Efectos colaterales


Autor: Lali

Fecha publicación: 17/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Gabino, un desvalijador urbano de poca monta pero muy meticuloso en su "trabajo", se ve víctima de un descuido sin precedentes. No duda en actuar para salvar su "modus vivendi".

Relato

EFECTOS COLATERALES (PSEUDÓNIMO:Lali)

Gabino había aprendido a manipular cerraduras con un compañero de andanzas, rumano, que era el alma más bondadosa que había conocido, generoso hasta el punto de compartir sus secretos profesionales. Corpulento y fornido a pesar de su mal vivir, conocía técnicas aterradoras, aseguraba poder matar a cualquier persona con un bolígrafo y no consideraba el robo un delito, sino un acto de justicia social. A Gabino le había bastado con el máster en cerrajería, de muertos no quería saber nada, y se alejó de Marcel cuando el rubio gigante empezó a pasar más tiempo con sus nuevos compañeros, con los que el trabajo le era mucho más productivo, aunque supusiera el contacto físico con los clientes. Gabino se negó en redondo a entrar en casas donde hubiera gente, para algo se había hecho experto en vigilancia y en celeridad, le bastaba media hora para desvalijar una vivienda de lo más valioso, así que tras dos años de colaboración, rompieron su sociedad limitada sin necesidad de más trámites que un apretón de manos y un deseo de buena suerte por ambas partes. Además, a él no le interesaba otra cosa que ir viviendo, no tenía aspiraciones de enriquecerse ni arrastraba vicios caros.
Con ropa informal se recorría Gabino los edificios, ofreciendo de puerta en puerta unos calendarios o unas rifas, a beneficio de alguna sociedad que incluyera niños enfermos, anotando en su cuaderno de campo quién y cómo contestaba en cada piso y a qué horas. Se sentaba en los parques, o en los bancos públicos de las aceras, a comer algo rápido mientras observaba las ventanas y sus luces, siempre registrando horarios y sacando conclusiones útiles. De traje, más serio, maletín en mano, llamaba a los timbres con la intención de vender pólizas de seguros, suscripciones a supuestas revistas cultas o productos de tele-tienda. También repartía comida a domicilio, la misma pizza le duraba hasta que la caja se deterioraba lo suficiente para levantar sospechas, y con cara atolondrada aceptaba las negativas y pedía perdón por haberse equivocado de puerta. Éste último método le estaba dando muy buen resultado en las urbanizaciones de chalets, donde bastaba acercarse para comprobar si había perros, donde resguardados por la verja, los dueños no dudaban en abrir la puerta de la casa y dejaban escapar muchísima información desde el porche y donde a ningún vecino, deportista o fisgón, le extrañaba ver a un chaval en moto, con gafas y la gorra calada, buscando una dirección.
Tras varias operaciones discretamente rentables en el centro, desplazó su zona de labor a un barrio del norte la ciudad, donde se enmarañaban calles con nombre de barco atestadas de casitas unifamiliares con pretensión de lujo. En el número doce de la avenida de La Goleta, parecía reinar la paz apetecida; en el diez, a la izquierda, el jardín descuidado y las persianas sucias y siempre bajas manifestaban un predio cerrado desde hacía mucho tiempo; nadie guarda dinero ni joyas en una casa abandonada, productos que interesaban a Gabino porque se pueden sacar en el cuerpo, como mucho en una bolsa profesional; tampoco proporcionaba testigos el número diez, una ventaja. Del portón de la derecha, del número catorce, desfilaban cada mañana dos coches, padre y madre, cargados de niños ambos, en dirección a algún colegio, en cuanto aparecía la asistenta, que esperaba pacientemente a que alguno volviera por la tarde para poderse ir ella. Aquella espera, la necesidad de no dejar la casa cerrada, la interpretaba Gabino como la existencia de algún abuelo impedido al que no se le podría dejar solo. En la acera de enfrente se abría un jardincillo público, las casas más cercanas quedaban lo suficientemente lejos para no preocuparse de ellas y los setos altos de boj o de ciprés, además de proteger la intimidad de los propietarios, impedían las vistas hacia afuera.
