El asesino


Autor: Howard Hodgson

Fecha publicación: 15/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

La historia empieza in media res con el protagonista escapando por el bosque. Huye de una tuba de gente que lo persigue a caballo y a pie. Cuando puede pararse a descansar, se da cuenta de que no recuerda nada que vaya más allá de esa noche.
Recorre el bosque sin rumbo y se encuentra con un chico que se había separado de la partida de búsqueda. El protagonista, poseído por algo que no puede controlar, lo mata con sus propias manos.
Huye de allí sin pensar demasiado y llega a un pueblo que recuerda vagamente. Se cuela en una casa con tan mala suerte de despertar a la persona que duerme en la habitación por la que irrumpe. La asesina a sangre fría del mismo modo que había hecho en el bosque y, cuando termina, deja caer una navaja manchada de sangre al suelo y toma conciencia de lo que está haciendo, de quién es él. Es un asesino.
Busca hoja y tintero y escribe su historia en primera persona hasta el momento presente, firmando de forma anónima y prometiendo que cuando acabe de escribir se quitará la vida.

Relato

Unos fuertes golpes metálicos llegaron hasta mis oídos mientras me encontraba agazapado bajo unos matorrales. Las herraduras chocaban violetamente contra la piedra del camino. Sonaban cada vez más fuerte. Yo yacía con el cuerpo extendido sobre el barro, sin mover un solo músculo. Las voces llegaban hasta mi: << ¡Se fue por allí! >>, << ¡A por él! >>. No entendía nada, pero me perseguían. Hui, durante largo rato, no puedo precisar con exactitud, estaba demasiado aturdido.
Aun me sangraba la cabeza cuando me incorporé. Una gota roja, oscura se precipitó desde mi frente. La vi pasar veloz antes de escuchar más voces coléricas. Me paré detrás de un árbol. Recuerdo la corteza húmeda y el tacto del musgo. Caminé muy despacio, intentando que mis pies hicieran el menor ruido y afinando el oído para precisar la dirección de mis perseguidores. Cada vez escuchaba a más. Quizá me estaba dando caza un pueblo entero. Solo podía oír el ruido de los caballos y de vez en cuando divisaba alguna antorcha llameante a lo lejos, entre los miles de troncos retorcidos. La oscuridad era infinita. No veía mucho más allá de mis manos. Hacía rato que unas nubes densas tupían por completo la luz de la luna.
Solo avancé unos pasos cuando empecé a sentir la humedad en el ambiente. En pocos minutos se transformó en un ruidoso aguacero. La lluvia caía sobre los árboles y sus hojas, provocando estruendosos golpes que me desorientaban aún más. Ya solo podía saber la ubicación de mis perseguidores atisbando las luces y, si el torrente de agua se intensificaba, pronto dejaría de verlas. No podría saber que los tenía cerca hasta que estuvieran justo delante de mis narices.
No sé si fue suerte o mi propia astucia inconsciente, pero después de caminar varios kilómetros sin escuchar nada, me detuve en seco. No había alerta alguna, tampoco divisé algo en la distancia, ni siquiera el viento trajo hasta mí el bufar de las bestias, simplemente me quedé quieto. A mi derecha unas ramas secas formaban un montón y me deslicé debajo. Si permanecía allí, de pie, inmóvil, no tardaría en verme. Agucé el oído y el dolor de cabeza se intensificó. Estaba mareado, había perdido sangre. Mucha.
Fue entonces cunado tomé conciencia por vez primera, en la quietud de aquella parte del bosque, escondido y con el barró en la cara, mi mente pugnó por recordar. Todo estaba borroso al principio, pero luego lo supe… no estaba borroso. Simplemente no estaba. No había nada en mi memoria.
¿Quién era yo? ¿Cuál era mi nombre? ¿Dónde estaba? ¿De quién escapaba? Y, peor aun ¿Por qué me perseguía?
Esas fueron las primeras preguntas que mi razón fue incapaz de contestar. No porque no hubiera una respuesta clara, si no porque no recordaba absolutamente nada que fuera más allá de esa noche, de ese momento.
No tuve mucho tiempo para rumiar mi desgracia. Los que iban tras de mi habían encontrado el rastro de mis pisadas.
Me quedé más quieto todavía, incluso dejé de respirar. Podía escuchar el eco de mis latidos en la garganta. Lentos, muy lentos. Si me hubieran encontrado en ese momento, podrían haberme dado por muerto.
El trote de los caballos disminuyó. Iban al paso cuando una negra pata se posó a unos centímetros de mí. <> escuché. <> Entonces se fueron. Eran quizá una docena de hombres a caballo y otros pocos los seguían a pie, cargando hoces y rastrillos.
