Resumen
Una mujer atraviesa una carretera en solitario, un motorista le saca la lengua, un perro la mira desde la ventanilla de un sedán, una furgoneta le grita una obscenidad y un taxista se detendrá a recogerla. Sin que ellos lo sepan, todas sus historias están entrelazadas y el resultado será la guinda de un pastel que, en principio, parecía desordenado.
Relato
Pues algo habrá que hacer, responde Manolo el taxista, que contempla tras los faros del coche el inmenso descampado que tiene enfrente, en la periferia de un bosque que se hunde en un bosque más grande, arrojado a la imperecedera soledad y al silencio casi imperturbable que el ralentí del motor acaba de partir por la mitad, un engranaje de tuercas, cables y aparatos metálicos de complejo funcionamiento que siempre deja en marcha antes de que su cliente, en este caso la mujer de coleta y mirada sexy pero vacía, abandone el vehículo y él se olvide poco a poco del sonido que emiten sus palabras, de su rostro, de ese adiós triste, lamentable, evidente e inevitablemente definitivo, e incluso de la ropa que lleva puesta: un trozo de tela impregnado de casi todas sus lentejuelas y que intenta, sin conseguirlo, eclipsar unas tetas pequeñas, con un lunar en el borde izquierdo; una falda de cuero desgastado, moderadamente corta, y una bota, tan sólo una bota negra de tacón ancho. El otro pie, desnudo, con las uñas a medio hacer y un juanete en forma de alubia estreñida, se mueve impaciente sobre la alfombrilla limpia que cubre parte del suelo sucio del coche. No se ve luz en la casa molinera que hay frente a ellos. Él echa otro vistazo a la chica por el retrovisor, se baja la bragueta y sonríe.
El programa de Crónicas Marcianas ha invitado a un político retirado que dice lo siguiente: los niños deben tener un padre y una madre, y si hay uno que no quiere adoptar nadie, ése, para los maricones. Exacto, piensa Francisco, que apoya los puños en el sofá, se levanta y avanza lenta y pesadamente hacia la cocina. Se lleva la mano al culo y se rasca alrededor del orificio mientras dirige la vista al interior iluminado de la nevera: una lata de albóndigas abierta, tres lonchas y media de fiambre de langosta, el final de un salchichón cular cubierto de moho y un frasco de Hellman’s. Alcanza media barra de Riche que ha sobrado a la hora de comer y, al atravesar el pequeño pasillo que vertebra la chabola, observa su reflejo en el espejo que cuelga de una chincheta, malamente, porque nunca se quita las gafas de sol que lleva puestas. Se da un par de palmadas en la tripa, dibuja una sonrisa y vuelve al sofá, que gime al sentir de nuevo su peso. Parte el currusco de pan y lo zambulle en la salsa sospechosamente amarillenta; muerde, traga y clava la mirada, al instante, sobre la fecha de caducidad límite que hay impresa en la tapa. La televisión se marcha a los anuncios y, tras un ligero retortijón, decide cambiar de canal. Las noticias informan de un accidente producido hace sólo unas horas en la VA-113: dos víctimas mortales y un detenido, el conductor que ha triplicado la tasa permitida de alcoholemia y que, milagrosamente, ha resultado ileso. El puto perro, grita envuelto en una sábana térmica y metalizada, Ese puto chucho se me ha cruzado de repente, chilla a la cámara de televisión que le apunta directamente. Francisco nota otro pinchazo en el estómago y, por un momento, deja de masticar. Se acuerda de la mujer semidescalza a la que, sin saber muy bien por qué y en esa misma carretera, le ha enseñado la lengua. Total, piensa en alto, sumergiendo los dedos rechonchos en la mayonesa y llevándoselos a la boca, La moto no puede con dos personas.
Han salido a toda pastilla del complejo industrial que alquilan los sábados para ensayar y Mikel, que no quiere ni puede tocar su Stratocaster sin estar mínimamente cocido, pese a las negativas constantes del resto del grupo y aunque lleve encima tres Estrella Galicia, cinco chupitos de Bourbon, un sándwich de salchichas Frankfurt con mayonesa y cuatro caladas del canuto que se ha liado Iñaki antes de que intentase acariciar al perro, se lleva la botella de Four Roses a los labios y suelta un eructo. La furgoneta, que entre todos los integrantes de la banda decidieron apodar Nave nodriza, vuela por la carretera en dirección al hospital más cercano, poniendo a prueba la desgastada amortiguación cada vez que pisa los bultos que surgen de la calzada como tumores de un trazado inestable y cancerígeno. Iñaki respira hondo en la parte de atrás, recostado y con la frente bañada en sudor frío, sin el cinturón de seguridad puesto. Se aprieta el muñón de la mano en la que antes había cinco dedos, envuelto por la camiseta ensangrentada de Iron Maiden que Joan, el tipo que suple al bajista titular, le ha prestado para detener la hemorragia. Mirad qué caramelito, dice Mikel al volante, tomando el penúltimo trago de Bourbon que dará antes de dejarlo para siempre. Joan el suplente, que se arrepiente de haber ido con esos gilipollas, divisa una silueta femenina que levanta el pulgar en alto al borde de la calzada. Aún no lo sabe, y en realidad nunca llegará a saberlo, pero Joan escribe mucho mejor de lo que toca el bajo y se imagina de dónde viene y adónde va y qué ocurriría con esa mujer si Mikel, en lugar de encender las largas, tocar el claxon y lanzar ese grito, la invitara a subir a la Nave. Ésa seguro que es alérgica a los perros, dice Mikel antes de soltar una carcajada. Déjate de mierdas y acelera, responde Iñaki sin entender bien el chiste, pálido como el culo de un vampiro. Sorprendentemente, y porque nunca ha dejado que nadie le diga lo que tiene que hacer, Mikel lanza un aullido y pisa el pedal a fondo.