Así que el número doce, fue el elegido. Una pareja de unos cuarenta años, sin hijos, sin ancianos, sin servicio, sin mascotas. Él salía antes de las ocho de la mañana en un todoterreno muy aparente, bien vestido, con un maletín al hombro, siempre adusto, engolado y circunspecto, y regresaba sobre las seis de la tarde, con igual aspecto, a veces con algo de compra en bolsas de plástico. Ella, mucho más difícil de localizar, permanecía en la casa; o no trabajaba o lo hacía on line, modalidad con muchos más adeptos cada día. A veces, salía en chándal al diminuto jardín a pasar la manguera, a quitar ramas secas o papelotes arrastrados por el viento, hacia el mediodía, si hacía sol. Gabino era paciente, en algún momento se iría, a algo tendría que salir, porque si no, para qué aquel pequeño utilitario del fondo del garaje.
Aparcaba su discreto cinco puertas gris cada día en un sitio distinto, pero siempre con buena visibilidad sobre el objetivo; colocaba su portátil sobre las rodillas y fingía trabajar. O se quedaba tras el volante, como si esperara a alguien. En dos o tres ocasiones dejó el coche apartado y recorrió la calle a pie, cada vez con diferente uniforme. Estaba seguro de no ser reconocido, la experiencia le daba seguridad, pero la señora tardaba mucho en ausentarse, se le hacía larga la espera. En una de éstas vio salir el pequeño auto azul, ella al volante, que enfiló hacia la salida de la urbanización en cuanto el portón del garaje se cerró. Fue a por su coche, conviene tener la vía de escape lo más cerca posible, y se cambió de ropa antes de acercarse a la portilla de la verja, llamar, y fingiendo esperar, abrir con su llave maestra. La misma táctica ante la blanca puerta principal, aunque la probabilidad de ser visto desde fuera era prácticamente nula. Directo al grano, olfato experto: varias piezas joyería femenina, un sobre con bastantes billetes de cincuenta euros y algunos de cien, uno de doscientos, y dos relojes de caballero de calidad. Suficiente. Lo mejor de todo, el dinero; las joyas también, aunque daban más trabajo, había que desengarzar las piedras para colocarlas por separado, y deformar el oro para venderlo al peso, y se perdía mucho de su valor en el proceso. Los relojes, un compromiso, aunque conocía a dos o tres peristas de confianza, especializados en marcas, pero eran objetos más fáciles de localizar. Al irse, se fijó en el ordenador portátil, en la salita al lado de la puerta; estaba conectado, al tocarlo se encendió la pantalla, la mujer se había dejado el correo abierto. La curiosidad, acicate humano y no pocas veces su perdición, le hizo detenerse.
Estoy bien, no te preocupes, sólo que a él no le gusta que salga sola, todo le da miedo. Lo de venir a cenar… mejor a comer, mamá, así estaríamos solas más a gusto, pero bueno, tampoco es urgente, ya te avisaré. Ya felicité a mi hermano y me disculpé por no ir a su cumpleaños, espero que lo entienda, le mandé un mail, pero no me contestó. Ya sabes, no utilices más el otro correo, éste es sólo mío, así que usa siempre éste. El teléfono no, ya sabes, quedan marcados los números y… bueno…. Un beso.
No percibió causas concretas, pero al leer, veía el rostro compungido de la mujer que iba conduciendo el coche pocos minutos antes, la mirada triste que no se apartaba del chorro del agua al regar, dos días atrás, y decidió dejarle el aparato, tal vez fuera aquel el único medio de comunicación que tenía aquella pobre. Ya en casa, repasó la escena. ¿Pobre? ¿Por qué había acudido aquel tinte conmiserativo a su pensamiento? Y asociando ideas, fue a buscar el resguardo de la lotería primitiva, a ver si por fin, el que salía de pobre era él y podía jubilarse. No estaba en su chaqueta.
