Antropología de los celos


Autor: Jhon Cadic

Fecha publicación: 27/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Se trata de un relato que versa sobre la celotipia de un hombre que reflexiona, de manera dramática e irónica, en torno a ella.

Relato

Antropología de los celos

Los celos son un punzante desgarro en el corazón de lo imaginario, una llaga infecta e incurable en la mar desconocida de la conciencia. Su génesis es compleja ya que el epicentro de este padecimiento, de este malestar semejante a una herida sin bordes, renuente a cicatrizar porque se alimenta de azufrosas instantáneas de perfidia, se localiza en el viscoso núcleo del imaginario; un imaginario corrompido, intoxicado por erráticos presentimientos de orfandad, de desamparo ontológico que embozan, a través de imágenes de una lúgubre y concupiscente insistencia, un estado de frágil afectividad; aquellos que experimentan su flagelante y endemoniado látigo de fuego abrasador, sucumben a una vorágine angustiosa, una suerte de pasmosa incertidumbre que los desuella con el afilado cuchillo de la imaginación trastornada. Esta zozobra virulenta y aterradora -corolario de un déficit amoroso- tarde que temprano termina por disolver el vínculo afectivo que los mantiene unidos al otro.
Los celos no son producto de la cultura, ni tienen un basamento instintivo, más bien, su origen se haya en la invisible, más no inexistente, arquitectura de nuestra interioridad -me refiero al psiquismo-; en el modo en que nuestra historia -pequeño relato que va tejiéndose a través de las diversas experiencias que forman ese inabarcable universo llamado existencia- fue hilvanándose al compás de un ritmo propio, una cadencia que germina en la indivisa unicidad de lo que somos. En este sentido no pretendo esbozar un tratado sobre los celos, ni esgrimir una tentativa teórica desde ningún campo del saber; se trata, en todo caso, de una suerte de cartografía de los celos, aquellos que he padecido, con cruenta y aciaga obstinación, desde que comencé a relacionarme sentimentalmente con los otros, es decir, con las distintas mujeres -entre las que se cuentan algunas “quimeras”- que forman parte de mi desafortunada y nada memorable vida amorosa.
Los primeros amoríos que tuve siendo apenas un mozuelo, sin menoscabo de la dulzura que gocé de manera fugaz e intermitente, fueron el principio de una agonía febril; esos torpes escarceos, de una sublime intensidad, dejaban traslucir un drama pavoroso -de un espeluznante y desolador realismo: inverosímil, absurdo, equívoco e insalubre- que acabaría por diezmar toda tentativa de aventura amorosa. La amenaza latente de perder al otro a causa de un tercero, un rival más digno de ser amado -mucho más atractivo y, por consecuencia, dueño de un sinfín de virtudes inalcanzables- se convirtió en un pesado lastre en mi vida. Por más que intentaba ignorar la retahíla de imágenes pesadillescas, donde el otro se entregaba a un carnaval de orgiásticos placeres -imágenes que rumiaban desde la enfermiza tempestad de mi consciencia- siempre me veía miserablemente vencido, avasallado por los infames demonios de mi morbosa imaginación. De tal modo que, para evitar la insufrible agonía del marasmo imaginativo, prefería distanciarme, de manera torpe y cruel, de aquellas personas que me amaron con sincera y gozosa complacencia. En mi interior existía la irrefutable, macabra y morbosa certeza de ser objeto de la traición más ruin, la felonía más pornográfica e inhumana que persona alguna puede padecer, un abandono injusto e inmisericorde; siempre subyacía en mis entrañas el oscuro presentimiento de ser víctima de los humillantes latrocinios de aquellos que se ufanaban de quererme, de amarme sin condiciones, sin óbices ni impedimentos de ningún orden. Bastaba una mirada, algún mezquino gesto, un simple guiño delator para que en mí se desencadenaran, como una suerte de tsunami apocalíptico, las ideas más bizarras en torno al ser amado: coqueteos lascivos y descarados, subrepticias miradas de una lujuriosa complicidad, voluptuosas caricias perpetradas en el más grotesco anonimato. Toda esta ominosa y sibilina cinematografía ocurría en mis adentros, mientras mis parejas en turno, ávidas de cariño y ternura, ignoraban, con una inocencia conmovedora e infantil, el sufrimiento que en mí acontecía: una suerte de fiebre subterránea, semejante al magma destructor que emana de las profundidades de un volcán, que me llenaba de ira, aborrecimiento y rencor. En aquel estado de belicosa angustia, me era imposible sofrenar el silencioso reverbero de majaderías e improperios que se destilaba, frenéticamente, en mi obtusa y alucinada consciencia: “maldita perra mal parida”, “eres una ramera lúbrica”, “mírate, no disimulas tu espíritu de puta”, “ sabía que eras una piruja y desabrida mojigata”, “disoluta de mierda”, y demás vituperios que expresaban, con cierto dejo de dramática desolación, la furibunda pesadumbre que me estrujaba reduciéndome a una sombra letárgica, atónita ante la catastrófica desnudez de la desesperanza. Así padecí aquellos amores de incolora infelicidad, debatiéndome, como un moribundo ataviado con las ropas de un porvenir incierto, entre la tristeza, el entusiasmo -siempre provisional- y la sabia amarga de la desdicha.
Al transcurrir el tiempo me he convencido de que los celos en mí tienen un componente afectivo; si no fui amado lo suficiente por mis progenitores, y si el famélico amor que me procuraron estaba mediado por la violencia, entonces mi manera de amar, de vincularme al ser amado, no podría manifestarse sino mediante la crueldad, la violencia y la angustia. La crueldad y la violencia referidas a esa ambigua forma de querer –la de mis padres-: palizas, humillaciones, castigos; la angustia –eterna paradoja enquistada en mis entrañas- como un temor inminente a perder ese “cariño”, esa indeseable afectividad tan necesaria, para sobrevivir en medio de un océano desconocido -la vida-, bogando en una balsa de madera apolillada; acaso ese desasosiego de perder al otro, como si se desvaneciera entre las manos convirtiéndose en ceniza quemante, sea el origen de mi mortal enfermedad. También en estos años de vehemencia amatoria, he sido capaz de comprender que este padecimiento se magnifica, agigantándose como una especie de ciclón desbocado, en la inquieta densidad de la mirada -así lo he constatado en más de treinta años de agonía celotípica-. Podría decirse que estoy enfermo de miradas; la mirada me juega maliciosas y risibles trastadas, en donde el otro se burla de mi invernal desvalía, bajo el cobijo de un cinismo policromático, haciendo gala de una perversa lascivia. Aunque claro está -ahora lo comprendo con escalofriante nitidez- todo ello no es más que un sortilegio ampuloso, producto de mi turbada, ingeniosa y prolífica imaginación.