Es casi de noche y ha visto pasar tres: un sedán con la cabeza de un dóberman asomada a la ventanilla, una motocicleta pedorra manejada por un gordo que al pasar junto a ella le ha sacado la lengua y una Pegaso negra estampada de dibujos de ovnis y alienígenas que ha reducido la velocidad y ha incrementado, en vano, sus esperanzas de no llegar demasiado tarde a casa. Detiene su marcha y levanta el dedo antes de que la furgo le enchufe las largas, haga sonar la bocina y se arrime, levemente, al arcén por el que camina. Los neumáticos aciertan el charco de agua sucia junto a la calzada, que se vacía de golpe y su contenido se esparce como un tsunami de vómito en dirección a ella. Aparta, zorra, ha gritado una voz que se deshace rápidamente en el aire pero que tardará un rato en desaparecer casi por completo de su cabeza. Se apea del abrigo empapado y se escurre la melena; trata de armarse un moño, sin suerte, porque siempre le sale una coleta. Antes de dar otro paso, se quita la bota y las examina: dos ampollas en carne viva laten sobre la planta de su pie derecho. Arroja el abrigo y la bota a la cuneta y se aleja, poco a poco, por el margen de la carretera.
A unas decenas de kilómetros de la ciudad, en el interior de un polígono que ambos conocen desde su adolescencia, Cata sigue de los nervios porque cree, intuye, lo sabe a ciencia cierta, que algo malo sucederá si deciden soltar la correa de Donut. Como si de una terrible epifanía se tratase, la imagen de una fea mariposa y su aleteo nublan su mente e imagina el posible y posterior efecto desastroso que pueda desencadenarse. Como en los viejos tiempos, Daniel consigue persuadirla de sus visiones, cada vez menos intensas. Si en realidad no somos hermanos, le diría él antaño, desabrochándole el sostén con una sola mano, Tenemos dos hombres por padres, la genética está de nuestro lado. Así que Donut, el dóberman que acaban de adoptar y que es Demasiado territorial, un poco violento, en fin, una jodida máquina de matar, en opinión de los empleados de la perrera, se libera y se lanza a correr en dirección a la furgoneta estacionada frente a los estudios de música. Cata y Daniel continúan fieles a su tradición, por lo que ella levanta las piernas al techo del sedán, desliza el tanga rosa y arquea las rodillas, Menos mal que me he puesto falda, le dice haciendo el spagat, y su hermanastro, como siempre y porque ella está tan cachonda que nunca parece darse cuenta, se quita el preservativo justo antes de metérsela. Tras unas débiles embestidas que dan de sobra para que Daniel culmine con éxito, escuchan a Donut ladrar fuera y Cata, tendida sobre el cuero falso de los asientos traseros, con la punta de un pie apuntando a León y la otra a Segovia, engancha la manilla y abre la portezuela. Qué coño lleva en la boca, pregunta ella, que se palpa el coño y confunde su flujo vaginal con el premio que Daniel, esta vez con consecuencias, siempre deja en su entrepierna.
Sucio gordo hijoputa, piensa Manolo el taxista, tocándose por encima del pantalón el paquete inflamado y acordándose del motorista que, tras tenerla prácticamente convencida, ha golpeado con los nudillos la ventanilla. Después de una explicación larga y sin demasiado sentido, un giro de 180º en la dirección adecuada, una especie de herida en forma arrepentimiento, había dicho, el motorista le ha pagado la carrera y se ha largado rápido, sin la necesidad de recibir ningún tipo de agradecimiento porque lo que de verdad necesitaba era ir urgentemente al baño. Así que ahora Manolo enciende la radio, una vieja Sony que arrebañó a buen precio de un todoterreno desmontado en el desguace del Reto. El noticiero habla del accidente que se ha producido horas antes ahí mismo, en la VA-113, pero él, pese a que siempre termina olvidándose de todos los rostros que transporta, de sus voces e incluso de aquello que llevan puesto, sigue dándole vueltas a la chica de ojos tristes y a lo mucho que odia a los gordos. Sin perder ojo del trazado, Manolo el taxista distingue la figura de lo que parece un chucho abandonado. Detiene el vehículo en el arcén, se baja del coche y el perro, juguetón y con el collar puesto, se acerca a lamer su mano. Así que Donut, eh, dice con la vista fija en el nombre que hay impreso sobre la chapa de la cadena. Una ráfaga de viento se levanta y, bajo el foco de luz que escupe una farola solitaria, advierte una polilla volando en círculos. Qué llevas ahí, chico, pregunta antes de que el perro, casi instintivamente, plante el culo en el asiento del copiloto y suelte, a modo fianza por un viaje que todavía no ha comenzado, un dedo amputado.
¿La historia más loca de mi vida? Responde una voz sexy detrás del programa Ponte a prueba que emite Europa FM de madrugada. Francisco, que lleva ya año y medio con la dieta, ha dejado de ver televisión y ha guardado en un cajón, por fin, la única herencia que su padre, ciego de nacimiento, le ofreció en vida. Tumbado en su cama de muelles, permanece atento al testimonio que surge como un fantasma del aparato radiofónico. El mecanismo cerebral de Francisco, un engranaje de músculos, venas y millones de neuronas de complejo funcionamiento que conforma eso que los humanos llaman memoria y que impulsa el remordimiento, se pone en marcha cuando ella comienza a narrar la historia del gordo que consiguió salvarla de hacer algo que no hubiera dejado de masticar nunca.