El último relato


Autor: Emilio Bermellón

Fecha publicación: 17/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

En un mundo que se debate entre cruentas guerras, pestes, pandemias, mutaciones y la locura colectiva, una familia trata de sobrevivir a tales vicisitudes aferrados al amor que los une.

Relato

A finales de 2049 Saba y yo decidimos vivir juntos. Nos mudamos a una casita de las viejas cuya estructura estaba conformada por columnas y vigas de hormigón. Constaba de dos pisos y un altillo y su cubierta presentaba la pintoresca caída a dos aguas que la hacía ver como una pieza de museo.
Poco tiempo después, envueltos por la pasión, olvidamos la cruda realidad que nos oprimía por todos los frentes y casi sin planearlo tuvimos la dicha de traer al mundo a tres hermosas criaturas. A comienzos de 2051 nació el primer varón, al año siguiente la nena y finalmente en el 2054 el segundo varón.
En contraposición a la alegría familiar, fomentada por la delicia de ver crecer a nuestros críos, la angustia que generaba el exterior opacaba cada vez con mayor frecuencia cualquier tipo de disfrute. La guerra continuaba, nadie ganaba y todos perdían: las epidemias ya no eran rumores, las dificultades para conseguir comida se hacían cada vez más evidentes y las comunicaciones sucumbían de manera constante convirtiéndose en inútiles para resolver cualquier problema.
Como si todo eso fuera poco, ciertos trascendidos, que con el paso del tiempo ganaban fuerza, aseguraban que en algunos lugares se habían divisado animales transformados en monstruosidades. Otros iban más lejos, afirmando haber visto a personas transformadas en aberrantes seres desfigurados que actuaban de manera similar a animales salvajes.
Hechos y rumores que hacían sentir a todo el mundo que la situación general estaba totalmente fuera de control. Locura y paranoia que influían en el colectivo general afectando psicológicamente a buena parte de los que conformaban nuestro pequeño poblado. Entre ellos a mi conviviente Saba.
A medida que la condición de mi pareja empeoraba mi situación personal también. Me veía obligado, en el afán de prevenir accidentes, a no dejarla sola con los niños al tiempo que debía vigilar el exterior para prevenir peligros siempre latentes. Exigencias desmedidas cuyas resultantes produjeron que un día, víctima de extrema fatiga, cayera rendido. Cuando desperté, Saba había desaparecido.
Al principio entré en pánico, pero más tarde descubrí en uno de los dispositivos de los chicos, un video en el que plasmaba, con algunas incoherencias, el motivo de su alejamiento. El detalle escalofriante era que se iba a vivir a la casa de sus padres sin tener en cuenta que los mismos habían muerto bastante tiempo atrás.
Sin perder tiempo adosé el carro de compras a mi vieja bicicleta, cargué a los chicos y, por si acaso, introduje en mi mochila un arma de fuego. Desesperado y sin medir consecuencias, salí a buscarla.
Al llegar a la casa en cuestión me encontré con la puerta principal sin cerrojo. Entré sin problemas. La apariencia general daba cuenta que el sitio lejos estaba de encontrarse habitado. A pesar de ello comencé el recorrido gritando su nombre; repetía la operación cada vez que ingresaba a una nueva habitación. Recién frente a la puerta del sótano pude especular que la búsqueda no había sido en vano. Sonidos que venían de ese lugar me hacían sospechar que Saba, producto de sus delirios, se estaba escondiendo.
Sin tomar ningún tipo de recaudos abrí la puerta y comencé a bajar las escaleras apoyado en la escasa luz de una linterna. Mientas descendía lentamente un olor indescriptible produjo que volteara la cabeza hacia atrás obligándome a frenar el andar.
Unos cuantos chillidos y ruidos, que parecían gruñidos, provocaron que apuntara la linterna al centro del sótano. Allí pude observar con estremecimiento, como especímenes que no se parecían a ningún animal que hubiera visto en mi vida, devoraran ferozmente algo que no pude precisar si era animal o humano.
La luz llamó la atención de las bestias e inmediatamente viraron hacia mí. No me detuve ni a pensar un segundo, di media vuelta y salí disparado del lugar.
