Athanatoi


Autor: Arquímedes

Fecha publicación: 17/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

El egoísmo del ser humano, circunstancias desfavoridas, un amor impossible, un instante mágico y un destino cruel, pero no irreparable. Esto y mucho más forma parte de Athanatoi, que significa "inmortales" en griego, y como bien dice la palabra, nosotros, los humanos somos inmortales cuando hay alguien que nos quiere.

Relato

Athanatoi
(del griego antiguo, inmortales)

El cielo era trágicamente precioso. El horizonte estaba en llamas, augurando la despedida del sol, que descendía lentamente. Tan solo algunas nubes permanecían en la bóveda celeste, esperando que las estrellas ocuparan su lugar habitual.
La Luna trepaba perezosamente, como si se negara a seguir su ciclo, predeterminado hace millones de años.
El cementerio celeste se iba poblando poco a poco de más y más estrellas que dejaron de brillar hace décadas pero que seguían presentes aquí, con nosotros, rehusándose a aceptar su deceso.
Una leve brisa marina arremetió contra mi rostro, impregnando a su vez el ambiente de sal. Sentí el cálido aire acariciándome suavemente, y agradecido, cerré los párpados.
El mar se hallaba tranquilo y únicamente el sonido de unas pocas olas perturbaban aquel silencio espectral.
Cuando volví a abrir los ojos observé despreocupadamente el correteo de un par de cangrejos blancos, mientras una racha de viento agitaba las ramas de los árboles cercanos, haciendo sonar las olivas, aun verdes.
Era verano y parecía que la naturaleza lo festejaba a lo grande.
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Ni siquiera me sobresalté al escuchar el chapoteo de sus pies cruzando la orilla, arrastrando aquella fina arena que cubría toda la playa. Habíamos acordado encontrarnos al ocaso, en el mismo sitio de siempre, pero la puntualidad no era su fuerte y ya era una hora avanzada de la noche cuando llegó.
Se quedó quieta cuando le tomé la mano, suave como el terciopelo delicado de los pétalos. Su mirada inescrutable me estudió minuciosamente, intentando alcanzar lo más profundo de mi ser. El gajo de la media luna brillaba lo suficiente para permitirme observar de nuevo sus ojos. Eran color verde esmeralda y centelleaban de emoción. Sin proferir ni una sola palabra la acerqué a mí, abrazándola. La calidez de su cuerpo erizaba mi piel, fría hasta entonces, convirtiendo cada caricia en una pequeña descarga eléctrica. Nuestros cuerpos se unieron en una danza compenetrada, balanceándose. Sus besos eran una mezcla de sal y canela.
Nuestra respiración era el único indicio del transcurso del tiempo.
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Era la víspera de su casamiento. Su padre, un noble comerciante, había concertado el matrimonio de su hija con suma estrategia. El prometido era heredero único de una familia con una gran fortuna ancestral. Toda aquella fortuna pasaría a ser la dote para la boda de los jóvenes, y a su vez, acabaría en el bolsillo del padre.
Pero el progenitor había olvidado consultar la voluntad de su hija y la mía, su amante.
Los celos me carcomían por dentro, despedazando mi corazón como un buitre desgarrando un cadáver. Ella era solo mía, y yo no estaba dispuesto a permitir que eso cambiara.
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Jadeando, nos estiramos en la arena, que no tardó en cubrir nuestros cuerpos sudorosos. Nuestras respiraciones frenéticas se apaciguaron y pudimos volver a apreciar el sonido que producían las olas al intentar llegar hasta donde estábamos. El ambiente entero emanaba paz.
La Luna había trepado por el cielo situándose encima de nuestras cabezas, velando por nuestra seguridad.
Ella observaba las estrellas, hechizada por su belleza, admirando los últimos suspiros de aquellos astros ya inexistentes. Solo tenían la ocasión de seguir viviendo en nuestro cielo.
Pero mis ojos solo existían para ella. Cualquier estrella parecía insignificante a su lado, las eclipsaba a todas.
Los minutos se convirtieron en horas, y las horas dieron la bienvenida al alba, que irrumpió en aquella basta oscuridad dando paso a un nuevo día.
La observé dormitando en la fría arena, cubierta de mugre y polvo, tiritando de frío y murmurando en sueños. Aun así, se veía hermosa como nunca y deslucía incluso al sol matutino.
Se asemejaba más a una deidad, una dríade, un espíritu forestal. Su belleza era inhumana y provocaba suspiros incluso a los corazones más indiferentes. Era una joven celestial.
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La contemplé mientras dormía. En unas horas un individuo ricachón con las manos sudorosas la desposaría, sin mi consentimiento. La ira y la tristeza se peleaban en mis adentros. Al final, venció la primera.
Me levanté dispuesto. Los celos dominaban mis acciones. Si el destino se interponía en mi felicidad, yo no permitiría que se saliera con la suya. Pronto aquella chica sería mía, solo mía.
Saqué el puñal del bolsillo. El arma relucía bajo la luz solar, cegándome, como si la naturaleza misma tratara de impedir lo inevitable. Me acerqué con sigilo a su lecho, compuesto por hojas marchitas de olivos.
Su pálido cuello suplicaba la muerte. Y como persona considerada, no vacilé en otorgársela.
Recuerdo como todo mi panorama se llenaba de su sangre. Su sangre, tan roja y reluciente. Sus harapos, mis manos, su piel, mi conciencia… Todo estaba ensangrentado.
La sangre invadió la orilla y no tardó en llegar al agua. El mar entero parecía llorar su muerte. Y yo también lo hacía. Las cálidas lágrimas no demoraron en brotar de mis ojos. Quemaron mi rostro y se deslizaron hasta llegar a mi cuello. Era necesario, yo lo sabía. Su muerte no era en vano y yo no tardaría en reunirme con ella.
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Aquel recuerdo me atormentaba durante los últimos minutos de mi vida.
El destello que emitieron sus ojos cuando despertó y comprendió lo que pasaba se había incrustado en mi cabeza. A pesar de que su cadáver yacía a mi lado, su mirada acusadora seguía torturándome. Ella murió pensando que yo era un traidor.
Pero yo le demostraría que se equivocaba.
Acerqué el arma hacia mí, con las manos temblorosas. Pero no era miedo aquella emoción que me perturbaba, sino el entusiasmo. Ella y yo, yo y ella, y absolutamente nadie más. El sol albarino era el único testigo de aquel acto que estaba dispuesto a cometer. Respiré hondo. El aire inundó mis pulmones por última vez y mis párpados se cerraron. Esbocé una leve sonrisa de satisfacción; pronto, pronto todo habría acabado.
Aquel fue un movimiento frío y limpio, que acabó por completo con mi vida. La inmensa oscuridad me atrapó con sus largos y gélidos brazos, haciéndome encoger. Su aliento frígido inundó el entorno y sus sombríos ojos se posaron en mí. Me encontraba cara a cara con la mismísima muerte.
Pero la chica del iris verde esmeralda se encontraba a mi lado. Una sola mirada bastó para disipar cualquier malentendido, por más mísero que fuera. Estábamos juntos, de nuevo.
Busqué su mano entre la negrura, entrelacé mis dedos con los suyos, permitiéndome sentir el calor que emanaban, y juntos nos encaminamos lejos, lejos de aquel lugar inhóspito.
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Nunca nos desvanecimos del todo, ni nosotros ni nuestro amor efervescente. Seguimos, seguimos allí. Pasamos a ser una constelación, un cúmulo de luz y felicidad que brillará para siempre, lo prometo. Porque nosotros somos Athanatoi, y eso significa que viviremos constantemente, y pase lo que pase estaremos allí, observando.