
Resumen
"Diario breve" es el adiós a la adolescencia y el descubrimiento del mundo adulto en apenas unos días. O no tanto...
Relato
Diario breve
Martes, 4 de Febrero
Tendría que haber empezado anoche, la del lunes, a escribir el diario. Pero, la verdad: después de cenar estaba agotado. No fue solo por el madrugón. El primer día de trabajo no puedes llegar tarde. Tampoco los demás, pero el primero, bajo ningún concepto. Entraba a las ocho; a las seis, el tío Casíu me despertó para recordármelo. Mi padre y él no se tragan, aunque en esto de tomar las cosas con tiempo, por lo que parece, están de acuerdo. Lo cierto es que a las siete menos cuarto ya estaba aseado, vestido y desayunado. La nave está dos calles más allá, bajando al puerto. Así que me tiré una hora sin hacer nada, aburrido. En casa de los tíos, no ponen la radio tan temprano. Una pena, porque aquí puede que se oiga más de una emisora.
El caso es que, después de estar toda la mañana aprendiendo donde estaba cada cosa en la conservera, y cómo se llamaba cada persona que trabaja allí, la tía Adelina me estuvo pa- seando, casi la tarde entera, por todo San Vicente de la Barquera para comprarme ropa más gorda y que cale menos. Dice que lo que me ha puesto mi madre abriga poco para la hume- dad que hace aquí; que allá arriba, en los montes, si bien hace más frio, es más seco. Lo que pasa es que, en San Vicente, las tres tiendas que hay no tienen esa clase de ropa para chicos de quince años tan desgarbados como yo. Si falta en el tiro, sobra en los hombros. Pues eso, toda la tarde para nada. Dice que iremos el sábado a Santander. Ya veremos, porque yo quie- ro regresar a Potes. Y si puedo, quedarme y no volver por aquí. La fábrica apesta y me tiré toda la mañana conteniéndome para no devolver. Y eso, siendo el primer día, hubiera sido tan malo como llegar tarde. Pero es que allí, yo creo que no conservan el pescado; deben fermentarlo. ¡Ostras! No es posible semejante olor.
Bueno, pues por todo eso no empecé el diario ayer. Y además, da igual porque hoy ha sido otra vez lo mismo y no voy a repetirme. Salvo en lo de la ropa. Hoy hemos ido de con- fiterías. A la tía se le han antojado corbatas de Unquera, pero la caminata ha sido la misma. Debe ser la única que se espera a la tarde para comprar las corbatas.
Bueno, ya no escribo más hoy. Aún sigo con la barriga revuelta. Sé que es una bobada: si me acuesto antes, me da la impresión de que, así, la noche pasa más rápido; y mañana es miércoles.
Miércoles, 5 de Febrero
Hoy no me apetece mucho escribir, pero para que un diario sea un diario, habrá que es- cribir todos los días. Lo hago por eso. Y es que hoy no tengo muchas ganas. Bueno, ya lo había dicho pero no me apetece ni tacharlo. La angustia no se me pasa. Lo único bueno en la conservera es que ya no me han tenido dando tumbos. Se supone que me conozco todos los departamentos y los nombres. Los departamentos sí tengo más o menos idea de por donde quedan; no obstante, los nombres me cuesta. Me han puesto con un tal Lalín para que me enseñe a destripar peces. ¡Ostras! ¡Qué asco! Lo que se tragan a veces. Lalín también. Es el típico gordo seboso antipático que debe tragar de todo. Creo que no nos hemos caído bien. De hecho, me han dado ganas de llamarle Lalón, aunque este es de los que igual te mete una hostia sin miramientos. Como mi padre, pero sin una buena razón.
Lo peor de todo ha sido al volver a casa. La tía Adelina no estaba. El tío Casíu, que sale poco —le amputaron un pie por un accidente en la mina—, quería que le explicase para qué quería yo la llave del buzón de correos. No me ha parecido que estuviera borracho todavía. La tía dice que, en eso, suele ser bastante puntual y jamás se pilla la curda antes del boletín de las siete de La Voz de Cantabria. Se me olvidó contarlo el martes: volvimos sin las corba- tas de Unquera y con una botella de Anís del Mono. Después de estar ya en el zagúan de casa, la tía dijo que teníamos que ir hasta la tienda de ultramarinos porque no podía regresar sin la medicina del tío Casíu. ¡Me fastidia un montón que me traten así! A lo que iba: ¿Cómo puede alguien preguntarte en serio para qué quieres la llave del buzón? No sé si eso es una pregunta de esas raras que es como preguntar por preguntar. ¡Bah! No me acuerdo cómo se llaman. ¡Ostras! Si recordase estas cosas no me habrían mandado a trabajar siendo tan moci- co.
Al final, me he entristecido: el buzón estaba vacío. Y hoy tendría que haber recibido car- ta. Lo tengo calculado: lunes, recogen el buzón de Potes; martes, distribuyen en la central de Santander; y miércoles, el cartero la reparte en San Vicente. Algo ha fallado y, esta vez, no he sido yo. Lo de las cuentas sí lo domino; por la cuenta que me trae... Iba a tacharlo, y ¡mira!, tampoco. Tiene gracia y no me apetece.
Bueno, voy a acostarme pronto.