Buscó a conciencia. Repasó todas sus acciones; desde que había sellado el boleto, la tarde anterior, estaba seguro de no haberlo sacado de allí. Recordó, además, su tacto al meterse los relojes, en el bolsillo derecho, luego lo tenía allí. Pero ahora no estaba y tampoco estaba en el suelo. ¡Diablos! ¡Había sacado los relojes antes de salir de la casa para comprobar que el Rolex no era una imitación, al menos burda! Así que… el billete de la apuesta estaría en el parquet del salón del número doce. Tendría gracia que hubiera resultado premiado, pero el problema no era ese, el problema era que aquel rectangulito de papel era una evidencia que no podía permitirse. Se maldijo muchas veces por el descuido; no le quedaba más remedio que volver a buscarlo. Apenas habían pasado dos horas, a lo mejor, ella no había vuelto aún, todo podía salir bien. A las seis solía llegar el marido, todavía eran las cinco y media. Los nervios se le habían colocado en el estómago, los imprevistos le desquiciaban.
Mal asunto, el todoterreno estaba en la calle. Tendría que arreglárselas para que le dejaran entrar y confiar en su buena estrella para que el boleto estuviera por allí, en alguna esquina; sólo recogerlo e irse lo antes posible. Los descuentos en las facturas de la luz era un truco que daba resultado. Y sin embargo, tuvo que echar mano a su llavero especial, y volver a abrir la verja, y volver a abrir la puerta primorosamente lacada en blanco porque a sus timbrazos sólo respondieron los gritos horrísonos de la mujer pidiendo auxilio, repitiendo sin aliento aquel ¡socorro! ¡socorro!
No se lo pensó, Gabino. Los alaridos desesperados le guiaron hasta la cocina, donde aquel energúmeno malnacido la tenía aprisionada contra una pared y la amenazaba con un cuchillo enorme que atemorizaba tanto como las palabras: “dime de quien es, zorra, o te rajo ahora mismo, quien es el que ha estado aquí, a quien metes en mi casa, gran puta”. El malhadado tique de apuestas estaba sobre la mesa, arrugado, tal vez encogido de miedo.
Jugaba con ventaja, porque la bestia estaba de espaldas. La paleta de limpiar la chimenea se apoyaba en una esquina. El golpe fue certero, el borde de la pala se hundió en el cráneo, pero al caerse el cuerpo, el arma blanca resbaló por el brazo de la mujer dibujándole un tajo superficial, que empezó a sangrar.
—¡Gracias! ¡Gracias! Sea quien sea usted… ¡gracias!
—Esto… pues… es que al pasar… ¡Dios, qué marrón!
—No se preocupe, no voy a meterle en un lío, faltaría más, después de que me salvara la vida. ¡Márchese! Llamaré a emergencias después y diré...
—Cualquiera se fía.
—Le comprendo. Si prefiere esperar, y contar la verdad… es usted un héroe.
—Qué héroe ni qué puñetas.
—¡Pues lárguese cuanto antes! No, espere, piense primero en qué cosas tocó, para limpiarlas. Lo primero el asidero de la paleta, eso lo hago yo, con el trapo de cocina, que además está húmedo. Ya está. ¿Qué más?
—Nada. Soy buen profesional, señora. Aunque hasta el mejor comete errores, ya ve.
—¡Vamos, dese prisa, que a este paso la que se va a desangrar voy a ser yo!
—Le pedirán una descripción.
—Diré que era extranjero, que estaban las puertas abiertas, que….
—Me llevo el resguardo. Siento el descuido, lo siento mucho.
—¡Ah! ¡Estuvo aquí antes!
—Siendo usted tan inteligente, procure no arrimarse a otro anormal.
—Así que había un ladrón en casa que me defendió, un ladrón bueno. Cállese, me gusta esa versión. Me ha salvado y basta.
—Bueno, pues deme tres minutos antes de avisar.
—Oiga… ¿sabe qué? ¡Ojalá lleve ahí la combinación ganadora! Tres minutos. Cinco mejor. Gracias otra vez. Y… ¡suerte!
Gabino desapareció más raudo que cualquier sombra, feliz con el comprometedor papelito en el bolsillo, asegurado por el momento su modus vivendi, aunque algo contrariado por haber dejado atrás un cadáver, aunque mejor que fuera el de un cafre agresor que cualquier otro, porque aquellos que maltratan y pisotean la dignidad de los demás, no merecen vivir entre ellos. Efectos colaterales, que diría Marcel.