Meditaciones desde las estrellas


Autor: John Wilkins

Fecha publicación: 17/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Esta es la historia de un inmortal que observa a los mortales, pero también, la historia del mortal que con palabras mortales y por lo tanto imprecisas, observa cómo el inmortal observa a los mortales.

Relato

Meditaciones desde las estrellas

En un tiempo inmemorial, alguien o algo observaba, por vez primera, detenidamente. No como nosotros, sino de forma ilimitada, o casi.
El hombre anudó sus brazos –observó extrañado–, formando una cruz, pero ningún trueno surgió de ellos. Nada ocurrió. El ademán no poseía la razonable intención de combatir y destruir como es vulgar –profundizó–, sino de algo impalpable, recóndito, aunque evidentemente eficaz, porque el otro hombre situado enfrente a cierta distancia –precisa distancia que también algo quería decir– retrocedió, sin brotar esta vez vibración alguna de sus bocas u orificios. Parecía que todo lo había entendido. Estaba furioso, sí, sin embargo, no fue necesaria la batalla de la imposición y de aquello que llaman muerte.
Corrió las nubes que tapaban su visión y sus infinitos sentidos, sentado en una cordillera. De muy lejos, vigilaba aquellos símbolos, cómo interactuaban esas bestias terribles, soberanas de lo efímero y enrevesado. Habían peleado, sí, pero ¿cómo?, ¡cómo! Evocó y recapituló lo que había visto, una y otra vez: dos hombres escupieron, solo por un momento, ruidos disonantes, ásperos, severos, sin más; no eran conjuros ni vientos fétidos, sino sonidos que dicen sin hacer, que informan o que expresan, pertenecientes a la heterodoxia de un lenguaje más global, total. Notoriamente en desacuerdo, no habían intentado destruirse, empero –¿o sí?, ¿acaso habría omitido el instante de dolor, el de ganar o perder, aquel en que la abdicación es ineludible? ¿acaso los infinitos sentidos no eran suficientes? Comenzaba a dudar de sí mismo, aquel que todo podía y todo lo había visto, aún podía esperar lo inesperado y desengañarse (pues aquel que es poseedor de todos los discernimientos, el de la duda, debe de ser uno más de entre todos; todos los sentidos debe incluir, por necesidad, la facultad de la duda sobre los propios sentidos).
Pero no –insistió en su asombro–, simplemente habían tomado esa escrupulosa distancia, como en el comienzo de cualquier batalla, y ninguno desenvainó una espada de fuego o retazos de montañas o astros, sino que habían cruzado y descruzado sus brazos, tensionado los músculos, separado las piernas, en fin, agitaciones, temblores y retraimientos absurdos, inútiles, sin vigor, que únicamente acompañaban la acción central que se había desplegado en las miradas, las cuales decían algo tan basto que no logró interpretar, a pesar de que todo lo sabía o todo creía saber.
Nada había terminado entre ellos, entre esos dos pequeños hombres de tiempo y extremidades limitadas, solo era el comienzo de algo más, de otra cosa diferente a la que llaman la Anterior (porque cuando una entidad cree que alguna vez no existió y que alguna vez dejará de existir, divide el tiempo en antes y después. Este hecho era de excesiva y desproporcionada relevancia para ellos, los seres excepcionales, equívocos; curiosa minoría del universo, donde abunda lo grande, lo categórico, lo ilimitado).
Por otro lado, su alianza y fidelidad sí que habían acabado, no obstante, ninguno había sido desterrado a otra parcela del cosmos o trasmutado a otro cuerpo o forma, como es costumbre. Bastó con sus palabras, con sus tonos y movimientos, con sus símbolos, para levantar el polvo del odio entre ellos y agrietar la tierra separándolos. Sin dejar marcas en ellos o a su alrededor. ¡No había herida visible! ¡Sin embargo, el mundo había temblado!
Continuó sus meditaciones limpiando involuntariamente el cielo donde una plácida lluvia de estrellas acompañó sus pensamientos.
"Se puede adivinar por sus inclinaciones que estos raros especímenes ven la divinidad en la inmortalidad, en lo largo y poderoso, en fin, en nada elevado realmente, solo en lo que ellos no son. Adoran lo que no son. Y lo que no son es, por definición, lo misterioso, lo elevado y supremo.
Así funcionan los Efímeros, dicen, seres crípticos, impenetrables; míticos para el resto del universo –universo que ignoran en su mayoría, centrados como están en sus propios asuntos–. Con la nunca antes vista excepcionalidad de que no importa cuán profundo sea su dolor a lo largo de las eras, tarde o temprano morirán, y si no, la tierra donde se asientan morirá, y si tampoco, la luz que los alumbra se acabará, y el resentimiento y la alegría serán olvidados también (¡subordinarse a la luz y a la materia! ¡qué extraña y deliciosa armonía!). Ningún rencor permanecerá eterno ni no los seguirá adónde vayan, lo que es un decir, ya que a ningún lado van.
No sé qué es eso. No sé, y todo lo sé, todo lo que daría porque sucumban mis obsesiones alguna vez, en algún momento de entre todos los tiempos que han existido y existirán, por más que mi entidad lo haga también. Todo lo daría, y todo lo tengo, por esa inexplicable expiración que –no deben engañarse– es absoluta. Incluso es posible la máxima de todas las posibilidades, ¡ser autoinflingida! ¡El ser eligiendo cuándo no ser! ¡Cuándo dejar de ser! Cuando todo es insoportable, terminar con todo. Es decir, es voluntad del ser, de ese unilateral y descompuesto ser, decidir cuándo la acritud ya no cabe más en esa jurisdicción precisa que es el cuerpo –con sus carnes envueltas en tela elástica o piel que las retienen–; cuando no soporta más, puede acabar con todo, terminando únicamente con sí mismo. ¡Vaya sueño! ¡Terminar, acabar, desaparecer!
Desconozco, y todo lo conozco, un poder más sublime que este, más elevado y más importante. Poseer el saber de acabarse a sí mismo, es el principal sueño que recuerdo tener, y todo lo he soñado alguna vez; poder acabar con todo lo demás, sé lo que es, y sé lo que es haberlo hecho, una y otra vez, pero no conmigo. Aquello que más recuerdo haberme arrepentido, y de todo me he arrepentido alguna vez, es de acabar con todo cuando en realidad buscaba mi propia destrucción, y es lo que representa hoy toda mi desolación: no poder olvidar, y a falta de olvido, tampoco tengo mi muerte, que es lo mismo.
Ellos tienen una palabra para lo que siento. Envidia. Pero la propia es peor, porque, ¡nunca va acabar! ¡La eterna envidia de que alguna vez todo acabe!"

Esta es la historia del inmortal que observaba al mortal, pero también, la historia del mortal que con palabras mortales y por lo tanto imprecisas, observaba cómo el inmortal observaba al mortal.

Post Scriptum: si Dios no puede terminarse a sí mismo, destruirse a sí mismo, tampoco es omnipotente.