Jueves, 6 de Febrero
Qué bien ha llegado el día. Aún en la cama, me he dado cuenta que, en efecto, lo de las cuentas se me da bien. Este mes, hasta el día 3 no trabajé. El 1 era sábado, solo que por ser San Agripano —que así se llama el patrón de la conservera Agripano Toranzo S.L.—, dieron fiesta; eso sí, recuperable. Don Agripano sirvió en Sidi Ifni con el tío Casíu. Y por esa amis- tad ha venido el que yo acabe destripando anchoa con el tal Lalín. El 2 era domingo. Y el día 28 se acaba el mes. O sea, que quitas tres días por delante y tres por detrás, y el mes te sale como si cinco duros fueran treinta pesetas.
Como los tíos han debido pensar que ya soy de fiar, me han dejado un despertador. Aun así me repitieron como dos mil veces que no se me olvidara darle cuerda. Así que he podido desayunar a solas y me he encendido la radio bajita. ¡Escucha! Se oyen La Voz de Cantabria y Radio Nacional de España. Además, aquí de fábula; no como en Potes, que llega palabra sí y palabra no, y la música se corta sin parar.
Luego, el día se ha ido estropeando. Se había vuelto galerna durante la noche. He aga- rrado un impermeable, pero al llegar a la factoría, iba empapado hasta el píloro. Me he pasa- do todo el día con escalofríos. La gente, hoy, estaba preocupada y seria. Se pasan la jornada diciendo guarradas, insultándose, eructando y tirándose cuescos. Sin embargo, esta mañana, han estado en silencio casi todo el rato. Solo maldecían en voz baja cuando se asomaba el contable a la pasarela que hay delante de las oficinas, en la zona elevada de la nave, y nega- ba con la cabeza. «¿Qué pasa, Pascual?» Le he preguntado a Lalín, al final. «La galerna se ha llevado al Santa Engracia y siete almas».
Esta tarde, estaban contando en un corro de mujeres que se había formado en la calle que, si sacan los cuerpos, vendrá Franco y doña Carmen Polo al funeral. Por lo visto, están pasando una temporada en la Magdalena para que el Generalísimo se recupere de una fiebri- tis, que no sé si es una fiebre muy grave porque no viene en el Sopena de los tíos. Desde luego, no suena bien.
Creo que con lo de la galerna y el hundimiento del pesquero, el cartero no ha repartido. El buzón estaba, de nuevo, vacío. Y ya me preocupa. Porque Pilarina es muy formal.
Viernes, 7 de Febrero
¡Ostras! Voy a escribir poco y ligero. Lo imprescindible para que la Guardia Civil sepa que he huído por propia voluntad. No quiero que piensen que Pascual, Don Agripano o los tíos me han hecho algo malo. O mis padres. Y el caso es que me hubiera gustado mucho co- nocer a Franco y a doña Carmen.
Después de comer —ahora que se me estaba asentando el estómago—, he telefoneado desde una cabina a la vecina de mis padres. Nosotros no tenemos teléfono todavía porque no somos del Movimiento y eso, al parecer, es importante para que te lo pongan rápido. Como los estancos. Yo no veo la relación, pero eso afirma mi padre. Los vecinos sí deben moverse y ya tienen línea en casa. Pretendía decirle a mi madre que, mañana sábado, al terminar la faena, pillaría el autobús y subiría a Potes para verlos. También para que me lavase la ropa de paso, porque me da vergüenza que la tía lave mis calzoncillos. Cierto es que esto no se lo iba a contar. Y, para el domingo, tenía planeado ponerme malo y no volver nunca más a San Vicente.
Me he asustado un montón cuando mi madre ha respondido, porque pensaba que se es- taba muriendo. Gritaba mucho y no la entendía del todo. Repetía: «¡Desgraciado! ¡Desgra- ciado!». Esa parte sí la he oído bastante bien. Luego todo ha sido muy confuso —venga gri- to, venga llantina, venga maldecir...— pero creo que me he enterado. Más o menos.
Evelio Arpa me descerrajará dos cartuchos en cuanto pise Potes. Evelio es el padre de Pilarina. El domingo pasado, después de misa, Pilarina —que me gusta mucho— y yo nos fuimos a pasear por la cañada de Santo Toribio. A mitad de camino, nos sentamos bajo unos robles y nos zampamos una empanada y algo más de medio azumbre de vino que había pi- llado en casa. Al contarle lo de mi futuro en San Vicente y la fábrica de conservas, nos entró tristeza, vaciamos la bota y nos fuimos arrimando. «Te voy a escribir todos los días», me dijo.
Bueno, por abreviar, que hasta la estación del ferrocarril me queda media hora a pie. La madre de Pilarina se dio cuenta de una poca sangre en la falda de la neñina sin que le tocara sangrar esos días, y le preguntó delante de Evelio, y Pilarina contó lo que había pasado en el robledal, y Evelio pilló la escopeta, y se presentó en mi casa, y ni tan bueno que yo, a esa hora del domingo, ya debía ir en el autobús por la mitad de La Hermida, camino a San Vi- cente.
Cuando baje del tren en Santander, a lo mejor, voy hasta la Magdalena y, de paso que les conozco, le pregunto a Franco qué hay que hacer para ir a la Legión.