El aroma del bosque


Autor: Enea

Fecha publicación: 25/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un hombre que trabaja en un aserradero y su mujer que se deja la vista cosiendo no quieren que su hijo pase las mismas penurias que ellos.

Relato

El aroma del bosque
Antes de que llegara a hacer sonar sus nudillos, sangrantes y llenos de callos, contra la puerta, Julián ya enfilaba el estrecho pasillo de casa, al galope, para colgarse del cuello de su padre de un salto.
—Este crío tiene más olfato que el perro del guarda del aserradero. Mira que me huele ya desde la escalera.
—¿Y te sorprendes? Tú no te das cuenta pero hueles a acetona que mata, Aurelio.
Ella le reñía siempre porque ni siquiera se tapara la nariz y la boca con el pañuelo que le regaló cuando entró a trabajar en el aserradero.
—Pero cómo voy a ponerme eso, mujer, anda que tienes cada idea. Quita, quita que no pasa nada por respirar todo aquello. Peor es estar en una mina y si no mira cómo acabó tu padre.
El niño, sin embargo, decía que su padre olía a bosque y le gustaba hurgar en los bolsillos de su raído pantalón de trabajo, de un azulón ajado, para sacar las virutas y el serrín que se agarraban a la tela como las raíces de los árboles al suelo y que a Julián tanto le gustaba estudiar, para poder distinguir sus maderas. Acariciaba las virutas de haya que iba guardando en un cuenco en la despensa y se imaginaba desvirgando una madera recién cortada para crear un ábaco de colores como el que había visto en un libro de Oriente que Don Francisco, el profe de Matemáticas, le había enseñado en el recreo. Soñaba con que los Reyes Magos le regalaran el mismo libro, con aquellas fotografías grandes y a color, que le servirían de guía para su trabajo de ebanistería.
Entre las traviesas sabía que no encontraría hueco porque formaban un bloque compacto que llegaba hasta el techo del vagón de carga. Era en el vagón donde descansaban los tablones para fabricar muebles el lugar donde se refugiaba Aurelio durante las dos horas y cuarto que duraba el trayecto del tren. Cuando empezó a esconderse, no le quedó otra que medir cuánto tiempo separaba a cada una de las paradas para saber, sin llevarse sobresaltos, que tenía que ocultarse en la oquedad de una de las esquinas porque en la mayoría de paradas subían y bajaban con frecuencia para descargar los sacos de carbón vegetal. Hasta llegar a la portería de la señorial casa, donde vivían su mujer y su hijo, mediaban diez paradas durante las que se imaginaba otra vida muy diferente. Ahora que se acercaban las Navidades, le agarraba a la tripa la nostalgia y la rabia por no poder llevar a su casa una gran cesta colmada de vino dulce, turrones, jamón y mantecados. En una de esas ensoñaciones, estuvieron a punto de descubrirlo, porque de tanto soñar se quedó traspuesto y no escuchó el silbato. Cuando uno de los operarios ya estaba dentro del vagón, pudo deslizarse entre los tablones y conseguir que un toldo que colgaba de uno de ellos le cubriera los pies. Aquel susto se lo guardó para sí porque ya bastante miedo en el cuerpo tenía su mujer Anastasia con su decisión de arriesgarse a que lo descubrieran cada vez que iba a verlos, de polizón en el tren, dos veces al mes. Como para contarle que el pañuelo que ella quería que usara de mascarilla en el aserradero lo debió de perder en uno de los vagones y era algo que lo atormentaba porque en él iban bordadas sus iniciales. Aurelio se decía a sí mismo que no era motivo de preocupación y que si alguien lo encontraba era tan sencillo como decir que se le había quedado enganchado a uno de los tablones mientras manejaba las sierras, que el accionaba a través de un motor eléctrico y cuyo funcionamiento le había enseñado un alemán que trajo el jefe para formar a la plantilla.
— Aurelio, por favor, no te montes más de estraperlo en el tren que como te pillen, te quedas sin trabajo y nos vemos otra vez entre el cielo y la tierra.
— ¿Y qué quieres? ¿Que me quede allí y no pueda veros porque no me alcanza el sueldo para pagar el billete?
— También podemos irnos el niño y yo y vivir juntos como una familia contigo allí.
— Ya lo hemos discutido muchas veces, Anastasia. Quiero que el niño estudie aquí y se haga ingeniero para que no pase las penurias de su abuelo y de su padre.
— Díselo y verás qué te responde. Anda, ve, díselo. Que aún no conoces a tu hijo, Que Julián quiere ser carpintero. Dice que quiere oler como tú, y fabricar mesas y sillas para que todas las familias puedan estar juntas.
A Aurelio la temprana vocación de su hijo le parecía un capricho infantil y decidió seguir con sus planes, al menos hasta que Julián pudiera irse a estudiar la carrera con los jesuitas.
