
Resumen
Se trata de un relato sobre la violación grupal que sufre un chica y las dificultades para superarlo. De cómo rehace su vida y las circunstancias la llevan de nuevo a una situación límite.
Relato
PESADILLAS
Por crucero
Mónica Busquets volvía a ser feliz pasados los cuarenta. Había reconstruido su vida. Tras años huyendo de los hombres había descubierto la felicidad junto a Andrea. Con ella volvió a creer en la raza humana. Le había costado dar el paso. Quizás siempre lo supo en su interior, pero antaño eran otros tiempos y no había tenido el valor necesario para dar el paso hasta que la conoció a ella.
Su vida no fue fácil. Con un padre borracho y una madre drogadicta, su niñez la pasó a base de golpes y miedo. Afortunadamente, él las acabó abandonando. Al poco tiempo, una fría mañana de invierno, su madre no se despertó. Tenía sólo diez años y estaba sola. A partir de ahí comenzó su periplo en casas de acogida. Nadie la quería adoptar, era muy mayor. «A los padres solo les gustan los juguetes nuevos», decía la resignada asistenta social.
Al final, cuando había perdido toda esperanza, llegaron a su vida Ramón y Julia, un par de profesores que vivían en la parte norte de Barcelona. Eran mayores de cincuenta años, su hija Lucía ya había volado del nido y decidieron adoptar a aquella rebelde en plena pubertad. Ella no se los puso fácil. No quería estudiar, obedecer tampoco era lo suyo. Pero ellos no se resignaron. Le dieron un cariño que probablemente no se merecía. Así son los padres y las buenas personas. Con los años, Mónica se dio cuenta de lo que los hizo sufrir y se propuso hacer lo posible para devolverles todo el amor que le dieron.
Sin estudios, comenzó a trabajar de camarera en restaurantes de poca monta. No era gran cosa, pero a ella no le importaba y era un oficio digno. Se le daba bien y le permitía ganar un dinero con el que ayudar en casa. Querida en casa, con un porvenir y planes de futuro; la vida le ofrecía al fin una soñada paleta de colores con la que iluminar su existencia.
Pero quizás la felicidad era algo a lo que ella no tenía derecho. Una noche, tras docenas de mesas servidas y alguna que otra propina, Mónica volvía paseando a casa. Era una caminata de algo más de media hora, pero el caluroso verano ofrecía una tregua tras el ocaso y la temperatura era agradable. Así que decidió dejar el transporte público para otro día y caminar escuchando en Spotify el último trabajo de Evanescence, su grupo favorito ¡Cuánto se arrepentiría de no haber cogido el bus aquella noche!
No se dio cuenta, absorta en sus pensamientos y en la música a todo volumen. La farola apagada, la calle vacía, la oscuridad… tenía que haber estado más alerta. Todo pasó muy rápido, cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Al cruzar una esquina, algo la atrajo con fuerza hacia un callejón. A la confusión inicial le siguió el horror. Varios hombres, con pinta de estar borrachos o algo peor, la sujetaban impidiendo cualquier movimiento; mientras el que parecía ser el jefe le tapaba la boca con fuerza. La llevaron a un lugar apartado que ella no conocía, en su interior empezó a temerse lo peor.
—Si te estás quieta será mejor —dijo uno de ellos con frialdad. Mónica se quedó petrificada.
—Andrés, ¡qué buenas tetas tiene! Yo quiero ser el primero —dijo otro refiriéndose al líder. Desde luego muy inteligente no era, acababa de delatarlo.
—De eso nada, yo la estrenaré. Luego ya veremos. —Lo que sucedió a continuación no necesita explicación. Uno tras otro la fueron violando sin piedad, uno de ellos incluso le pegó con fuerza al negarse en principio a practicar sexo oral. Al llegar al último, probablemente un menor, este no se atrevió a hacerle nada; Mónica pudo ver a través de sus ojos empañados en lágrimas cómo él también tenía miedo. Los otros se rieron, mientras el líder le daba una colleja. —¡Qué inocente eres hermanito!
Y allí la dejaron, medio desnuda y con el alma rota. El infierno debería ser algo así. Tras un tiempo que quizás fueron minutos, quizás horas, atinó a coger el móvil y llamar a su padre adoptivo. Luego todo fue muy rápido: la policía, la ambulancia, las pruebas en el hospital, la vergüenza. Tan solo unos días después, la policía detuvo a un par de sospechosos, los hermanos Andrés y Vicente Mayo. Ella los identificó con claridad, el más pequeño fue el único que no la forzó pero recordaba su cara con nitidez. A poco que los policías le interrogaron, contó todo con detalle. Fue el único que le pidió perdón. Luego llegó el juicio meses después, otra vez a recordar el infierno. Fue bien, aunque a ella nada le podría hacer olvidar lo que pasó aquella noche. Diez años de prisión para los tres violadores, cuatro para el cómplice. Al fin podría dormir sin miedo. Con el tiempo se enteró que Vicente se suicidó en la cárcel. Aunque no se alegró, tampoco sintió pena por él.
Meses después, huyendo del miedo, se trasladó a vivir a Andorra. Y allí es donde conoció a Andrea Martín, una ilerdense un par de años más joven que ella que la hizo olvidar el pasado y pensar en una vida normal. Con ella se atrevió a dar el paso, quizás siempre lo supo pero allí que nadie la conocía era más fácil. Y fue feliz.
Habían pasado tres años, nunca más pudo escuchar la voz de Amy Lee pero por lo demás, su vida era lo más parecido a lo normal que podía permitirse. Esa mañana había ido a buscar su vestido de boda. Luego había quedado para comer con Andrea en un restaurante indio que les gustaba a las dos cerca de la estación de esquí. Estaba mirando la televisión sin prestarle demasiada atención a lo que salía cuando lo vio. Andrés Mayo había salido de la cárcel antes de tiempo, un cambio en la legislación que Mónica no alcanzaba a entender hizo que aquel monstruo estuviera de nuevo en la calle. Sabía que el día tendría que llegar, pero no estaba preparada para que fuera tan pronto.
Los siguientes días fueron un tormento. Volvieron el miedo y la angustia, la desconfianza y las noches en vela. Pero el tiempo todo lo cura y pensó que ahora estaba a más de doscientos kilómetros así que lo más probable es que no volviera a verlo jamás. Finalmente pudo casarse unos meses después, tuvo su viaje de novios soñado a Roma e incluso comenzaron los trámites para adoptar a otra adolescente rebelde como lo había sido ella. Había pasado más de un año y volvía a dormir. Las pesadillas, aquellas en las que rememoraba aquella maldita noche, habían desaparecido.
Una mañana, Andrea salió a trabajar, era enfermera en un hospital cercano. Mónica no entraba hasta por la tarde así que se quedó en casa haciendo cosas. Mientras desayunaba vio una cartera encima de la mesa. «¡Qué despistada es!», sonrió. Le mandó un mensaje al móvil para avisarla. Pasó una hora. «No responde, estará muy liada». Pasó otra hora y decidió darle un toque para que la llamara cuando pudiera. Pero tampoco respondía. A los cinco minutos sonó su móvil. «número oculto», rezaba la pantalla. No le echó cuenta, la estaría llamando desde el trabajo, no era la primera vez que pasaba.
—¿Diga? —Se hizo el silencio, tan solo podía escuchar una respiración entrecortada.
—Estamos en paz.