente, una lucecita se enciende en mi cabeza: «el móvil de mi mujer. Ahí está la prueba definitiva». Con el cuerpo en tensión y los nervios a flor de piel encuentro por fin las fotos. Pero en vez de encontrar alivio, lo que hallo me estalla en las manos como una granada. Me tengo que sentar, porque las piernas no me sostienen. Mi mujer posa con el tipejo agarrada de su brazo. Ambos lo hacen sonrientes, felices, sentados en las arcadas de un claustro. Rescato de la mesita del salón sus gafas de presbicia y, tambaleante, me planto en el baño delante del espejo a afrontar la dura realidad. Mi reflejo, me contempla inmutable con la misma cara de pazguato de antes. Me coloco las gafas de mi mujer y reúno el valor necesario para encarar lo irremediable. Con parsimonia, observo cada detalle de mi rostro, un desierto complejo y variado, pleno de arrugas, marcas de expresión, puntos negros, manchas solares, pequeñas verruguitas, floraciones pilosas. Un badland cutáneo en toda regla.
Treinta y cinco minutos más tarde, Concha, insomne, soliviantada por el trajín de mis idas y venidas del salón al pasillo y viceversa, me descubre en el aseo, sentado en el borde de la bañera, completamente ido. El grifo abierto amenaza con desbordarla de un momento a otro.
Con premura, Concha cierra el grifo, quita el tapón de la bañera para que desagüe y con enorme dulzura, preocupada por mi estado, me conduce hasta el salón.
—Joaquín, ¿me vas a contar de una vez qué es lo que te ocurre? ¿Qué haces con mis gafas puestas… y con mi móvil? ¿Qué es lo que te pasa?, llevas un tiempo rarísimo.
Me quedo un buen rato mirándola, buscando la respuesta que necesito en sus ojos, un salvavidas al que agarrarme en el naufragio vital en el que me hallo en esos instanbtes. Ella, muy mosqueada, me pregunta subiendo el tono:
—Joaquín, ¿me lo vas a decir?
Y yo, como un río que se desborda sin contención arrastrándolo todo a su paso, se lo suelto del tirón:
—Concha, soy un tarado emocional, y tú la víctima de mis carencias. El monstruo que ves en mí es el monstruo que en realidad soy.
Concha, con los ojos como platos, me suelta un bofetón, intentando con ello deshacer el hechizo que ha trastornado mi juicio.
—Joaquín, tú no estás bien —me dice compungida, levantándose con el ademán de salir con urgencia de allí. ¡Ahora mismo nos vamos al médico, esto que te sucede no es normal! ¡Me estás asustando!
—¡No, al médico no! ¡Por favor, al médico no, al médico no…! Pataleo gimoteando como un niño malcriado.
*** *** *** ***
—¡Joaquín, Joaquín, despierta! Estabas soñando, gritabas. Me has asustado, ¿qué te pasaba con el médico? ¿Has tenido una pesadilla?
—Tranquila, Concha —le contesto sobresaltado—. Solo era un mal sueño ¡Anda, sigue durmiendo, aun es temprano!
Me paso la mano por la frente, y descubro que estoy sudando. Miro el reloj de la mesita de noche. Las 5:35. «¡Joder, aún queda hora y media para levantarme!» Intento tranquilizarme, pero no lo consigo. Cuando la escucho respirar pausadamente de nuevo, me levanto de la cama sin hacer ruido y voy directo a la cocina. Me preparo un café cargado, que tomo lentamente, retrasando todo lo que puedo el momento de la verdad. «¡Vamos Joaquín, con un par!» —me digo en un intento de animarme, mientras me dirijo al baño—. Entro a oscuras y enciendo la luz del espejo con los ojos cerrados. Abro primero un ojo, después el otro y, con temor y recelo, contemplo el reflejo. «¡Soy yo!» —grito sorprendido—. «¡El tipejo ha desaparecido!». E iniciando una especie de ritual de reconocimiento, palpo con curiosidad mi cara, recorro mis facciones, observo orgulloso mis arrugas, mi cabeza rasurada, mis dientes imperfectos, mis cejas pobladas. Me rio a carcajadas. Estoy pletórico de alegría. De buenas a primeras, aparece mi mujer en el umbral con cara de sueño, haciendo guiños con los ojos, deslumbrada por la intensa luz que proyecta el aplique. Extrañada por mi absurdo comportamiento, me pregunta:
—Joaquín, ¿te encuentras bien?
La miro con la visión de un renacido, acudo a su vera, la abrazo y la cubro de besos, y girando con ella en volandas, ejecutando un improvisado baile, le digo:
—¡Mejor que nunca, cariño! ¡Mejor que nunca!