Aquella mañana de domingo, la resaca lo había dejado dormido, en el lateral de la puerta del vagón. La noche anterior habían celebrado que el patrón les había anunciado una subida de sueldo. El aserradero y la destilería marchaban tan bien que el jefe había decidido ampliar el negocio creando una fábrica de muebles. El incremento salarial seguía sin ser suficiente para que Aurelio se pagara el billete del tren si quería que a su hijo no le faltara nada para continuar con el camino que en su cabeza había labrado para él. Para comida, ropa y libros nunca faltó el dinero que enviaba puntualmente cada semana, sin contar que Anastasia se hacía con un extra gracias a la portería y a los pequeños trabajos de costurera para hacerse con un colchón, fruto del miedo a que descubrieran a su marido en uno de sus viajes.
Este miedo que la atenazaba sirvió para ayudar a Aurelio a ocultar su vocación por la botella. Ya no olía tanto a acetona pero ella ni se daba cuenta. Su olfato se había acostumbrado o había perdido cualidades. Fue Julián quien se percató de que el olor a bosque había sido sustituido por el mismo que sudaban las tabernas que sembraban su camino al colegio. Cuando buscaba virutas en los bolsillos encontraba también la petaca medio vacía. Su padre se estaba dejando llevar por la evasión del alcohol para soportar los rigores del trabajo y de la soledad que se le echaba encima cuando salía del aserradero.
Su madre tampoco se asemejaba ya a la mujer alegre y cariñosa que recordaba de sus primeros años. Se había convertido en una cabeza agachada que cosía y cosía en silencio y no levantaba la vista para preguntarle qué tal le había ido el día en el colegio, cuando llegaba por las tardes.
Su hogar se había convertido en una cueva oscura y silenciosa como el vagón donde se escondía su padre, pensaba Julián. Y no dejaba de sentirse culpable porque había escuchado a ambos progenitores discutir mucho y referirse a que todo lo que hacían serviría para que él pudiera estudiar. Y Julián sólo quería sentir la piel de la madera en sus manos, moldearla a su antojo para crear objetos que pasaran vidas enteras dentro de las familias, las 24 horas del día, siendo testigos de sus venturas y desventuras y pasando incluso de generación en generación. Igual que su padre serraba traviesas para crear nuevas vías por donde circularían trenes, él quería transformar los tablones de aquel cementerio de troncos, que había visto una vez en una fotografía en el periódico, en algo tangible como un escritorio. Bañado por la luz del sol, con flores frescas y con ese olor que desde que nació tenía impregnado en sus fosas nasales.
No fueron unas Navidades como las de otros años y el ambiente se había hecho tan asfixiante que el pequeño enmudeció y hasta se olvidó de que tras la Nochevieja llegaba la noche de Reyes. Ni qué pedía en su carta a Sus Majestades de Oriente podía recordar. En ella llegó a dibujar aquel ábaco y citaba el libro de su maestro. “Es un libro muy antiguo y sé que no lo van a poder encontrar fácilmente, por eso les pinto aquí cómo son sus fotografías”.
Aurelio y Anastasia buscaron aquel volumen por diferentes librerías pero no hubo manera de encontrar ni siquiera nada parecido. A la madre se le ocurrió que su marido podría fabricar el ábaco pero él alegó no tener tiempo porque, y era verdad, les habían aumentado la jornada y reducido el tiempo de descanso. No le daría tiempo a cortar cada pieza y lijarla en tan pocos días. Esto supuso una pelea más en la pareja. Él seguí aferrado a la botella aunque se esforzara en esconderse y ella aún creía que podría tener de vuelta al hombre del que se enamoró. Si a él se le nublaba el entendimiento, ella debía acrecentar por dos su visión y sentido común. Le pidió que trajera una de las maderas sobrantes de la fábrica, algo a lo que él se opuso pero a lo que finalmente accedió. Sólo tenía que sacarla del vagón, esconderla bajo las vías y recogerla una vez fuera de noche.
A Julián su madre le tuvo que recordar que pusiera los zapatos junto a la chimenea porque a la mañana siguiente estarían los regalos de Reyes. Al despertarse, se encontró con un tablón de madera de alerce y un kit de herramientas de carpintería. Anastasia había ganado esta guerra y había convencido a su marido de que hiciera realidad el deseo de su hijo. A cambio, éste consiguió que Julián le prometiera utilizar el ábaco para aprender “todas las matemáticas del mundo”, algo a lo que el niño se comprometió rápidamente. Aquella noche, tomó la petaca del pantalón de su padre, la tiró al contenedor y pidió un deseo, que su casa volviera a oler sólo a bosque.