Corrí hasta alcanzar el exterior, cargué a los chicos y sin mediar cuidado los tiré dentro del carro. Comencé a pedalear sin mirar atrás. Luego de avanzar una distancia considerable pude constatar que estábamos fuera de peligro. Aproveché el respiro para detener la bicicleta y calmar a los chicos. Minutos después, con la inquietud a cuestas por lo que había visto y la tormentosa angustia de no haber conseguido dar con Saba, retomábamos el camino de regreso.
Antes de llegar a nuestro destino me detuve en el único gran mercado que seguía funcionando. Allí adquirí distintos tipos de provisiones y variedad de suministros con el propósito de permanecer acuartelado en mi vivienda. Estrategia con la que trataba de evitar cualquier tipo de enfrentamiento externo, fuera con los saqueadores o con esos extraños especímenes que habían trastocado mi cabeza.
Ni bien llegamos reacomodé a mis hijos y comencé con las reformas. Tres meses después había conseguido acondicionar el lugar con protección de alta tecnología y materiales de extrema dureza con los cuales cualquier intento de invasión resultaba casi imposible.
Terminadas las reformas y sin demasiado tiempo que ocupar se hizo bastante difícil sobrellevar tanto encierro. Sin embargo, después de varias semanas daba la impresión que entre los cuatro habíamos aprendido a sobrellevar la situación. La única variable que a veces nos descontrolaba era la ausencia de saba. Vacío que no me resignaba a aceptar.
Si bien pasaron semanas sin accidentes relevantes, no saber nada de mi amada se había hecho tan insoportable que, sumado al encierro interminable, me predispuse a romper mis propios protocolos de seguridad y así, cegado por la ansiedad, decidí explorar el exterior.
Apenas abría la puerta una sensación de agobio me invadía. A pesar de ello avanzaba a terreno abierto mientras les indicaba a mis hijos que esperaran dentro. Al principio, tuve que aguardar que mi vista se reajustara a la luz del sol, motivo por el cual, de manera casi instintiva, comencé a prestar atención a la información que me suministraban mis oídos. Segundos después, daba cuenta, que en el ambiente reinaba una siniestra quietud fantasmal.
El silencio en su máxima expresión despertó en mi mente cientos de funestas imágenes que vaticinaban lo peor: las bombas de destrucción masiva impactando por todo el planeta.
Alterado por sensaciones difíciles de explicar retorné al interior de la casa, aseguré la puerta, subí al altillo junto con los chicos y encendí el radio del que solo salía una aberrante interferencia. De repente silencio total, como si la transmisión hubiera muerto.
Cada paso que daba parecía confirmar mis fatídicas presunciones. Dadas las circunstancias comencé a actuar de manera casi mecánica. Ubiqué rápidamente a mis hijos en sus cubiletes acolchonados, aseguré la entrada del altillo y sellé las ventanas.
En paralelo a mis acciones mis hijos comenzaron a llorar de forma descontrolada. Al unísono exigían que los abrace. Como nunca, en ese momento, me quebré…, me arrodillé frente a sus caritas y mientras nos abrazábamos comencé a sollozar desconsolado… resignado a la espera del inminente remate.
Resignación que alcanzaba su máxima expresión con el anuncio de un fuerte estruendo. Sacudida que relacionaba con el impacto de un misil, aunque de extraño proceder, dado que la explosión no exponía las vibraciones inherentes a las ondas expansivas.
Mientras trataba de comprender la incoherencia de los hechos experimentaba una segunda explosión, luego una tercera. El desconcierto me crispaba los nervios, no entendía como la vivienda no había sufrido tan siquiera alguna rajadura.
No aguanté más, me puse de pie y encaré hacia una de las ventanas; abrí la planchuela de seguridad y a través del vidrio pude observar con nitidez lo inimaginable: a una distancia aún lejana, pero cerca en el tiempo, una ola de gigantescas dimensiones se abalanzaba sobre nosotros. Segundos después, temblores recurrentes se sumaban a la catástrofe en curso. La verdadera pesadilla comenzaba.
Coloqué nuevamente la planchuela de seguridad, retorné con mis hijos y mientras los cubría a modo de escudo nos sacudía un estallido que hacía temblar la casa y a nosotros con ella. Sabía que el impacto había sido provocado por la gigantesca ola que daba de lleno contra nuestra vivienda agitándose por encima de toda la estructura que nos protegía.
