
Resumen
La vida y la muerte en la mina a través de los recuerdos del narrador.
Relato
DEL COLOR DEL CARBÓN
A mi abuela siempre la recordaré vestida de negro, encendiendo mariposas sobre un cuenco con agua y aceite. Las lamparillas flotaban sobre sus pequeños corchos como náufragos, iluminando el rincón donde mi abuela, a diario, realizaba su particular ritual demandando protección para sus vivos y descanso para sus muertos.
Yo me sentaba a su lado mientras las encendía, siempre con la prohibición de soplar o hablar, porque durante ese proceso, ella recitaba la misma letanía una y otra vez, solo cambiando los nombres que yo escuchaba repitiendo para mis adentros: “Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita, protege a mi Antonio. Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita, protege a mi Andrés…”, y así hasta acabar con la lista de hijos y familiares que, a esa hora, ya picaban en la galería.
Mi abuela había nacido en Andalucía, pero con pocos años su padre decidió cambiar el rojo por el negro y, desde Riotinto, todos emigraron a León. Su intento de mejorar el futuro fue poco provechoso, de la miseria era difícil escapar por mucha distancia que pusieras por medio.
Las mariposas encendidas bailaban una danza hipnótica sobre el aceite del cuenco, mientras mi abuela se persignaba y me llevaba de la mano lejos de ese rincón para mí mágico, donde las lamparillas permanecerían en silencio hasta que les fuera faltando el aceite y chisporrotearan en un inútil intento de llamar la atención, en un vano afán de permanecer vivas, porque para entonces, los hijos y parientes habrían terminado el turno y las plegarias no se extendían al descanso.
Sí, a mi abuela siempre la recordaré vestida de negro, luto por fuera, luto por dentro. A su edad, como ella decía, nadie se libraba de tener penas, penas del color del carbón. A los catorce perdió a su padre en un desprendimiento, y a los dieciséis a un hermano lo mató el grisú. Mi abuelo murió a los cuarenta y dos con los pulmones resecos, dejando a siete hijos huérfanos y sin el jornal más importante de la casa.
Ella solía decir que cada muerte es como una piedra que vas echando a un saco, cada día intentas levantar como puedes la triste y pesada carga, hasta que llega la piedra que te hace no poder alzar el saco nunca más. A ella esa piedra le llegó con la explosión de La Ercina, donde trabajaba él, su hijo pequeño y trece compañeros más. Negro luto, negra la pena. Tres días tardaron en sacarlo de la mina. A pesar de los años todavía se le quebraba la voz: “Él, que nunca hizo daño a nadie, tan joven, tan bueno, buscando en otro pozo el pan de su familia. Santa Bárbara bendita, qué poco caso me hiciste ese día”. Y del negro bolsillo de su delantal, sacaba un pañuelo blanco, más blanco aún por el contraste, mientras yo, quieta y muda como una estatua, veía cómo sus ojos marchitos seguían teniendo lágrimas.
A veces le pedía que me contara cosas de cuando era joven, y entonces ella volvía a la mina en su recuerdo, y algo cambiaba en su mirada, quizás porque en ese tiempo, sus muertos estaban vivos y ella evocaba esas fechas como si estuviera junto a ellos. Y me refería las casas y los montes, la pátina negra que cubría caminos y prados a medida que te acercabas a la boca de la mina. Los juegos y las canciones. El hambre y el frío del invierno, la nieve negra de la cuenca, las manos rotas del lavadero, donde de seis a dos de la tarde pasaba el primer turno lavando mineral con otras mujeres y niños, para luego ir al arroyo y lavar la ropa de los hombres, y remendar cien veces los pantalones y las camisas, y los calcetines, porque dinero poco había para comprar nada aunque todos trabajaran de una u otra forma en la mina, desde el más grande hasta el más chico, porque si algo no faltaba era faena. Y tener hecha la comida, y el agua caliente para cuando acabasen el turno y se pudieran lavar, quitar todo ese polvo de carbón de encima, aunque el negro polvillo se negara a salir de las heridas, y las manos, sobre todo las manos, se quedaran marcadas con multitud de finas líneas negras como los mapas de un tesoro. Y rezar a Santa Bárbara para que no tocaran el silbato o la sirena, para que todos fueran saliendo de la jaula, agotados, pero a salvo: Santa Bárbara bendita, dales una buena capa.
Ella siempre repetía las mismas cosas, pero yo la escuchaba con atención, como si fueran nuevas. Entonces llegaba el momento de abrir el cajón y enseñarme aquella vieja foto del periódico, donde hombres con la boina calada, caras ennegrecidas y la lámpara de carburo enganchada al hombro o al cuello, posaban en grupo en la boca de la mina. Algunos esbozaban una sonrisa, otros una mueca. Desgastada foto que ella guardaba con mimo, como una reliquia de incalculable valor. Acariciaba sus bordes amarillentos y raídos mientras con la otra mano señalaba uno por uno a todos los que ya no estaban, los que yo me sabía de memoria por tantas veces nombrados: mi abuelo, sus hermanos Juan, Antonio, Paco, Miguel… Y volvía a ser niña, como cuando cambiaron el rojo de Riotinto por el negro de León, y dejaba de ser, al menos por un momento, una vieja que recordaba cómo había sido su existencia, que no podía levantar ese saco lleno de penas por sus muertos, esa vida dura y sacrificada del color del carbón.
Ahora, en su recuerdo, enciendo una multitud de mariposas sobre un cuenco con aceite y agua. Los nombro a todos, como hacía ella, y mientras las lamparillas inician su danza hipnótica, pronuncio el nombre de mi abuela y repito: Santa Bárbara bendita...