Cuando ya estaban a cierta distancia, abandoné mi escondite y pude ver que, a pocos metros de dónde estaba, corría el cauce de un ancho río. La lluvia fustigaba la superficie con violencia y la corriente era tal que, si lo hubiera intentado, estoy seguro de que en mi condición no podría haberlo cruzado con éxito.
Sabiendo que mis perseguidores seguirían una pista falsa, tomé la dirección contraria. Cuán inocente fue mi suposición de pensar que sería la única partida que había por aquellos bosques.
Aun ahora, después de apartarme del peligro constante de la frondosa arboleda, soy incapaz de describir el pánico que sentí en el momento en el que mi conciencia volvió en sí y vi mis manos llenas de sangre.
¡Maldita sea! ¡Era solo un chiquillo! Pero intentó detenerme y tenía un arma, estaba dispuesto a usarla contra mí. Fue puro instinto. Me defendí… y no sabía que podía hacerlo tan bien como lo hice. Algo tomó el control dentro de mí y en menos de lo que tardaba una gota en caer al suelo desarmé al crío y lo ahogué con mis propias manos, después de propinarle varios puñetazos que lo dejaron irreconocible. Mis manos se tiñeron de un color oscuro que la lluvia no podía borrar. En ese momento, arrodillado en el suelo, volví a preguntarme ¿Quién soy?
Llegué a un pueblo a escasas horas del alba. No era más que una calle recta con varias casas a los lados. No vi luz en ninguna.
De pronto un fogonazo, como un destello de una imagen, cruzó por mi cerebro y me dije a mi mismo: este es el pueblo del que huía… no debería de haber regresado.
Fui cauteloso al entrar en la barbería. Limpié las huellas de barro que mis botas dejaron en las maderas del porche. No forcé la cerradura de la puerta principal. Sin embargo, escalé por una esquina y llegué al balcón trasero. Sabía, de algún modo, que la ventana no estaría cerrada. Para desgracia de la mujer que yacía durmiente en la cama, no escuchó mi intrusión. Avancé a oscuras, sin percatarme yo de su presencia. Mi pie golpeó por accidente una pata de la cama y entonces despertó. Alargó la mano para avivar la llama de un candil de aceite que reposaba en la mesita de noche. Me vio. Intentó gritar. No tuvo tiempo, pues yo ya no era yo, solo un mero espectador que veía como mi mano agarraba una navaja y le rajaba el cuello, interrumpiendo un ahogado alarido que nunca fue. Murió en pocos segundos y aun puedo ver claramente su rostro agonizante clavando su mirada en la mía, que era fría, neutra e inmutable, sin un atisbo de sentimiento de culpa. Había arrebatado otra vida, y no sentía nada.
Cuando por fin ese demonio abandonó del todo mi cuerpo, pude ver la escena que tenía delante. Caí al suelo de rodillas y lloré en silencio. Estuve así hasta que se colaron por la ventana los primeros rayos de un sol que traspasaba el velo de unas nubes grises. Entonces me levanté y salí de la habitación con una fuerte convicción y la decisión tomada. Ya sabía lo que debía hacer.
Caminé con pies ligeros por el pasillo y llegué hasta la siguiente puerta. La entorné para ver como un hombre ya entrado en años dormía plácidamente sin ser consciente de que en la habitación de al lado acababa de tener lugar un asesinato atroz. Cerré de nuevo sin hacer ruido y continué mi andadura. Dos puertas más adelante encontré lo que buscaba. Un pequeño estudio con unos pocos libros y una mesa con una vela apagada. Entré en la habitación con el blasfemo pensamiento acuchillando mi mente: la mujer a la que acababa de dar muerte era, sin duda, la hija del barbero que acababa de ver dormitando en aquella habitación.
Encendí la vela y me aclaré la mente, apartando toda violencia. No necesitaba ponerme más nervioso. Tenía que ser dueño de mi y de mi cuerpo el tiempo que restaba.
Busqué pluma y tintero y hasta aquí he llegado. No he intentado localizar todavía la última pieza de mi plan, pues creo haberla rozado con la pierna antes, bajo la mesa.
Ahora mismo se muy bien quien soy. Más bien qué soy… soy un asesino. Y es todo lo que necesito para continuar.
En efecto, ahí estaba, cargada y lista apoyada contra la esquina de la mesa. A punto para quitar una vida. Mi último asesinato.
Pido perdón por todo lo que he hecho. Aunque no me sienta participe absoluto de los crímenes, sé que son mis manos las que están machadas y mi mente la que un día fue algo que ahora ya no recuerda. Solo hay una manera de acabar con el asesino que llevo dentro; vendrá conmigo al otro lado.
No puedo firmar este manuscrito porque no sé ni como me llamo, así que me despido prometiendo que en cuanto la pluma caiga sobre el papel, apretaré el gatillo.