El cimbronazo, portador de infinitas vibraciones y filtraciones de agua, nos hacía temblar a todos. Fueron segundos que parecieron una eternidad. En todo momento surgía la pavorosa sensación de que el altillo se iba a deshacer en mil pedazos, sin embargo, gracias a mi obsesiva paranoia, la pequeña fortaleza soportó con entereza la fuerte sacudida.
Más allá del pequeño alivio el martirio no cesaba. La casa seguía vibrando a modo de coctelera. Los temblores desde el fondo de la tierra mantenían su intensidad. Sonidos que provenían de la planta baja me alertaban que las paredes inferiores se estaban fisurando; era de suponer que la vivienda se estaba inundando. Tenía la sensación que, más allá de las gruesas bases y columnas de hormigón, la vivienda no iba a soportar mucho más .
La desesperación envolvía mi último aliento de vida. Solo quedaba despedirme de mis hijos. Segundos de introspección que frenaron mi vorágine mental permitiéndome apreciar que las olas se iban sucediendo cada vez con menor enjundia y más distanciadas en el tiempo. Surgía una luz de esperanza.
Después de varias horas el oleaje cesó por completo y los temblores también; solo reinaba una intensa lluvia.
Emociones encontradas no frustraban la algarabía de saber que seguíamos con vida. Estaba convencido que el peor momento había sido superado.
Apenas sentí que estábamos seguros, con la adrenalina en descenso, comenzó a surcar por mi mente una cuestión que no había tenido en cuenta: ¿Seríamos los únicos sobrevivientes?
Durante todo el tiempo que estuvimos rodeados por agua, mientras esperaba que la misma retornara a su nivel habitual, intenté establecer contacto por radio y por biófono sin conseguir respuesta alguna.
Recién a un año del cataclismo, el agua dejaba de ser un impedimento para salir. El terreno se mostraba en condiciones aceptables y dada la necesidad de encontrar sobrevivientes, sin demasiado preámbulo, salí a explorar los alrededores.
Una vez fuera me impactó de sobremanera tanta desolación acompañada de un olor nauseabundo que inundaba la atmósfera. Más allá de la incomodidad decidí seguir avanzando en pos de ampliar mi perspectiva. En el trayecto un ruido a mi derecha me detuvo. El sonido provenía de una extraña arquitectura compuesta por ramas que conformaban algo así como cúpula rodeada por montículos de tierra y escombros. Aunque estaba lejos podía observar que desde el interior de la misma algo se abría paso.
El armazón enramado se quebraba como si fuera un cascarón que dejaba salir a una figura cuya silueta aparentaba ser humana. Sin embargo, cuanto más se acercaba más dudaba que se tratara de un sujeto. Por más harapos que vestía (indicio de que había usado ropa), su estética y su forma de andar rompían la idea de estar frente a una persona: asomaban en su cabeza protuberancias rodeadas de algunos mechones de cabello; en algunas partes de su cuerpo sobresalían algo parecido a escamas de tonalidades verduzcas; sus ojos desorbitados parecían mucho más grandes de lo normal. En síntesis, una criatura de apariencia monstruosa.
Con total delicadeza, evitando sacarle la vista de encima, giraba mi torso con la intención de escapar a tiempo de tal aberración. Sin embargo, de manera inesperada, algo llamaba mi atención provocándome el cese inmediato de mis acciones. Advertía con estupor que la criatura colgaba de su cuello una pañoleta idéntica a la que llevaba Saba el día que decidió marcharse…
Las conclusiones que precedieron a tal hallazgo entumecieron mis reflejos. Inmóvil, solo atinaba a balbucear el nombre de mi amada… Desprovisto de toda reacción, en cuestión de segundos me encontraba rodeado por los brazos del engendro… Así, aprisionado, quedaba a su merced.
Ambos caímos al piso con nuestras caras enfrentadas, acto seguido, la bestia, aplicando movimientos propios de un depredador rajaba mi garganta con sus dientes…
Con mi cabeza recostada esperando a la muerte, podía observar a mis hijos parados en el umbral de la casa… también la silueta de Saba que iba al encuentro de ellos…